jueves, 19 de octubre de 2017

Ercole Lissardi - SHUNGA: LA COMPOSTURA Y EL DESENFRENO -

Está más allá de mis posibilidades –actuales, al  menos- discursear con un mínimo de autoridad acerca de las estampas eróticas del Mundo Flotante (Ukiyo-e). El sentido de la moderación –al que siempre que puedo me atengo- me aconseja no intentarlo. Desgraciadamente también está fuera de mis posibilidades ocuparme de estas maravillas sin intentar comunicar mis impresiones.


Utamaro 

Demasiado prólogo para la modestia de lo que me propongo: notas breves, sueltas –aunque no por breves inconsistentes ni por sueltas incoherentes, espero- consignando mis impresiones, intuiciones de neófito respecto de las estrategias íntimas de estos portentos del arte erótico. Baste con unas pocas puntualizaciones.

En primer lugar: que voy a considerar estas imágenes aislándolas de los contextos narrativos de los que –a manera de comics, con textos encima de las imágenes- siempre forman parte. Esta extrapolación no obedece a que considere que esos contextos narrativos aportan poco al poder de las imágenes, sino a que son pocos y de difícil acceso los libros de shunga (así se llama a este arte erótico, significando el término “imágenes de primavera”, con las connotaciones de vida, felicidad y sensualidad) disponibles en este lado del planeta, y de esos pocos menos son aquellos cuyos textos han sido trasladados al japonés moderno y de ahí a alguna de nuestras lenguas. Mayormente en tanto imágenes aisladas es como el shunga llegó a Occidente. Debe tenerse presente que desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX, censuradas en Japón como pornografía, estas obras estuvieron al margen de los estudios académicos.

En segundo lugar: aunque es sin duda cierto que el arte de cada uno de los grandes maestros del shunga (Utamaro, Hokusai, Shigenobu, Kuniyoshi, Kiyonaga, etc.) presenta características distintivas, no me voy a detener en ellas sino en las otras características, las que tienen en común. Sólo aspiro a desocultar, en alguna medida, el dispositivo formal responsable de la intensidad del efecto erótico.

Hokusai 


CUERPO Y ATUENDO EN EL SHUNGA

El dato básico para comenzar a comprender el shunga radica en que, en el arte erótico japonés, el desnudo como ilusoria reproducción de la individualidad de un cuerpo, tal y como ha sido desarrollado en la historia del arte occidental, sencillamente no existe. La desnudez en el arte japonés está al borde del croquis y la caricatura, a un paso de la total abstracción. Por consiguiente para el shunga la desnudez no tiene lugar ni interés. La identificación no se logra por la realidad expuesta de los cuerpos. Veremos más adelante cómo se logra.

El cuerpo desnudo en el shunga es raro y decepcionante.  El cuerpo en el shunga está siempre cubierto por los atuendos. El abrazo erótico en el shunga es siempre un abrazo sin desnudarse. Los amantes del shunga copulan en situaciones inapropiadas, sin llegar a desnudarse. De sus cuerpos se ven las cabezas (rostros impasibles, híper-simplificados, al borde de la máscara; peinados cuidadosamente elaborados), y luego las manos y los pies (siempre activos y expresivos: los pies del hombre se afirman en las puntillas para empujar, los de la dama con los dedos separados por el deleite). A los cuerpos, desaparecidos detrás de los atuendos, sólo podemos adivinarlos a partir de esos referentes topográficos siempre visibles: las cabezas, las manos y los pies.

Definiríamos así entonces en una primera instancia a la imagen shunga: una masa de atuendos en la que discretos referentes topográficos nos permiten adivinar los cuerpos enlazados de los amantes.

Oi-Oei

La insuficiencia de esta primera definición es inmediatamente evidente: no se trata de  cualesquiera atuendos, ni mucho menos: los amantes en el shunga siempre visten quimonos. Como sabemos el diseño y la confección de quimonos es una de las artes más sublimes de la cultura japonesa. No voy a intentar dar cuenta de la belleza de los kimonos, de la sutileza de los diseños sean a partir de motivos naturales o geométricos, de la paleta ilimitada de colores. No me da ni el conocimiento ni el vocabulario. Baste con decir que son especies de batas que cubren todo el cuerpo, y que normalmente se recurre a su esplendor en ocasiones formales o directamente solemnes.

El cruzarse, el derramarse el uno en el otro de estos fantásticos atuendos de los amantes en el abrazo pasional es el motivo visualmente dominante en el shunga, ocupa el centro de la escena. El cruzarse de los motivos de los quimonos, en su dinámica estética cuidadosamente planificada llena el cuadro y absorbe la atención del que mira, lo embriaga y lo hipnotiza. A tal punto que podríamos redefinir el shunga así: es el arte erótico en el que los diseños de los atuendos de los amantes se enfrentan y compiten por la primacía visual.

El rectángulo del cuadro es el campo de batalla en el que se dirime esa primacía. El doble enjambre de líneas y colores, con su doble sistema de referencias corporales visibles, ocupa exacta y ajustadamente el encuadre: el aire que sobra más allá del que ocupan los amantes es apenas el indispensable para incluir algún elemento visual que hace al contexto de la situación, y para incluir tiradas de texto rápidamente garabateadas.  El filo del encuadre no comete nunca la grosería de tronchar extremidades o atuendos. ¿Por qué este pacto tan juicioso entre continente y contenido? Porque en el vértigo de líneas y colores en cuyos bordes se agitan los referentes como las aspas de un molino, la distancia justa, juiciosa del encuadre genera y refuerza una sensación de equilibrio entre compostura y desenfreno que está en el corazón mismo del shunga.

En efecto: estos amantes en elegantes quimonos, preparados para exponerse a la mirada de otros, no han resistido el llamado del deseo y se han entregado, relajando apenas su atuendo, al abrazo apasionado, al coito. Entregados al desenfreno sexual simulan una cierta compostura.  Alguien podría irrumpir, o acecharlos. La mirada de otro (voyeur, curioso, indiferente o gato) es un motivo recurrente en el shunga. El vértigo multicolor de los quimonos arremetiendo uno contra el otro, ocupa el centro del cuadro. El encuadre, perfectamente ajustado, provee de una dosis de equilibrio.

Una nueva redefinición del shunga podría decir: copulando vestidos, furtivamente, simulando compostura al borde del desenfreno, la imagen shunga de los amantes aspira a dar cuenta del momento en que en imprevistas circunstancias el poder del Deseo ha hecho presa de los amantes.

Autor desconocido 


EL GIRO SUBJETIVO

De entre todo el reborujo de sedas estampadas, disimuladas como el tigre en la espesura, asoman sus majestades los genitales y se muestran al desnudo. Pero ¿qué desnudo? No el desnudo de porcelana de los rostros, los pies y las manos, sino, sorprendentemente un desnudo marcado por la desmesura en el tamaño y por el detallismo llevado hasta la obscenidad. ¿Por qué este desajuste brutal entre las representaciones de unas y otras partes de los mismos cuerpos? El desajuste se debe a un deslizamiento de un plano objetivo a un plano subjetivo en la representación. En efecto: los genitales ya desnudos y enfrentados, cuando no ya encastrados el uno en el otro, nos son mostrados desde la subjetividad de los amantes, o sea, tal y como los sienten o los imaginan los amantes entregados a la fruición, o sea, enormes, poderosos, nervudos, peludos, horriblemente obscenos, torpes, groseros, ávidos de penetrar o de ser penetrados. Estábamos fuera y de pronto, sin solución de continuidad, estamos dentro de la imaginación erótica de los amantes. El flujo de colores de los quimonos separa los tantos: yuxtapuestas objetividad y subjetividad, sin una mínima distancia, serían estéticamente incompatibles.

Redefinimos una vez más el arte shunga: consiste en la habilidad para hacer que surja, en el epicentro mismo de la objetividad, el volcán de lo subjetivo. Y repasamos las sucesivas funciones que cumple el recurso a los quimonos: ordena el conjunto de la estructura visual de la imagen, indica las circunstancias inapropiadas del abrazo que nos presenta, y sirve como distanciador entre los elementos objetivos y subjetivos presentes en la representación.


ÉTICA DEL SHUNGA

El refinamiento de los amantes en su presentación y en su conducta por un lado, y por otro, surgiendo desde lo íntimo de su avidez erótica, la más pura imaginación de la obscenidad, olvidada casi de los límites de la grosería: en ese doblez cobra la representación de los amantes en el shunga la intensidad de la experiencia vivida. ¿Pero acaso no es ese doblez, ese desajuste entre la imagen exterior y la imagen interior la condición misma de posibilidad de la experiencia erótica, en Japón o donde sea?

Shigenobu 

El shunga, que se presenta como un prodigio de equilibrio y de refinamiento, se resuelve finalmente en el estallido de la avidez deseante en su forma más obscena. Una misma antinomia domina las circunstancias imprevistas del abrazo y la estructura que ordena el espacio pictórico: la que opone a la compostura y el desenfreno.

El shunga repite con infinitas variaciones el  triunfo del Deseo, que arremete contra los amantes, los domina y los somete a la cópula carnal en imprevistas e inadecuadas circunstancias. El shunga es, así, un recordatorio: el de que, en tanto amantes, estamos en las manos de un demonio arbitrario e invencible.

Para expresar esta lección esencial, plena de significación en términos de valores y de vida, el shunga elabora una fórmula expresiva potencialmente inagotable. Inagotable porque las circunstancias del asalto del Deseo son variables al infinito, pero también gracias a la estrategia de  apropiarse y colocar en el centro de la representación la riqueza sin límites del sublime arte del quimono. La ecuación es siempre la misma, el resultado es siempre espléndidamente variado.

El objetivo del shunga no es contagiarnos el deseo que experimentan esos seres que retrata en plena fruición. No hay mimetismo. No hay identificación. Lo que busca es recordarnos –como invitación pero a la vez como advertencia- la omnipotencia del Deseo, pero también la –llamémosla así- dignidad de la respuesta humana: ceder al desenfreno, pero guardando, dentro de lo posible, la compostura.

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