viernes, 8 de mayo de 2015

Ana Grynbaum -Dime-lo-que-callan, artilugio persecutorio –

Para Miguel Guerra

Recuerdo exactamente la fecha en que vi a mi amigo Miguel Guerra por última vez; no podía sospechar entonces que sería la postrera. Fue el 11 de noviembre de 2007, día en que mi hijo cumplía dos años. Miguelito, que estaba invitado al cumpleaños, llegó tarde. De hecho, ni se cruzó con los
invitados que se retiraron últimos y a mi hijo no lo vio despierto –a pesar de lo cual, Marce disfrutó largo tiempo el libro para baño que le trajo de regalo-.

Estuvimos charlando, riendo y tomando vino hasta tarde, casi como en los tiempos de estudiantes. Aprovechó la ocasión para devolverme el “Tratado de psiquiatría” de Henry Ey, que yo le había prestado años atrás para preparar su examen de psicopatología, y se lo venía reclamando desde hacía tiempo –con esa insistencia que me caracteriza y de la que él sabía mofarse con tanta razón y gracia-.

Cada vez que le pedía el libro se reía: “Ya te lo voy a devolver, en cuanto me acuerde de llevarlo a Montevideo”. No sé cuántos años llegó a vivir Miguel en Buenos Aires… Sí, era divertido y absurdo que se lo reclamara, porque ¿para qué podía yo querer el viejo tratado de psiquiatría?; yo, justamente yo, que de la psicopatología he abjurado tanto como puede hacerlo un ser humano razonable.

Pues bien, aquella noche volvió “El Ey” a casa. Y fue destinado, sin un segundo de apertura, a  las más remotas bibliotecas del altillo, en espera de quién sabe qué. Porque yo tenía la sensación –tan firme como vaga- de que algún día lo iba a necesitar. Lo más extraño de todo, es que ese día llegó, y fue ayer.

Cuando decidí “volver” al Ey, asombrosamente recordé con exactitud dónde estaba. Como era de prever, durante la larga espera a que lo había -involuntariamente- sometido, mi Ey -que incluso de nuevo no era sino una edición pirata, descartable, producida por el centro de estudiantes de psicología, que a los tres días de uso tenía ya casi todas las páginas sueltas- no sólo había amarilleado sino que también las cucarachas habían imprimido en él las marcas de un vasto festín.

De pronto, aquel manual, que para mí representaba a la odiosa institución psiquiátrica y todo lo que yo no iba a aprender, porque yo no iba a reproducir el orden social, que tuve que estudiar dos veces, porque mi adhesión a la antipsiquiatría –degustada mucho antes y en forma decisiva- me jugó en contra la primera vez que rendí el examen de psicopatología, aquel objeto ya no era tan sólo la edición berreta de un libro obligatorio en el currículum estudiantil. Sin embargo, mi sorpresa fue en aumento, porque más allá del aura de Miguel y las innobles picaduras de cucaracha, desde las páginas semi-sueltas y groseramente subrayadas por la adolescente tardía que fui, me saltó a la cara una verdad insospechada.

A partir de Tausk (no se pierdan mis próximas entradas) estaba yo escarbando en las conceptualizaciones sobre la “esquizofrenia” propias de una época en que los médicos del alma se ocupaban de tratar de “comprender” a sus pacientes antes de proceder a eliminar sus síntomas incorrectos. Casi veinte años después de la última vez que abrí el tratado, afortunadamente, era capaz de leer bajo una nueva luz aquellos mismos enunciados que tuve que repetir para ser aprobada. Sopesando algunas diferencias entre el estilo discursivo de la psiquiatría clásica y del psicoanálisis ortodoxo me encontraba cuando saltó la liebre.

Seguramente las heridas apenas cicatrizadas de este objeto-libro picado de viruela, humanizado, animalizado, vivo, impregnado del recuerdo de un muerto querido: historizado, hicieron posible el encuentro. La descripción exhaustiva, literaria, de la más pura cepa clínica que hace Henry Ey de ciertas vivencias humanas en su límite -como la de extrañeza, despersonalización e influencia-, me mostró lo evidente que sin embargo había permanecido invisible a mis ojos.

Por los extraños designios de La Escritura, venía yo siguiendo la pista de las máquinas que se confunden con el cuerpo humano, del lenguaje incrustado en la carne, en Kafka, en Lissardi, en Tausk… y de pronto, caigo en la cuenta de que yo misma escribí sobre esto, en el cuento “Dime-lo-que-callan” (“Un escritor acabado”, 2013).

Pues sí, la bola mágica de Carmela es un artilugio persecutorio, con el que ella “dialoga” en forma exclusiva y con el cual mantiene una relación particularísima: íntima, compleja, misteriosa y bizarramente erótica. Claro que en mi texto, producto del siglo XXI, la maquina prescinde de poleas, engranajes, palancas; ni un botón hay que tocar para que funcione…  Pero no me voy a poner a contar de nuevo el cuento que ya conté, ¡ni que fuéramos niños!, lo adjunto.




Dime-lo-que-Callan 


Carmela barría con fruición el patio de su casa de la calle Ebro cuando su escoba hizo rodar una pelotita transparente de unos cuatro centímetros de diámetro. La vio por casualidad. Su automatismo de barrido consistía en un puro accionar repetitivo cuyo goce le obnubilaba la vista y el juicio, pero detectó la esfera, como distinguiría un objeto de valor camuflado entre la mugre –así funcionamos en el ejercicio de nuestras profesiones-. El brillo de la bola no era de este mundo, aunque fuera transparente y pareciera llena de agua destilada. Carmela la guardó en el bolsillo de su delantal, con la idea de examinarla una vez finalizada la tarea. Pero se olvidó por completo de ella. 

Recién al día siguiente, cuando estaba quemando las hojas secas en el cordón de la vereda, se reencontró con la pelotita. En el momento que la vecina de al lado salía de su casa, Carmela se daba vuelta –estratégicamente- para no verla y evitar la ridícula mueca de su saludo para ella, la cual se conjugaba con el gesto adusto que la otra dejaba caer, cuando no tenía más remedio –¿a quién no le pasa?-. Entonces Carmela pensó: Es evidente que me detesta, aunque ignoro el motivo y nunca hice nada contra ella. Quisiera saber qué es lo que le pasa conmigo. Apenas enunciado dicho pensamiento algo vibró en su regazo. Introdujo la mano en el bolsillo del delantal y encontró la pelota que había recogido la víspera. Curiosamente, ahora no estaba vacía. En su interior aparecía escrita una frase. Para poder leerla Carmela se puso los lentes que le colgaban del cuello –la presbicia le había sobrevenido hacía ya más de una década-. A la manera de un telepronter, en negros caracteres de molde, perfectamente nítidos, ponía: TE ENVIDIA. El mensaje vibrante se mantuvo unos instantes y luego desapareció. 

- ¿Y esto? –exclamó Carmela- ¿Se referirá a la vecina? Si esta pelota cree que la tipa me envidia tendrá que decirme por qué. La esfera se agitó nuevamente, casi resbala de las manos sudorosas que la tenían. -TE ENVIDIA PORQUE VOS TENÉS UN BUEN PASAR, MIENTRAS QUE ELLA CUENTA LOS GRANOS DE ARROZ ANTES DE LLEVARLOS A LA BOCA. - ¡Ah! Yo siempre creí eso, pero no me gustaba pensarlo. Dicen que son justamente las personas envidiosas quienes se creen envidiadas por las demás. Pero si esta cosa lo afirma ya no es sólo asunto mío... ¿O será que dice lo que yo pienso? Mejor entro a casa y la interrogo sin correr el riesgo de que me vean. Y de que la escucharan. Como pasaba la mayor parte del día sin interlocutores, no siempre distinguía los momentos en que estaba pensando de los que hablaba en voz alta. 

Aunque Carmela le habló y le habló, formulando todo tipo de preguntas -qué número saldría a la quiniela, cuándo ascenderían a su hijo en el trabajo, cuánto le quedaba hasta que se jubilara el marido, etc.- la pelotita permaneció muda. Carmela volvió a colocarla en el bolsillo del delantal, que colgaba en la cocina, segura de que nadie metía la mano allí excepto ella –ciertamente, yo no lo haría-. 

Por más simple que Carmela fuera no dejó de preguntarse cómo había llegado ese cuerpo extraño a su patio, desde dónde, por qué; si lo habrían perdido o se habían deshecho de él intencionalmente o si acaso alguna entidad desconocida lo envió a su hogar, para ella o para el marido o para el hijo; y de haber sido dirigido hacia allí a propósito: con qué objetivo y por quién, etc. A lo largo de las muchas horas que solía destinar a los teleteatros, programas de chismes faranduleros e informativos, se abstraía dando vueltas en torno a la existencia del objeto esférico, y especialmente a la posibilidad de que volviera a decirle algo. Aunque no lograba avanzar en sus especulaciones no quiso compartir su hallazgo con nadie; es decir: ni con el marido ni con el hijo, únicos habitantes de su planeta-familia –actuó como uno de los nuestros, un intelecto libre-. Aquel asunto era demasiado especial como para ser revelado de cualquier manera. Carmela era consciente de saber pocas cosas, pero sabía que las personas tienden a convertir lo extraordinario en asuntos banales, a explicarlos falsa y rápidamente con tal de tranquilizarse. Porque la gente teme a lo desconocido por encima de todas las cosas. Créase o no, la doña siempre supo que algo sobrenatural habría de sucederle un día. En cierta forma lo estaba esperando –¡felices los que esperan!-. 

Además, si la esfera se volvía demoníaca, ya sabría Carmela cómo enfrentarla. Fácilmente podría reducirla a fuerza de escobazos. Y si no fuera suficiente, a baldazos de agua sucia con hipoclorito de sodio -que para algo lo compraba en bidones de cinco litros-. Bueno, la enfrentaría sólo en caso de necesidad, porque a lo mejor la criatura venía en son de paz, a brindarle un toque de distinción a su maquínica existencia de laburanta doméstica –a cada quien sus medallas-. 

Con esfuerzo logró dormir aquella noche, habitada como estaba por la intriga y una vaga pero fuerte inquietud –en absoluto desagradable-. Jesús, el marido, no se enteró de las dificultades de su mujer para conciliar el sueño. El diario trabajo pesado en el almacén de su propiedad –uno de los últimos sobrevivientes de esa especie en la ciudad-, conjugado con el litrito de vino casero con que regaba la cena, lo hacían caer redondo, como un angelito roncador –no bebía el vino al que accedemos nosotros, claro-. 

Tampoco Jesús, el hijo, habría de notar ninguna rareza en su madre. Le alcanzaba con tener la ropa limpia y la comida servida a tiempo. Porque él era un estudiante universitario, que ejercía funciones de oficinista; y seguiría haciéndolo, puesto que no avanzaba en su carrera –lo cual no constituía un problema-. Jesús hijo era exactamente lo que quería ser: un estudiante universitario. Ni él necesitaba recibirse, ni en la República de Hache hacía falta más profesionales. 

Cada uno de los Gómez vivía de tal modo ensimismado, fluyendo por el circuito de sus rutinas, que difícilmente podría notar algún cambio en la esfera de los otros. Convivían sin tensiones, como un puzzle cuyas piezas encajan perfectamente, a condición de que cada una ignore a las demás. 

Podrá pensarse que no es sencillo vivir entre Jesús padre y Jesús hijo, pero importa no malinterpretar dicha situación como un exceso de catolicismo. Los Gómez eran creyentes a la manera local. En Hache las “fes” del pasado persisten únicamente bajo la forma de rótulos, tan lejanos de las cosas que nombraron, como cáscaras vacías y resecas –dicho sea de paso, “Gómez” no es apellido con pasado, ni futuro-. 

En el contexto de sus indagaciones, Carmela adoptó la costumbre de masajear la pelotita. Dicha práctica le insumía un número creciente de horas diarias. A modo de amansa-locos la sobaba al tiempo que le hablaba y le hablaba, en pos de una respuesta que se resistía. Así le contó, en el tono épico que creyó adecuado, la decadencia de sus heroicos abuelos en el Viejo Mundo hambreado. El éxodo de sus padres al continente de civilización en ciernes. El error por el cual encallaron en Hache. Su nacimiento y crianza, tan prosaicos. El encuentro con Jesús Gómez como clienta del almacén y el simple procedimiento al cabo del cual surgió un nuevo Jesús Gómez en la familia. Y cuando ya no le quedó novela familiar con que aburrir al aparato, sacó a relucir todos los chismes que circulaban por el barrio, de los cuales recibía noticia en sus muy breves y superficiales, aunque fructíferos intercambios con las vecinas a la hora de los mandados. Pero la bola continuaba aferrada a su mutismo -¡cómo para no estarlo!-. 

A paso acelerado, el objeto redondo fue ocupando un lugar cada vez mayor y más relevante en la vida cotidiana de Carmela. Cual mascota de peluche la acompañaba desde las entrañas de su delantal mientras hacía las tareas domésticas y también oficiaba como interlocutor de las novedades de la vecindad y la pantalla. Pero las ficciones no se sostienen sin algún tipo de asidero en el mundo: al cabo de unos días, la ausencia de respuesta por parte de la esfera hizo que Carmela se fuera desentendiendo de ella. Ya no la sacó del bolsillo y terminó por olvidarla nuevamente –increíble ¿no?-. 

Pasaron varias semanas antes de que la bola volviera a la palestra. Un domingo durante el almuerzo Carmela notó que su hijo estaba como ausente y tenía muy mala cara. Sus rasgos se habían alargado y afilado y los ojos, de natural amarillentos, brillaban en una forma indescifrable. Si bien no le pareció que el momento fuera propicio para hablarle, no pudo evitar preguntarse qué le estaría pasando. Entonces, desde su regazo, aquello se puso en movimiento. Carmela corrió a la cocina para traer el postre, aunque nadie había terminado aún el primer plato. 

- SE MUERE POR COGER. - ¿A quién? - A LA HIJA DE JEREZANO. -¿Quién? 
-EL MECÁNICO. - ¿Qué mecánico? - EL DE TU CUADRA. - ¡No! ¡No puede ser! La pelota no estaba hecha para discutir, se limitó a retomar su forma ingenua. Carmela volvió a la mesa más excitada que Jesús junior. Pensó: Ésta es una buena oportunidad para comprobar si la bola dice la verdad o miente. Y dedicó el resto del día a espiar a su vástago, quien efectivamente anduvo a la caza y a la pesca de la vecinita de enfrente. Luego lo perdió de vista y por más que exigía a la bolita aclararle si el joven se encontraba con la chirusa del mecánico, ésta se negaba a soltar prenda. Tal vez la doña no le hablaba en buen tono; estaba muy irritada. O quizá el artilugio sólo trataba acerca de personas que estaban presentes –ya veremos-. 

Carmela guardaba siempre la pelotita en su delantal, no sólo porque lo usaba ella en exclusiva, sino también porque lo vestía todos los días. Si uno evoca a esta señora, la ve con su delantal, como dentro de su túnica está la enfermera. Tenía una relación con esa prenda más íntima que si fuera una bombacha. Como una segunda piel que la definía en su personalidad al tiempo que la protegía contra las impudicias del universo. En lo profundo del bolsillo de Carmela la pelota estaba a salvo de extravíos y además pasaba desapercibida. Si bien tenía varios delantales, sólo con uno de ellos estaba a sus anchas. Éste disponía de un peto amplio y estaba confeccionado en una tela celeste grisácea estampada con grandes cuadros y flores que se mezclaban. Llevaba, a modo de puntillas, unos grandes volados, como alas, que recorrían las tiras que lo sostenían del cuello, convirtiendo a su dueña en una especie de hada –maciza pero voladora-. Cuando lavaba el delantal, lo colgaba antes de acostarse para descolgarlo ya seco por la mañana. En tales oportunidades escondía la esfera en una latita de té chino vacía, que adornaba el aparador de la cocina. Y ello por coquetería, embarcada en la ilusión de tener algo para esconder en un lugar secreto. El recinto de la cocina le era tan privado que podría haber dejado el objeto sobre la mesa al descubierto y nadie lo habría visto. Carmela era ama de casa profesional, una especie supuestamente en vías de extinción, pero que en Hache cuenta con un número elevado de ejemplares, que se reproducen con total naturalidad, a contramano de todos los cambios en los discursos sobre género y lifestyles de la actualidad. 

Sin embargo, aunque Carmela acostumbraba vestir aquel delantal a diario, y a pesar de lo enfrascado que cada miembro de la familia estuviera en sus propios asuntos, terminó llamando la atención de los jesuses el hecho de que ahora llevara puesto el delantal a sol y sombra, cada bendito día de su vida. Mucho, aunque cariñosamente, le tomaron el pelo por su nueva “maña”, aunque jamás imaginaron el verdadero motivo de tan bizarra adopción. Por otra parte, no abundaban las ocasiones en que la doña debiera prescindir del atuendo doméstico. Carecía de amigos y le quedaban pocos parientes vivos, casi no iba a velorios ni a bautismos. Cuando falleció la tía de su marido era invierno, al velatorio llevó puesto el delantal bajo el tapado –la gente del pueblo no es como nosotros, pero aun así exageraba-. 

Fue justamente en el velorio de la susodicha cuando Carmela encontró la oportunidad de experimentar a discreción las posibilidades de la esfera mágica, con la ayuda involuntaria de los allí presentes. Apostada estratégicamente en primera fila ante el cajón abierto, a la vista del rostro de la anciana –maquillada como nunca lo estuvo en vida-  se abocó, sin pausa ni prisa, a probar el funcionamiento de su objeto. 

Lo primero que le vino a la mente fue preguntar el monto de la jubilación del flamante viudo –ex-gerente bancario- pero nada le fue respondido. Quiso luego saber con quién cometía adulterio la hija de la finada, y otras cuestiones por el estilo, con igual resultado negativo. De pronto notó que la nieta de la occisa y sus amigas la miraban entre risas y no pudo evitar preguntarse por qué. Entonces la vibración del aparato la hizo correr al baño –no sabía cuánto tiempo la esperaría y no quería averiguarlo a riesgo de perder el mensaje-: LOS LAZOS DE TU DELANTAL SOBRESALEN DEL TAPADO. En efecto, ellos la estaban delatando. Tras acomodarse la ropa volvió al ruedo. 

Tanto le da que yo sea consciente o no de mis dudas. Lo que hace es contarme lo que las personas están pensando. Continuó investigando, enunció para sus adentros: ¿Qué opinión tiene de mí el hombre aquel que está parado junto a la puerta? La pelota: nada. Claro, no puede tener ninguna opinión porque no me conoce. Carmela se daba cuenta que debía precisar el modo en que formulaba sus preguntas, si quería obtener alguna respuesta, pero la presencia de toda aquella gente –aunque no superaba la docena- la ponía tan ansiosa que se apuraba y pensaba mal. Además, las personas iban y venían, no le daban tiempo a expresarse en forma adecuada. No estaba acostumbrada a tanto movimiento ni a tener que enunciar ideas con precisión –y no, claro-. 

Apostando a lo seguro, porque Jesús padre no se iría sin ella, pidió: quiero saber qué es lo que está pensando mi marido en este momento. Cero bola. ¿Será verdad que tiene el cerebro vacío? Aún sin estar cultivada Carmela no dejaba de ser astuta, y creativa –de a ratos-. Además contaba con todo el tiempo necesario para seguir las ocurrencias que le venían a la mente e ir conociendo, a ensayo y error, el funcionamiento de su fetiche. Especialmente en ese compás de espera marcado por la despedida de aquella muerta, cuyo cadáver no le producía mayor ni menor emoción que el ser que lo había animado. Carmela se entregó a los goces de la elucubración hasta llegar al feliz brote de una idea: Ahá, ya entendí. Este artefacto sólo me comunica lo que otras personas piensan de mí y callan. Ideas silenciadas a la fuerza. ¿Por qué motivos? En algunos casos por conveniencia, en otros por comodidad, miedo, respeto, voluntad de evitar problemas, deseo de generar problemas, etc. Pero la esfera revela lo que se acalla ¿por cualquier razón o según razones determinadas? Si fuera selectiva, resultaría imposible descubrir a qué causas adhiere y cuáles abandona... –pero no aceleremos demasiado-. Si bien las capacidades enunciativas de Carmela progresaban con el ejercicio, no superaban ciertos límites naturales que la cultura pone a sus criaturas.

Con el llanto de su cuñada como música de fondo, probó si la bola servía para conocer el pensamiento oculto de personas que no estuvieran de cuerpo presentes. Evocó al viejo que vivía en la esquina de su casa –Ebro casi República- quien después de veinte años de afectada cortesía le retiró el saludo de un día para el otro. Nunca pudo enterarse qué bicho lo había picado. Ahora formuló para sus adentros la pregunta, ansiosa no por saber del viejo sino de la bola. Y lo logró, la pelota se encabritó y Carmela corrió al baño: - LA CUÑADA DE LA CHELA, QUE VIVE EN LA OTRA CUADRA DE TU CASA, LE DIJO AL VIEJO, QUE VOS DECÍAS QUE ERA UN VIEJO TRUCHO Y AMARRETE, PORQUE TENIENDO BRUTA PENSIÓN POR INVALIDEZ SE CAMINABA TODA LA FERIA LEVANTANDO EL REQUECHE. - ¡Pero yo no lo dije! - ESO FUE LO QUE LA VIEJA LE CONTÓ A ÉL. -¿Por qué? – DE MALA GENTE QUE ES. - Ah, muchas gracias. Vuelvo a comprobar que hacés aclaraciones. Y además te referís a personas que no están presentes. Pero ya estaba hablando sola nuevamente. La comunicación que podía entablar con el objeto mágico era acotada –nosotros, en cambio...-. 

Carmela continuó sopesando los poderes de la pelotita mientras caminaba por los trillos de pedregullo del cementerio. Y al caer el ataúd en la fosa se le ocurrió inquirir los pensamientos de un muerto. Por qué no empezar justamente con esa tía política recién depositada en las profundidades. La tierra la cubría ya casi por completo cuando una formulación apareció en su mente: ¿Estaba de acuerdo con que Jesús se casara conmigo? Sin respuesta. Capaz que la vieja nunca pensó en eso. A ver... Seguro que mi difunta suegra sí lo pensó. Y Carmela repitió la pregunta, pero no obtuvo contestación. Se ve que con los muertos no se mete. No se dio cuenta que había omitido cambiar el sujeto de la interrogación. 

Nunca hubiera pensado Carmela que le preocupara tanto la opinión ajena. Pero, en verdad ¿cuánto le importaba? ¿Acaso las ideas inconfesables que nos formamos de los otros pueden volverse tan relevantes por sí mismas? Más bien se trataba de un juego, bastante macabro, al que se prestaba porque el objeto redondo la inducía a una suerte de vicio: la pasión por conocer ciertos núcleos de las mentes ajenas. Carmela se preguntaba a dónde la conduciría su imaginación así conectada al artefacto. ¿Cambiaría su vida? Pero su existencia había dado un vuelco en el instante mismo que encontró la pelotita. Carmela prefirió no seguir pensando en eso. Temía quedarse sin ella; no le sería fácil abandonar su recién conquistada sensación de voluptuosidad y poder –cuestión por demás comprensible-. 

Durante aquellas largas tardes que transcurría en soledad Carmela seguía experimentando con el artilugio encantado. En cierta ocasión se le dio por formular una pregunta en voz alta, pero el talismán sólo contestó cuando la repitió para sus adentros. Descartaba de plano averiguar si aquello respondía a cualquiera que lo tomara o el servicio le estaba destinado a ella exclusivamente. No se arriesgaría a probar si funcionaba con testigos. Decididamente se rehusaba a compartir aquel hallazgo. Por primera vez en la vida Carmela tenía algo realmente importante, que era suyo y de nadie más. Le había caído en suerte una cosa original y única. A no ser que cada persona tuviera oculta su propia bola mágica... No, qué tontería –sí, qué tontería-. 

Por momentos sospechaba que la pelota revelaba pensamientos cuyos autores, aun desconociéndolos, de buena gana le espetarían a Carmela misma. Tal vez fueron demasiadas las horas que dedicó a las cosas que sus conocidos intencionalmente mantenían secretas. Por menos vínculos que se cultiven, por más bajo perfil que se tenga, siempre hay una legión de gente que no nos dice precisamente lo que en tono más feroz arrojaría a nuestra cara... si no hubiera algún freno por medio. Carmela fue llegando a niveles de perfección creciente en el manejo de aquel objeto, adquiriendo un quantum de información que normalmente sólo se obtiene por derroteros menos misteriosos. “Dime-lo-que-callan” apodó a su esfera, puesto que en arrebatos de ansiedad le pedía: -¡Dime lo que callan, dime lo que callan! Cuando Carmela se ponía solemne recurría al español de sus ancestros. 

La bola llegó a ejercer un verdadero poder tiránico sobre la vida de la doña, especialmente en su tiempo libre –campo que se fue extendiendo para cubrirse de maleza-. Llegó al punto de consultarla a cada momento. Dialogar con su oráculo personal se convirtió en el gran hobby de esta mujer. Buscando tema de conversación, tuvo que tomar en cuenta a gente respecto de la cual no sentía la menor curiosidad. Por otra parte, si bien la pelota le hablaba sólo a ella, la expresión involuntaria del cuerpo de Carmela, y especialmente el rostro, podía delatar su inusual estado de conocimiento. De hecho, a pesar del temperamento entre pacífico e indolente que la caracterizaba, ya estaba molesta con un pueblo por las cosas que se atrevían a pensar. Y temía desbordarse en la ocasión más inopinada –atisbo de sensatez-. 

En lugar de cumplir sus rutinas tan anodinamente como siempre, ahora calculaba la hora para visitar tal o cual comercio, a los efectos de encontrarse con fulano y mengano o evitar a zutano y perengano. Caminar las dos cuadras que la separaban de la carnicería, de ser un automatismo se convirtió en una tortura. No solamente porque había descubierto que el carnicero se hacía la cabeza con sus voluminosas tetas, ni porque fantaseara con rebanárselas mediante la sierra eléctrica. Empezó a temer que el verdulero deseara embutirle naranjas por los orificios de su cuerpo o que el panadero pretendiera amasarla como a un enorme y lechoso pan de campo. Carmela no podía dejar de consultar las inconfesables intenciones de la gente con que se cruzaba. Su andar se volvió esquivo y vacilante, las vocalizaciones que lograba articular en voz alta rozaban el filo de la tartamudez. Los otros se darían cuenta que ella ya no era dueña de sí, que estaba profundamente afectada por algo. A lo largo del circuito de los mandados, a cada paso dudaba si seguir adelante o volver a casa. En ocasiones caminaba alternativamente en uno y otro sentido, girando abruptamente, como desorientada por una grave enfermedad. A su vez, estos devaneos de su comportamiento generaban suspicacias en el vecindario, comentarios maliciosos acerca de los cuales Carmela tomaba nota, y volvían su bruma más densa. Progresivamente fue recluyéndose en su casa. Se declaró enferma y pedía por teléfono lo que necesitaba comprar para que se lo entregaran a domicilio. La cantidad de personas con que interactuaba se redujo, pero el problema básico se mantuvo en pie, al firme. Porque Carmela tenía el poder de saber lo que pensaba –mal- de ella también la gente a quien no veía... Y su reclusión incrementaba las especulaciones del barrio –un barrio de su clase-. 

Previsiblemente, el círculo familiar también se vio amenazado. Pasó una semana sin hablarle al marido y a punto estuvo de mandarlo a dormir al sofá cuando se enteró cómo deseaba a casi todas las mujeres que veía. Logró calmarse y razonar que en los hechos el hombre le era fiel -si es que “fidelidad” resulta el nombre apropiado para su falta de iniciativa-. Además: ¿cómo podría condenarlo sumariamente sin revelar sus fundamentos? En verdad, la que realmente tenía algo para ocultar, la que engañaba y escondía algo precioso, reservado exclusivamente para sí, era Carmela. 

Por angustia adelgazó unos cuantos kilos, cosa que no le sentó nada mal, aunque generó nuevos pensamientos indecibles en la mente de sus conocidos. Pero ella, a pesar de todo, no podía abandonar la bola mágica, aunque esa idea la acosaba cada vez con mayor frecuencia, porque no deseaba hacerlo. Su pasión se había vuelto un vicio, o una adicción –como se estila decir-, pero aun así la cultivaba y no estaba dispuesta a compartirla con nadie, ni siquiera para hablar de ella –pero nosotros no necesitamos de su confesión-. 

¿Cuál fue la verdadera razón de que Carmela no compartiera nunca el hallazgo siquiera con los jesuses? Tenía un impedimento más profundo que la invisible e impalpable barrera, sólida como una ideología, que los separaba y los unía, como la huevera a los huevos. Aquel objeto especial se había vuelto para ella el centro de un erotismo oscuro que para subsistir debía permanecer en las tinieblas, como el talismán en el jardín secreto: fuera de su recinto especial se volvería una piedra ordinaria, simple trozo de materia. Aún si la pelotita funcionaba también lejos de Carmela –de lo cual no tenía certeza- ya nada sería igual. Al caer en las manos de la gente, se volvería una mera cosa –nosotros, los que sabemos, no tallamos en su estrecha mente-. 

La esfera escribiente le daba a Carmela un reducto donde acariciar su clítoris simbólico con fruición. En lo más íntimo de sí, sólo la bola tenía cabida, porque esa intimidad nació a partir de su hallazgo. A discreción se regodeaba en el padecimiento que, a modo de escozor, le producían los nombres y epítetos que otros inventaban para ella. Gozando, a sabiendas que su existencia no pasaba desapercibida. 

Ahora estaba en diálogo con el mundo. A la opinión callada de los demás, oponía la verdad impúdica, y no menos soterrada, de su bola mágica. O mejor dicho: de la pareja inigualable que ambas formaban. Rodando por un campo minado, porque ese universo podía estallar en cualquier momento y sin previo aviso. Así como había llegado, la pelota podía desaparecer, ejerciendo nuevamente su magno poder de hacer que ya nada fuese lo que era. Un volcán a punto de erupcionar había surgido entre los pies de Carmela. Y ella descuidadamente apoyaba el culo sobre aquella boca a punto de vomitar lava caliente. 

La excitación con que vivía era gigantesca y perturbadora, duraba más allá de sus encierros con la bolita, se manifestaba muy especialmente en los lapsos que transcurrían entre uno y otro encuentro, ahora convertidos en lúbrica espera. Saber que la cosa existía, que era suya, entera y exclusivamente para ella, la mantenía en una pulsación casi permanente, suerte de hiperconciencia de la vida en sus aspectos más candentes. Despierta, al acecho.  

Jesús y Jesús acusaron recibo de que Carmela estaba desatendiendo las tareas domésticas. Y aunque ni el padre ni el hijo dieran señales de apreciar su trabajo en los tiempos que todo brillaba y olía a desinfectante, sí les preocupó ahora que la doña no estuviese haciendo lo que debía. Creyeron que los rumores de que estaba gravemente enferma podían ser ciertos. Pero, dado que ella juraba encontrarse perfectamente bien, amparándose en los argumentos al uso sobre la psicología femenina, concluyeron que debía estar atravesando la crisis de la menopausia. Imaginaron que enfrentar dicha crisis sería algo así como resistir a un fuerte temporal, cómodamente apoltronada bajo el techo de su hogar. Y la dejaron por esa. Alcanzaba con ser tolerantes, puesto que se trataba de un estado pasajero, al cabo del cual todo volvería a la normalidad –según ellos-. 

Entre tanto, Jesús hijo se había ennoviado con la vecinita de enfrente. El momento de las presentaciones formales se materializó un domingo –aunque las familias se conocían hacía décadas-. Los Jerezano invitaron a los Gómez a comer un asado. Las dos familias se reunieron en el patio, junto al parrillero, bajo el parral, en torno a una gran mesa de material. Cuando el calor de la parrilla estuvo suficientemente combinado con el del vino, Carmela, que esta vez llevaba el delantal por debajo de su amplio vestido –a modo de enagua- buscó un lugar adecuado para escuchar algo más honesto que las tonteras pronunciadas a su alrededor. Como transportada por la belleza de los vegetales que poblaban el huerto, se fue alejando hacia el fondo del terreno. Entró al galpón y levantándose la falda, sacó la esfera. Ya la acariciaba frenética cuando notó la presencia del hermano de su consuegro a un par de metros, claveteando unas maderas. Carmela sabía que el muchacho tenía un severo retraso que lo volvía apto sólo para tareas manuales y mecánicas. No hablaba y su falta de urbanismo hacía que lo dejaran fuera de las instancias familiares. Despreocupadamente se abocó a consultar las intenciones de aquellos cuyas voces resonaban como un coro de gallinas adobadas con vino berreta. De pronto levantó la vista y se encontró con los ojos enormes y redondos del muchachote fijos en ella. Un hilito de baba le fluía por la comisura izquierda de su boca amplia, poblada de labios rojos y carnosos, para perderse en la espesa barba negra. Más abajo asomaba un pecho bien formado, hirsuto, como abriéndose paso ente los jirones de lo que fue una camisa. No pudo evitar encontrarlo terriblemente varonil, pese a todo. Sus brazos esculpidos por el trabajo se mostraban desnudos y enervados. Aunque le faltara inteligencia, tenía un cuerpo majestuoso, tan grande como bien proporcionado. El tipo había detenido su labor para contemplarla. Inconscientemente se preguntó si él encontraba algún atractivo en ella. –SÍ. -¿Qué piensa? – TE QUIERE EXPRIMIR LAS TETAS. Carmela recorrió con la vista las manazas callosas del hombre. -¿Y qué más? - ¿HACE FALTA QUE YO TE LO DIGA? ACABA DE SACAR SU ENORME PENE HEDIONDO CON LA FIRME INTENCIÓN DE CLAVARLO EN TU VAGINA. 

Carmela apenas atinó a colocar la bola en un cajón con piñas. El gigantón se le venía encima blandiendo, liberado del pantalón, aquel monstruoso aparato que la naturaleza le había prodigado. Se abalanzó sobre la mujer, acorralándola contra la pared –que soltaba polvillo- al tiempo que sus manotas levantaban las polleras en busca del agujero encantado. Ella empezó a forcejear, pero sus movimientos antes favorecían que impedían el asalto de la bestia. Su resistencia aumentaba la presión de aquel cuerpo. Se aflojó. De pronto la esfera comenzó a saltar entre las piñas. Carmela no sabía lo que quería, pero tampoco pudo consultar la respuesta que su compañera le daba –ni tomar nota de que el artefacto también hablaba de los deseos que uno no se confiesa a sí mismo, como si fueran ajenos-. Aquellas manos bien podían estrangularla si la emprendían contra su cuello. Antes que se hiciera demasiado tarde para lo que fuera, desde lo profundo del miedo, sacó un grito atronador. El bruto se retiró al instante, metiéndose en el rincón de las maderas, como un animal asustado. Carmela regresó la bola a su escondite. Volvió a gritar: –¡Un ratón, un ratón! al tiempo que salía de la cueva del oso para volver a la mesa del festín, como si nada; e incluso feliz: seguía siendo dueña de la bola mágica, sin haber perdido el dominio de sus carnes, superabundantes y añosas, pero deseables –sin comentario-. 

Recién a la mañana siguiente comprendió que su pasión por la verdad revelada, bajo la forma de ese alien que había ido creciendo hasta ponerla contra las cuerdas, había rebasado el punto de lo aceptable. Sentados a la mesa para tomar el desayuno, primero el hijo y luego –advertido por éste- también el padre, vieron la señal. E inmediatamente supieron que algo gravísimo estaba sucediendo. Hasta hacía poco Carmela protagonizaba cotidianamente episodios de una verdadera cruzada contra la mugre, pero siempre manteniéndose impoluta en cuerpo e indumentaria. Heroína doméstica impecable durante las casi tres décadas de su matrimonio, ahora aparecía, ante los ojos de su público privilegiado, atravesada por una mancha de suciedad. Grande y oscura, en el centro mismo del peto de su delantal, amenazaba con agigantarse o multiplicarse en nuevos desafueros. Mácula que venía a oscurecer el azul celeste de su prenda metonímica, como una alimaña tenebrosa; irrefutable declaración de culpa que ponía en cuestión la conducta de Carmela. 

Carraspeando, esquiva la mirada, los jesuses señalaron la evidencia, con un derroche de elementos expresivos mudos que desnudaba su falta de operatividad lingüística. La tez blanquecina casi transparente de Carmela adquirió en el rostro todos los colores de la turbación. Abandonando el café con leche corrió a la cocina, descartó la esfera diabólica en su lata de té y salió al patio, donde estacionó ante la pileta de lavar ropa. Con alma y vida, se puso a fregar el delantal, en medio de una lucha contra los mil demonios. Entre embestida y embestida pensaba la manera de deshacerse de la pelota, cuanto antes y de la forma más discreta. Los nudillos llegaron a sangrar sin que la mancha desapareciera. La prenda terminó su gloria en el tacho de la basura, en compañía de la lata de té chino –por las dudas-. Con esto se confirmó que la bola ya no tenía lugar en la vida de Carmela –para manejar una cosa como ésta, hay que ser capaz de poner distancia-. 

Apenas el marido y el hijo se hubieron marchado, abrió la puerta de su casa, traspuso el jardincito con piso de portland del frente y caminó a paso firme las quince cuadras que la separaban del Arroyo Espantoso -límite más político que geográfico entre la ciudad de Hache y el resto del país; esa zona amplia conocida por algunos como El Interior y por otros como El Afuera-. En los márgenes de ese arroyo contaminado por los desperdicios de la urbe, tratando de que su acción pasara desapercibida ante los ojos de los lúmpenes que circulaban, envolvió el cuerpo esférico en lodo, y como jugando a tirar bolas de barro, lo arrojó con fuerza al corazón del Espantoso. Tiró dos o tres bolas de barro más, para disimular, y luego regresó al hogar entre corriendo y volando, llevada por la sensación de libertad que la pérdida del objeto perturbador le proporcionaba. No poco temerosa de que algún desclasado pretendiera cerrarle el paso, o que alguna bandita de chatarreros la persiguiera con un fierro herrumbrado. 

Ya sana y salva en el hogar, comenzó a entregarse al olvido del artilugio que durante un tiempo más intenso que largo fuera el centro de su existencia. Si bien no podía 
desconocer todos los ocultos pensamientos y sentimientos que había averiguado en los otros, fue de a poco perdiendo la obsesión de preguntarse por todo aquello que no le decían ni le dirían nunca. Y a modo de consuelo, se puso a considerar las aristas positivas que el silencio, aun rayando en la falta de sinceridad, otorga a la vida de relación. Incluso tuvo un período de reconciliación con algunas personas cuyas profundas intenciones había arteramente arrancado del secreto. Se dedicó a barajar posibles –e improbables- razones morales y humanitarias para los pensamientos agraviantes. Fue tomando distancia de los horrores conocidos, dedicándose a rellenar, con la cháchara proveniente del oráculo televisivo, las grietas abiertas bajo sus pies por el paso del elemento sobrenatural. Afortunadamente, la rutina doméstica le dejaba siempre tiempo para la fantasía –esa gente, a diferencia de nosotros, prefiere fantasear antes que conocer-. 

Aunque se había alivianado la cabeza, con frecuencia echaba de menos aquel objeto. La superficie lisa y pulida, su brillo perfecto. Los caracteres nítidos poblando su interior maravilloso. El poder de saber lo imposible. Y más allá, el goce de los momentos que pasaban juntas. Algunas tardes Carmela se iba en lágrimas acariciando el vacío entre sus dedos, un vacío esférico. 

Una noche Carmela y su familia se encontraban mirando el informativo cuando de pronto la vio en primer plano sobre la pantalla. Sin embargo... ¿sería Ella o una de ellas? ¿Cómo saberlo? Perfectamente podría ser ella misma. En nada se diferenciaba la imagen televisada. La esfera yacía sobre un escritorio, quieta y vacía, tan modosita. Los ojos se le llenaron de lágrimas que añoraban los pretéritos tiempos de la frotación intensa. La intimidad que no había tenido nunca con nadie ni con nada, aparte de ella. 

La televisión impuso otra realidad: en las riberas del Arroyo Espantoso, un lumpen había matado a otro “instado” por el talismán. Y estaba a punto de apuñalar a su mujer con un cuchillo de cocina cuando la policía llegó al domicilio. La informativista dijo someramente que “aquello” transmitía los pensamientos ocultos de otras personas. 

El televisor informó que el misterioso objeto se encuentra ahora en manos de expertos del Ministerio de Seguridad, quienes se hallan investigando sus posibilidades con el propósito de utilizarlo como detector de mentiras –fue lo que sugerimos: para despistar-. 

Apenas la tele pasó a ocuparse de otro asesinato, Carmela salió disparada en dirección a la cocina. Pero tanta ansiedad le producía recibir noticias de la pelotita que sin darse cuenta siguió hablando en voz alta. - No debí haberla tirado. ¡Qué será de ella ahora! ¡En qué corrupciones será empleada! No les importaría hacerla trizas con tal de sacarle jugo. Y yo que no puedo reclamarla. No tengo pruebas de que sea mía. A no ser que muestre conocer su funcionamiento... Pero me pondría en evidencia inútilmente, no me la darían. Además podrían vincularme con el homicidio y quién sabe qué otros desastres. No era el Espantoso un buen lugar para abandonarla. Y ni siquiera tengo la certeza de que sea verdaderamente Ella o sólo una de ellas... 

Jesús y Jesús comentaron sorprendidos la locuacidad de Carmela, aunque no distinguían sus palabras, que se camuflaban tras el chorro de la canilla. Nunca antes fueron aquellos platos fregados con tanto ímpetu. En cuanto a la esfera, inútil que esa mujer se preocupe. Ahora cayó en buenas manos. Nosotros -¿cómo que quiénes somos “nosotros”? ¡Nosotros!- podemos hacerla funcionar al más alto nivel, como queda demostrado con la historia de Carmela, que hemos reconstruido para ustedes en sus más nimios detalles. Y recién estamos iniciando los experimentos. 

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