jueves, 28 de septiembre de 2017

Ana Grynbaum - Un Sherlock Holmes post-psicoanalítico -

Me puse a mirar la película “Mr. Holmes” sólo como actividad de mi grupo familiar, suelo desconfiar de las obras que retoman personajes famosos, a menudo no hacen más que aprovecharse de su éxito. Sin embargo “Mr. Holmes” (Bill Condon, 2015) tras el bello paisaje de la campiña inglesa realiza una operación interesante  y riesgosa que consigue insuflar un espíritu nuevo al más flemático de los flemáticos ingleses.

En 1947, Sherlock Holmes, de 93 años, se retira al campo junto con su ama de llaves y el hijo de ésta. Entre el viejo y el niño se entabla una amistad que florece sobre la falta de padre del niño (que murió en la guerra) y la falta de hijo de Sherlock (que nunca formó una familia). Entrando en la demencia la memoria de Sherlock va siendo progresivamente tomada por el olvido, pero él, de todos modos, se empeña en escribir su último caso. Para ello deberá reescribir la versión establecida por Watson.

Este Sherlock que no usa gorra de cazador ni fuma en pipa se propone, a modo de testamento, como el último fruto de su lucha contra la muerte que lo está cercando, establecer su propia versión de sí mismo. Las historias escritas por Watson han dejado una imagen tan perfecta que él no puede reconocerse en ella. Pero, sobre todo, Sherlock necesita interrogarse acerca de la forma de contar la verdad tomando en cuenta los efectos que ésta genera en la vida de las personas. El anciano ha devenido sabio en materia de humanidad. El acartonado personaje de Conan Doyle es revertido como un guante.

Para este Sherlock en el límite de la vida, la verdad se convierte en algo mucho más complejo que un mero puzzle de piezas que con el engrudo de la inteligencia encajan a la perfección. Al borde de la historia de su vida, el investigador descubre que lo esencial de la verdad de los hechos es el sentido que cobra para sus protagonistas. El investigador debe hacerse cargo de las consecuencias de las verdades que descubre. Antes de retirarse al campo, a partir de una curiosa invitación, Holmes viaja a Japón. Las escenas que tienen lugar en un Japón ocupado, e incluso en un bosque devastado de Hiroshima, dan cuenta de esta necesidad de responsabilidad.

En su casita de la campiña Holmes se esfuerza trabajosamente por recordar los detalles de su último caso, que tuvo lugar varias décadas atrás, y del que le llegan interrogantes que lo acosan con la fuerza de la mala conciencia. Ahora la búsqueda no es a través de meros indicios materiales sino en el terreno nebuloso de una subjetividad afectada por la demencia. El enemigo ya no es Moriarty, sino la enfermedad mortal que va apagando lenta y tortuosamente aquello que constituye el corazón de su personaje: la brillantez mental.

Investigando entre los resquicios de su memoria Holmes comprende que la verdad se presenta a través de una narrativa. Y que la forma de comunicación de dicha narrativa depende de una decisión personal. Ya no estamos en los positivistas tiempos del Sherlock decimonónico, cuando se tenía fe en una verdad única e independiente que respondía a un orden incuestionable. Si el siglo XX fue el siglo del psicoanálisis, el siglo XXI probablemente sea el siglo del post-psicoanálisis. Hay cuestiones que no pueden obviarse.

A pesar de los quebrantos de salud que sufre, este Holmes demasiado humano, finalmente llega a descubrir algo que no supo ver a tiempo: su amor por una mujer a la cual presentarle la verdad de ciertos hechos precipitó en la muerte. Sherlock llega a la conclusión de que sólo la declaración de su amor pudo haberla salvado, pero por entonces él no estaba en condiciones ni siquiera de confesárselo a sí mismo...

Hattie Morahan y Ian McKellen  en una escena de Mr Holmes

La vida le ofrece a Holmes la posibilidad de reparar de alguna manera los pecados del pasado, para lo que debe luchar contra el estado de su memoria, llena de agujeros cuyo contenido original resulta imposible de recuperar. El héroe senil ya casi no tiene memoria, pero tiene cultura. Así es que Sherlock escribe una carta a su anfitrión japonés, contándole pormenorizadamente el encuentro que habría tenido con su padre muchos años atrás. Por supuesto que no guarda el más pálido recuerdo del señor Umezaki padre, a quien pudo haber conocido o no, pero no es eso lo que importa. El narrador compensa la falta real de datos con detalles plausibles y cuidadosamente colocados, de lo que se trata es de realizar una narrativa que cumpla con su función.

El señor Umezaki hijo necesita un relato que se extienda como un puente por encima del traumático abandono de su padre cuando él era un niño, abandono que también habría de quebrar definitivamente a su madre. El relato del supuesto encuentro entre Holmes y el señor Umezaki padre le brinda al hijo una suerte de explicación. En nada cambia la realidad objetiva de los hechos, pero permite establecerlos, aceptarlos y pasar a otra cosa: desanclar el pasado y que la vida fluya. La mentira deliberada, o ficción, es como una mano que rescata del abismo.

En “Mr. Holmes” la lucha entre el bien y el mal se entabla sólo entre las abejas y las avispas. Los demonios que acicatean al sujeto post-psicoanalítico son de naturaleza ubicua, se encuentran mucho más acá del bien y del mal, representan a sus deseos y a la conciencia del peso de sus actos.

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Sobre las relaciones entre literatura psicoanalítica y detectivesca ver entrada del 27 de noviembre de 2015.

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