jueves, 4 de septiembre de 2014

Ercole Lissardi - LAS CIEN VISTAS DEL MONTE FUJI -

Para mi amado sobrino, Nico

No voy a reflexionar aquí acerca de lo que diferencia a mis libros uno de otro, sino acerca de lo que tienen en común. Voy a referirme, por consiguiente, a particularidades de su erótica.


En las 16 novelitas que llevo publicadas hay una sola palabra que he eludido más o menos deliberadamente.

Esa palabra no es ninguna de las que en el habla cotidiana designan a los genitales, ni tampoco ninguna de las que designan a la cópula.

La palabra más o menos deliberadamente omitida es la palabra Amor, en todas sus variantes, derivaciones y declinaciones.

No me ha costado mucho omitirla. Es que mis personajes, hasta donde yo los conozco, no andan en busca de Amor, no se enamoran, no aspiran a ninguna exclusividad, ni a la trascendencia.

Mis personajes están en manos del peor de los tiranos: el deseo. A menudo ni siquiera se trata del deseo de alguien singular y concreto, o de alguien ideal y abstracto. A menudo los mueve simplemente un deseo desenfrenado de fruición sexual.

Entiéndaseme: no están movidos por urgencias fisiológicas, sino simple y sencillamente por el deseo de fruición sexual. O por algo peor: por la peregrina idea de que hay algo, una especie de fruición de orden superior que es posible alcanzar por medio de la simple fruición sexual.

Hay algo que quieren mis personajes, pero no saben qué es. Tratan de volar y chocan contra el techo, contra su propio techo. Quedan del lado de acá. Ellos son prisioneros. Son capaces de ir sólo hasta donde se los permita esta condición suya de prisioneros.

Mis personajes no tienen pasado, o no tienen memoria, y no les interesa en absoluto el futuro. No les pesa para nada el mundo, no son ricos ni pobres, sabios ni ignorantes, pertenecen a esa dorada medianía de los profesionistas, los comerciantes, los rentistas, que tienen un buen pasar, que saben lo que creen que necesitan saber y que por consiguiente pueden entregarse a sus pequeñas obsesiones como si fueran la cosa más importante del mundo.

Mis mujeres no son coquetas, y mis hombres no son seductores. Sin distracciones de ninguna índole, sin disimulos y sin buscarse justificaciones, van como jauría detrás de una presa que no tiene intención de huir. No saben de reticencias, no tienen discurso, no necesitan explicarse ni exculparse, apenas se les oye decir las palabras indispensables en ciertas situaciones.

Son cínicos: creen que los que no participan de su obsesión no son sino hipócritas. Separan cuidadosamente su vida matrimonial –que a menudo la tienen, porque es necesaria- de la vida del deseo.

Son bichos urbanos, de grandes ciudades, necesitan del anonimato de la gran ciudad como coto de caza o como protección para su doble vida.

No los deprime el sexo, no saben de tristeza postcoital. Un nuevo cuerpo, un nuevo deseo, una nueva fruición lo que hacen es cargarlos de nueva energía, lanzarlos con renovados bríos y con renovada sensibilidad de predadores en busca de un nuevo vértigo.

Son bisexuales, a veces lo saben y a veces no. No es que sumen homosexualidad y heterosexualidad, son bisexuales, que es otra cosa.

A aquel o aquella con quien se lían en el frenesí lo tratan como a objeto sexual. Y no esperan de él o ella otro tratamiento. Presuponen que ese otro sabrá gozar de los caprichos a los que lo someta, y saben que a su vez ellos sabrán gozar de los caprichos del otro.

Están dispuestos a lo que sea con tal de avivar la hoguera en la que esperan quemarse hasta que no quede ni ceniza. Degradar o ser degradado, humillar o ser humillado, estar en manos del otro o viceversa, todo va a la misma cuenta, la de llevar la fruición al máximo grado posible, hasta que reviente y se convierta en otra cosa, a saber qué.

Su Biblia consta de una sola afirmación, en la que creen a pies juntillas: El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría. Aunque no tienen la menor idea de en qué podría consistir esa sabiduría.

Mis personajes repiten al infinito la misma escena. Eso no significa que sean idénticos o indiferenciables. Así serían si fuesen el puro producto de mi imaginación, porque la imaginación inevitablemente tiende a repetirse, pero no lo son.

¿De dónde los saco? De la gente con la que me cruzo, gente que no conozco pero de la que me impresiona algún rasgo, un gesto. Difícilmente invento un personaje a partir de gente que me es cercana, que conozco bien. Necesito más bien una apariencia que me sugiera cosas, una apariencia a llenar. Casi todos mis personajes son producto de esta observación de extraños, gente que sin que sepa yo bien por qué, me llama la atención.

Observo no sin perplejidad a mis personajes. ¿Cómo son tan obsesivos si yo no lo soy? ¿Cómo son tan cínicos si yo no lo soy? ¿Cómo son tan devotos de la sensualidad si yo no lo soy?

Porque es cierto que si uno es el titiritero, el que hace y deshace en ese mundo fantasmático, en realidad es el deseo de uno el que está en juego. Pero no es menos cierto –y aquí está la clave- que el deseo de uno es el deseo de todos, o dicho con otras palabras: que en uno residen todos los deseos posibles.

Si uno no pudiera ser el titular de todos los deseos, entonces la literatura no existiría, no existiría algo que mereciera llamarse literatura. Sólo habría autobiografías disimuladas. Esto y no otra cosa es lo que quiso decir Flaubert cuando decía “Madame Bovary soy yo”.

Así como desde su singularidad mis personajes repiten la misma escena, en mis novelas  vuelvo una y otra vez sobre mi tema, siempre desde un ángulo diferente porque siempre con personajes diferentes. Es que está en la naturaleza de cierto tipo de arte, sino del arte en sí mismo, refinar al infinito un mismo tema.

Parafraseando al genial autor de las Cien vistas del Monte Fuji, podría decir que de muchacho hice algunos intentos, a la edad de 50 había producido algunos relatos, aunque ninguno tuvo verdadero mérito hasta que llegué a los 60 años, cuando finalmente aprendí algo sobre la verdadera forma del abrazo erótico. Por lo tanto a los 80 años habré hecho ya ciertos progresos. A los 90 habré penetrado más en la esencia del arte erótico. A los 100 confío en haber llegado a un nivel excepcional, y a los 110 cada palabra, cada punto y cada coma de mis relatos poseerán vida propia.

El Fuji rojo, Katsushika Hokusai, c. 1826-1831 

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Leído en el Encuentro ALA LETRA: Literatura y Psicoanálisis
De la Escuela Freudiana de Montevideo
Noviembre, 2012

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