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viernes, 30 de marzo de 2018

Ana Grynbaum – Una “línea de prevención del suicidio” –

En el año 2013 publiqué un conjunto de “relatos de protesta” (“Un escritor acabado”) en los que la ficción elabora algunos datos de la realidad que me resultaban demasiado duros para digerir en crudo.
Ese libro se publicó unos meses después de que tomara la decisión de abandonar mi trabajo en la
enseñanza secundaria, al cabo de veinte años de labor, los primeros quince como profesora y los últimos cinco como psicóloga.

De los siete relatos que conforman “Un escritor acabado” dos recogen algunas de las mayores angustias que marcaron mi experiencia en los liceos de Montevideo, especialmente durante la última época.

Los “equipos multidisciplinarios” de Secundaria se ubican en una trinchera social munidos apenas con un par de escarbadientes. Cotidianamente surgen situaciones tremendas a las que se debe dar una respuesta inmediata para luego derivarlas a “recursos comunitarios” inexistentes, deficientes o directamente falsos.

El relato “En línea” trata acerca del funcionamiento de una “línea de prevención del suicidio” en la República de H, país que -al igual que Uruguay- es uno de los principales productores de suicidas del mundo.

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En línea 

La joven Elina Pérez hojeaba el Diario del Pueblo en busca de un empleo de cuatro horas que le permitiera continuar con sus estudios de Trabajo Social Comunitario. Ya estaba por dejar caer las extensas y endebles hojas del periódico cuando vio el pequeño anuncio que decía: “Se necesita joven temperamental, con gran temple, seguridad en sí misma, paz interior y profunda capacidad de tolerancia a la frustración, para atención telefónica de consultorio suicidológico. 4 hs. Remuneración acorde”. Y un número de teléfono celular.

Los requerimientos de “temperamental” y “con gran temple”, además de sonar mal, resultaban difíciles de ensamblar en un mismo carácter. Pero no había suficientes razones para esperar un uso ajustado del lenguaje en quien hubiere redactado el mensaje ni en quien lo hubiese editado; la decadencia cultural de nuestro medio no pierde oportunidades para manifestarse. De cualquier manera, aquella era la única oferta laboral de cuatro horas que aparecía en el diario, por lo que decidió telefonear en seguida. La atendió una voz femenina grave, que sin terminar de escucharla quedó en enviarle un mensaje de texto más tarde. Si bien la señora fue antes áspera que amable, en menos de media hora le hizo llegar el siguiente sms: “Entrevista mañana 14.30 hs.”. Y la dirección. Al menos quedaba a pocas cuadras de su casa y Elina se ahorraría el costo de los boletos. (El acontecimiento era tan importante para ella que se acordaba perfectamente de todos los detalles cuando me lo refirió, unos cuantos años después.)


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ANTES DE INTENTAR SUICIDARSE, RECURRA A NOSOTROS
UCMMP

Elina se acercó para leer a qué correspondía la sigla: Unidos Contra la Muerte por Mano Propia. De pronto se abrió la puerta y el cartel dejó paso a una mujer. Tras un hola seco, Elina fue conducida a través de un breve pasillo ciego hasta lo que sería su oficina. Una vez allí, la mujer se sentó tras un armatóstico escritorio de los de antes, indicándole a la joven que tomara asiento frente a ella. La habitación estaba iluminada tan sólo por la luz del día, que ingresaba escasa, como sin fuerzas, en aquella densa zona de edificios altos del centro de la ciudad. Vista a trasluz, la eventual empleadora, llevaba el pelo rubio pajizo muy desordenado; parecía tan áspero como su voz. La cara estaba en sombras y semioculta por el cabello. Ignorando a Elina, sus dedos crispados se aplicaron sobre las teclas de una computadora vetusta, como quien no puede dejar una tarea incompleta.

- Antes que nada: ¿puede trabajar de lunes a viernes entre las 14 y las 18?
- Sí, el horario es perfecto para mí, porque de mañana voy a la Facultad.
- Pero mire que no puede faltar nunca, NUNCA ¿entiende?
- No hay problema, no tengo ninguna actividad por la tarde.
- El sueldo, para empezar, son sólo 1.000 hachas.
- Bueno, está bien si no son más de cuatro horas de lunes a viernes...
- Ni un minuto más, ni uno menos, a raja tabla.
- De acuerdo.
- Presumo que vino porque cumple al pie de la letra los requisitos del anuncio.
- Sí, sí; evidentemente –Elina se esforzaba por mostrarse temperamental, con temple, segura, tolerante..., aunque no tenía para nado claro el papel que se proponía representar.
- La tarea consiste simplemente en quedarse en esta oficina y atender el teléfono.

Lo que mejor definía a la futura patrona era una impresionante rigidez que emanaba de cada poro de su ser. Hablaba articulando las palabras como si pretendiera decirlo todo de una vez y para siempre. Pronunciar cada vocablo le insumía un trabajo de relojería, como si de su exactitud dependiera por completo la performance de quien la escuchaba. Se notaba en su respiración las dimensiones del esfuerzo.
- No debe hacer nada aparte de permanecer aquí y atender el teléfono.
- Muy bien.
- No debe abandonar esta habitación en ningún momento. Nada de merodear por la casa. Se las arregla para ir al baño fuera de su horario y lugar de trabajo.
- Comprendido.
- Voy a regresar siempre exactamente a la hora que le corresponde salir. Debe llegar con total puntualidad y no retirarse hasta que yo esté de vuelta.
- Correcto.
- Muy excepcionalmente va a tener algo para hacer, aparte de estar acá. Casi nunca llama nadie.
- ¿No...?
- En su horario es muy raro. Pero a veces alguien llama. Y hay que estar atento porque pueden recurrir a nosotros personas que tienen intenciones, más o menos serias, de suicidarse. O que están en contacto con gente que podría intentar matarse.
- Sí...
- Todo lo que debe hacer es ofrecerles una entrevista gratuita con uno de nuestros profesionales y agendar las citas. Los días y horas disponibles están marcados en esta agenda, que siempre debe quedar junto al teléfono. Usted simplemente escribe aquí el nombre del potencial cliente y algún número de contacto.

La agenda fue abierta ante Elina. Los horarios disponibles estaban señalados en rojo. No había ninguna entrevistada concertada para la semana en curso.
- Las consultas tienen lugar en la dirección que está acá.
Sobre la tapa de la agenda una hoja de cuaderno escrita en lapicera había sido pegada con cinta adhesiva. El consultorio quedaba a unas pocas cuadras de allí.
- Por ningún motivo dé la dirección de esta oficina.
- No.
- Debe insistir en que el promitente suicida no tome ninguna decisión sin antes consultar nuestros servicios de vida.
- ¿Servicios...?
- Servicios de vida, así los llamamos.
- Ah...
- Usted les dirá que siempre hay otra oportunidad para empezar de nuevo pero de otra manera. Que a veces los intentos quedan por la mitad y las personas se arrepienten por el resto de sus vidas. Y todo eso.
La mujer abrió tres o cuatro cajones del escritorio hasta encontrar lo que buscaba. Le tendió a Elina un fajo de fotocopias encuadernadas con rulo: Manual para suicidólogos.
- Aquí tiene un buen repertorio de sugerencias para intentar persuadir a los suicidas en potencia.
- Me lo llevo para leer.
- Va a tener todo el tiempo que necesite para estudiarle durante su horario de trabajo. Queda acá, arriba del escritorio.
- ¿Y... si uso todos los argumentos posibles pero la persona igual se mata?
- Bueno, no somos dueños de la vida y la muerte. De todos modos, si algún usuario se diera muerte, usted difícilmente se enteraría. En nuestro país pocas cosas se ocultan más que los suicidios.
- ¿Se mata mucha gente en Hache?
- No se manejan cifras exactas, pero el porcentaje de autoeliminaciones es de los más altos del mundo. Andarán cabeza a cabeza con los abortos y los accidentes de tránsito.
- ¿En serio?

La rubia terminó de usar la computadora y levantó la cabeza para enfatizar sus directivas.
- Todo lo que usted tiene que hacer, si alguien llama, es intentar que aplace el cumplimiento del deseo de darse muerte, para que pueda acceder a nuestros servicios. Si la persona no se muestra dispuesta, comuníquese con la Policía. El número telefónico del usuario queda en el captor y a partir de él se puede, eventualmente, vehiculizar el rescate.
- ¿No coordinamos con Bomberos o servicios de emergencia?
- No, es la Policía quien coordina eventuales acciones con Bomberos y servicios de emergencia sanitaria. En caso de urgencia, lo que tiene que hacer es llamar a la Policía. El número está pegado en el aparato de teléfono.
- Bien.
- Pero no se alarme. Es muy raro recibir algún llamado de urgencia. Por lo general la gente se mata a solas y en silencio. ¡Ah! Registre en esta misma agenda todas las llamadas que reciba, aunque no den lugar a intervención profesional.
- Sí.
- Le entrego el protocolo según el cual orientamos la atención telefónica, esto lo tiene que manejar al dedillo, pero es corto y fácil- sobre la mesa quedaron las dos hojitas impresas.
- Me lo estudio.
- No se olvide de una cosa: la experta suicidóloga soy yo. Usted me suple entre las dos y las seis de la tarde. Por cualquier otro asunto, que llamen después de las dieciocho horas.
- Entendido.
- Tiene mi número de celular, pero haga el favor de no llamarme, a menos que se esté prendiendo fuego el edificio.
- De acuerdo.
- Y no le vaya a pasar el número a nadie.
- No, claro.
- Quédese tranquila, le voy a pagar por hacer sebo. ¡Ah! Va a cobrar el penúltimo día hábil de cada mes.
- Okay.
- Entonces, empieza mañana. A las dos en punto.
- Perfecto.

Elina caminó hasta su casa con el pecho henchido de orgullo. Evidentemente la suicidóloga la había evaluado como apta para asumir aquel cargo de tanta responsabilidad. La joven no conocía el peso ni el calibre de aquel compromiso. Todavía no estaba advertida de que, así como asumir una responsabilidad demasiado grande nos enaltece a los ojos de nuestra imaginación, así nos sepulta en el más negro de los abismos cuando –tarde o temprano- se manifiesta nuestra radical insuficiencia. Y entonces, todas las ganas, la energía, la buena onda, la entrega, las inmejorables intenciones, se convierten en ironías insultantes que nos repetimos durante el tiempo que lleva olvidar los errores cometidos. Pero no nos apartemos de Elina y la obtención de su primer puesto de trabajo: el primero de su vida.


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Ni la actitud apática de la empleadora, ni la paga absurda –en franco contraste con las responsabilidades del cargo- impidieron que Elina se presentara al día siguiente en UCMMP con absoluta puntualidad. Haber conseguido su primer trabajo le hacía tocar el cielo con las manos.

Apenas entreabierta la puerta del apartamento asomó un gran bolso violeta bajo el brazo de la suicidóloga, quien –en un mismo movimiento- dejaba pasar a Elina y se retiraba. Ya en el pasillo, a modo de saludo, espetó algunas indicaciones en cascada.
- Pasá la tranca y no vayas a atender el timbre ni el portero eléctrico. Mucho menos se te ocurra abrir la puerta. ¡A nadie! Por si acaso, te vuelvo a dar el número de mi celular- le extendió una tarjeta personal-. Espero que no lo uses. Si llegaras a llamarme y no te atendiera, no insistas. Te llamo yo cuando pueda. De todos modos, a las seis estoy de regreso
Y se metió en el ascensor -uno de esos ancianos temblequeantes, con puertitas enrejadas que se abren y cierran a mano- desde el cual todavía sentenció:
- No hagas nada que yo no te haya indicado.

Aunque no le dio el tiempo para decir una sola palabra Elina estaba dispuesta a obedecer tanto cuanto le fuera posible. Que Marta la hubiera tuteado le pareció una buena señal. Entró y trancó la puerta. Caminó dos pasos por el pasillo ciego hasta la oficina. Se sentó en el sillón giratorio, ante el escritorio, de espaldas a la ventana, y leyó la tarjeta de su empleadora:

Unidos Contra la Muerte por Mano Propia
Lic. Marta Zirigalli
SUICIDÓLOGA 

Debajo estaban los números de teléfono fijo y celular. No aparecía ninguna dirección.

Una emoción desconocida envolvía a Elina, al decir de los hachenses, en una nube de pedos –expresión de poesía dudosa, pero ajustada a la ocasión-. Estaba inaugurando su vida laboral y se sentía como si sostuviera una copa burbujeante en medio de un pituco vernissage.

Apenas tenía veinte años, la mayoría de las personas de su edad que conocía todavía se revolcaban en la dependiente adolescencia. Elina no había tenido novio aún, ni siquiera amante ocasional. Llevaba un año viviendo en la zona urbana de H, en un apartamento compartido con otras cuatro chicas que como ella se habían alejado de sus hogares campesinos para formarse en la Universidad. Se había conseguido un trabajo ella sola, por sus propios medios, sin el padrinazgo de nadie –por otra parte, carecía de contactos e influencias-. Lo había obtenido a pesar del alto índice de desempleo y de que para la mayoría de los trabajos pidieran gente joven pero con experiencia. Allí estaba ella con su meta alcanzada. Y qué confianza había generado en Marta, quien de buenas a primeras la dejaba sola a cargo de la atención telefónica. Además, el horario le venía como anillo al dedo. Podía seguir yendo a Facultad por la mañana y volver a casa para el almuerzo, antes de salir a trabajar. Salir a trabajar... esta expresión la inflaba como un globo.

Incluso no tan jóvenes, ni tan cándidas, las personas necesitamos encontrar aspectos positivos hasta en las situaciones más adversas –y especialmente en ellas-. Elina advirtió que su trabajo tenía la gran ventaja de no exigirle una presentación personal costosa –para la cual no disponía de recursos-. A esta oficina podía venir de vaqueros y championes, sin maquillaje ni bijouterie. Además, no tendría la intimidante mirada de un jefe puesta sobre ella ni la suspicaz presencia de compañeros alrededor. Por otra parte, si las cosas sucedían como Marta había previsto, Elina se ganaría unas hachitas tan sólo pasando un rato de la tarde en aquel apartamento. Era demasiado joven para saber que permanecer en un lugar es de por sí un trabajo, todo un trabajo. Luego, la experiencia le mostraría que la mayoría de los puestos laborales en H consisten sólo en estar, incluso en hacer apariencia de estar aquí o allá. Y también le enseñaría que, en ocasiones, simplemente ocupar un lugar y sostenerlo, puede convertirse en la tarea más titánica del mundo; o en un martirio.

La joven encontró reflejados, en la sombría oficina, los rasgos de su propia fascinación. Se mantuvo sentada en el sillón durante largo rato, pese a que algunos de los resortes del desvencijado mueble amenazaban la integridad de sus nalgas. Sobre el sólido escritorio de madera oscura estaba el manual para suicidólogos, el protocolo de atención telefónica, la agenda, el teléfono inalámbrico con su base y dos lapiceras. La computadora había sido, en sus tres partes, enfundada. Seguramente para que sus cobertores absorbieran la mugre que cubría el resto de los escasos objetos de aquella oficina, montada en una habitación construida originalmente para cuarto de servicio.

Elina se reclinó, sin apoyarse, sobre la superficie del escritorio para mirar las fotos en blanco y negro que yacían bajo el grueso vidrio roto y pegado con cinta adhesiva. Una Marta adolescente parada en la Playa Principal, en amplio traje de baño, era abrazada por una señora y un señor mayores, con quienes la buena voluntad del observador podía encontrar rasgos familiares. Marta con otras dos muchachas de su edad paseaba entre la arboleda del Parque Liberio Fidel. Marta entraba a un automóvil estacionado en el Paseo Marítimo, un muchacho en pose de novio le abría la puerta. En cada una de las tomas intentaba sonreír, pero la delataba un incipiente gesto de acedia, que con el paso del tiempo se intensificó hasta monopolizar la expresión de su rostro. Junto a las fotografías había varias estampitas de santos y vírgenes, mezcladas con tarjetas de sanitarios, electricistas y cerrajeros.

Por la ventana cerrada se filtraba una luz amarillenta y opaca, pese a la ausencia de cortinas, persianas y postigos, y a la limpidez del día primaveral que campeaba en lo alto del cielo. El apartamento se situaba en el cuarto piso de un edificio ubicado en pleno casco céntrico de H, una zona atiborrada de bloques que alojaban oficinas, creciendo entre las construcciones antiguas, como una planta que echa desesperados brazos hacia el sol. También la mugre acumulada en los vidrios dificultaba el ingreso de claridad. El smog contribuía a la falta de higiene, una densa capa de textura pegajosa recubría el interior del estudio, como un guante para concavidades.

A pesar de todo el entusiasmo, Elina permaneció tiesa durante las cuatro horas de su jornada laboral, procurando no enmugrecer la indumentaria de primer día de trabajo: pantalón beige y blusa blanca. Cuidaba religiosamente su ropa de la mugre no sólo porque tenía que lavarla a mano, y colgarla, junto a las de sus cuatro compañeras de apartamento, en una cuerda con roldana que se extendía sobre el abismo de un patio ciego y húmedo, donde anidaban las palomas y otras pestes. No es que fuera tan obediente al mandato de pulcritud impartido por la educación recibida. Había algo con el tema de la suciedad, y especialmente las manchas, que Elina no podía soportar. Tampoco definir. Pero le causaba un temor y una repugnancia mayúsculos.

Para terminar de inspeccionar lo que se le ofrecía a la vista, debió pararse y caminar hacia la pared enfrentada a la ventana. Sobre los muros que mucho atrás habían sido amarillo claro, colgaban tres recortes de periódico encuadrados. Eran extractos del Diario del Pueblo, fechados veintipico de años atrás –poco después de tomadas las fotos del escritorio-. Sus titulares prometían, a los hacheros más vulnerables, todo el apoyo emocional que una institución altruista puede brindar. La Licenciada Marta Zirigalli, Coordinadora de UCMMP, ponía sus conocimientos sobre prevención del suicidio, al servicio de la comunidad. Poco más arriba se exhibía un diploma, que debía acreditar a Marta como suicidóloga, pero Elina no lo podía descifrar, porque estaba escrito en una de las lenguas de la zona más boreal del Viejo Continente. En las otras dos paredes no había más que un reloj –indicando, para el caso, las quince horas- y algunas huellas de cuadros ya inexistentes, pero que habían dejado cual souvenirs unos rectángulos de pared más clara. Un archivador metálico, cuadrado y gris, dormitaba en un rincón. Elina comprobó que tanto dicho mueble como los cajones del escritorio estaban trancados.

Instintivamente se orientó hacia la luz del día. Abrió la ventana –desde la cual cayó una llovizna de polvo- y poniendo las manos sobre el marco mohoso, asomó casi medio cuerpo por encima del tránsito. El aire que entró no estaba limpio, pero igual renovaba la atmósfera rancia de la oficina. La marquesina de la joyería situada en la planta baja, impedía ver el trozo de vereda correspondiente a la entrada del edificio. Al otro lado de la estrecha calzada, las ventanas se alineaban como ojos cuadrados e infinitos. Una de ellas, situada en un sexto piso, estaba cubierta por gruesas rejas. Elina pensó que se trataría de una protección para niños. A esa altura nadie ponía rejas porque, normalmente, los ladrones no podían acceder por las ventanas ni por las azoteas.

Terminado el reconocimiento del buffet lo que restaba examinar era ese peculiar objeto llamado Marta, que no se parecía a ninguna de las mujeres que Elina conocía. Procuró ordenar las impresiones que había recibido de ella. Debía andar por los cuarenta y largos. Tenía un color indefinible, similar al de la oficina. Su rubia melena corta, más que teñida, parecía desteñida. Como si Marta constituyera el mero vestigio de una época anterior, que prometía otra cosa. No usaba perfume, pero la envolvía el aroma de los chicles de mentol, que consumía. Parecía una mujer ansiosa, dominada por el apuro. Aunque su apariencia era vulgar, Elina no conseguía ubicarla en alguna clasificación que la tranquilizara. Se decía suicidóloga y hablaba con una determinación rayana en la prepotencia, pero no tenía pinta de profesional universitaria, ni de ama de casa; mucho menos de madre y esposa. Parecía desafectivizada, esa era la palabra que todavía acudía a la mente de Elina cuando me habló de ella, mucho tiempo después. Desafectivizados, en especial, el tono de su voz y la mirada tan torva como esquiva. ¿Sin afectos? No, más bien, a mucha distancia de una expresividad espontánea de lo que pudiera estar sintiendo –sólo Dios sabría qué cosas-. Era inútil tratar de nombrar aquello de lo cual le faltaban las piezas fundamentales. Elina continuó divagando, mientras su vista seguía el movimiento de los transeúntes, cuatro pisos abajo.

Ya eran las quince y cuarenta y cinco y el teléfono no había sonado. Elina se aseguró de que estuviese bien colgado. Tomó asiento en la silla que miraba hacia la ventana y se puso a leer el Manual para suicidólogos.

De pronto sonó el teléfono. Atendió con el corazón en la boca. Era Marta, llamaba para saber si todo iba bien. Quizá fuera menos dura y seca de lo que Elina se había figurado. Nadie volvió a llamar en toda la tarde. A las seis menos tres minutos Marta llegó y Elina se retiró, como dos muñecos que se cruzan en uno de esos fantasiosos relojes cucú que escenifican cuentos, sin tocarse. Elina se quedó en ascuas: esperaba que Marta conversara con ella, que le preguntara al menos cómo se había sentido.


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Al día siguiente Elina llegó discretamente pertrechada con trapos y productos de limpieza, que había tomado en préstamo de su casa. Si bien el objetivo que perseguía era poner distancia con la suciedad reinante, debía limpiar de forma tal que Marta no lo notara -acaso no fuera tan sonámbula como parecía-. Y si lo notaba, que no se viera en la obligación de acusar recibo de los cambios. Sobre todo que no se molestara, ella que exhibía sus pocas pulgas como garras, y que había prohibido expresamente a Elina hacer cualquier cosa fuera de lo que le exigía. En el mejor de los casos, si actuaba con discreción, Marta podría evaluar su actitud como iniciativa para el mejoramiento del servicio y premiarla. Tal vez, en el fondo, Marta deseara contar con una empleada toda-tarea al mismo costo que una telefonista.

Por sobre todas las cosas, Elina necesitaba encontrar alguna forma de habitar aquel lugar inhóspito, donde comenzaba a transcurrir una parte de su vida. Aunque ya iba vestida con vaqueros y championes, igualmente cuidó que la mugre no se le impregnara. Al cabo de un despeje grueso de la zona a ocupar, Elina guardó los artículos de limpieza en su mochila y se sentó a tomar el mate que se había aprontado en casa, mientras leía unas fotocopias sobre Recursos Comunitarios que tenía que estudiar para el próximo examen. Estaba subrayando las ideas principales cuando sonó el teléfono.

- ¿Hablo con el prostíbulo?
- No, señor, está equivocado.
Y Elina cortó pero el teléfono volvió a sonar:
- Oiga: ¿cómo puedo contratar el servicio de chicas que van por las oficinas?
- No insista, por favor, no es este el lugar con el que se quiere comunicar.
- ¿Cómo que no? A mí me pasaron este número telefónico.
- Señor, aquí brindamos un servicio demasiado serio como para ocupar la línea con cachadas.
- Bueno, ¿qué servicio brindan ustedes?
- Señor, no puedo mantener la línea ocupada por más tiempo. Disculpe.
Y Elina volvió a cortar. El hombre no llamó de nuevo. Evidentemente hubo un error.

El mate comenzó a surtir efecto. Necesitaba ir al baño, podía alejarse de la oficina si se llevaba el teléfono, que era inhalámbrico. Aunque Marta no le hubiera habilitado el acceso al retrete, Elina no tenía otra alternativa más que usarlo. De todos modos, era absurdo que pretendieran prohibirle el uso del baño a una persona que debía transcurrir más de cuatro horas seguidas fuera de su casa. No tenía ni idea acerca de dónde estaba el dichoso cuarto de baño, así que –apretando los glúteos- salió al pasillo para buscarlo. Manoteó el primer picaporte que encontró, pero éste no cedió. La segunda puerta condujo a la cocina. Recién la tercera, y última, se abrió al tan necesitado servicio.

El gabinete higiénico no hacía honor a su nombre. Aunque se abstuvo de apoyar la cola sobre el asiento del water, tuvo también cuidado de no contribuir al aumento de la suciedad imperante. Comparado con la oficina y la cocina, el baño era bastante grande, aunque igualmente oscuro. Estaba revestido de baldosas blancas –de origen- y tenía una gigantesca bañera con patas trabajadas en hierro. Llamó la atención de Elina el cúmulo de gasas, jabón desinfectante líquido, rollos de papel grueso –como los que se usan en las cocinas- y enjuague bucal, que había en un rincón.

El que hace una, hace dos. Ya aliviada, y encontrándose fuera del recinto al que fuera confinada, bien podía continuar explorando el apartamento un poquitito más. Abrió nuevamente la puerta de la cocina pero no pudo entrar. Había unos huesos de pollo, emanando efluvios nauseabundos desde su plato abandonado sobre la mesita con mantel de hule, que la previnieron de dar los pocos pasos que cabían en aquel recinto. Desde el marco de la puerta hojeó la cocina, común y corriente, tan sucia como el resto de la casa. Luego vichó por el ojo de la cerradura la habitación trancada. Había una cama de dos plazas revuelta, un gran ropero antiguo abierto y mucha ropa tirada por el suelo y la cama. Evidentemente era el dormitorio de Marta. Este es el primer hogar que conozco donde no hay una sola planta –pensó Elina, y conservó intacta aquella impresión hasta muchos años después-. Cierto es que tampoco entraba luz natural como para favorecer la vida.

A las seis de la tarde, cuando se cruzaron con Marta, Elina se creyó en la obligación de informar que no hubo llamadas. Por toda respuesta, su patrona la miró de reojo. Parecía público cautivo de un cansancio acumulado, crónico, que la volvía irremediablemente opaca y distante. Como una flor rara, que pudiera sobrevivir en las condiciones más adversas, a cambio de mostrarse semi-muerta.


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Durante la tercera jornada al fin hubo una llamada para el servicio de prevención del suicidio. Una señora preocupada por las ideas de muerte que manifestaba su hija adolescente. Elina le sugirió mantener una entrevista con los profesionales de UCMMP, pero la señora dudaba, porque en realidad no era una sino dos las hijas que fantaseaban con poner fin a sus días y la señora misma carecía de argumentos a favor de la permanencia en el mundo de los vivos. Ella también había intentado matarse en varias oportunidades. Se quejaba de no encontrar sentido a la vida en H, pero tampoco tenía fuerza como para exiliarse, ni contaba con el talento necesario para superponer a la grisura hachense algún proyecto que le diera una existencia artificial y placentera. Finalmente, la mujer aceptó entrevistarse con uno de los psicólogos de la institución, psiquiatra no necesitaba porque venía siendo medicada desde hacía quince años. Y Elina agendó el encuentro, detallando las necesidades de la clienta, con letra prolija y clara.

A la hora de la salida, y aunque fuese en el pasillo –único lugar donde coexistía con Marta- Elina intentó comunicar a su empleadora la llamada que se enorgullecía de haber atendido, pero justo en ese momento sonó el celular de la patrona desde las entrañas de la gran cartera violeta. El ringtone entonaba aquella famosa lambada que de hit pasó a clásico. Al abrirse el bolso, quedaron al descubierto un grueso rollo de papel de cocina y varios envases de cosméticos que allí viajaban. Y nada más, porque, aún con el teléfono al oído Marta cerró rápidamente el continente violeta y acto seguido la puerta del apartamento. Mientras llegaba el ascensor Elina escuchó la media conversación:

- Sí (...) Cien hachas cada una. (...) Con público cien y cuarenta hachas más por espectador. (...) Ahá. (...) ¿Piso quinto? (...) Mañana a las 14.15 estoy por ahí.

¿Habría alguien por tirarse de un quinto piso...? No, no, qué absurdo. Ni se le ocurrió entonces pensar qué sería aquello por lo cual cobrara tan caro; menos aún para qué querría tanto dinero, ella que vivía en aquella pocilga y se daba el lujo de tener una empleada tan barata... Mayor que la curiosidad por saber a qué se dedicaba Marta mientras ella la relevaba, fue la decepción que sintió por no haber podido contarle su primer hazaña laboral. Encontraría el registro en la agenda, pero no era lo mismo. No para Elina.

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A la mañana siguiente apenas lograba atender algunos fragmentos aislados de lo que decía el más buen mozo y brillante de sus profesores acerca de la importancia de trabajar en redes sociales para ayudar a los más vulnerables con eficacia y sin desfallecer en el intento. Elina no dudaba de su profunda vocación de servicio a la comunidad, ni tenía motivos para dejar de creer que el dolor mejora a las personas y les inflige gratitud hacia la solidaridad del prójimo. Pero la actitud de Marta condenaba a Elina a un aislamiento incompatible con cualquier concepción del trabajo social comunitario vigente.

En el descanso entre dos horas de clase, estuvo a punto de pedir consejo al profesor, pero no pudo ni acercarse a él. En el momento de intentarlo la embargó un embarazo paralizante. El profe era demasiado atractivo, ella no le podría sostener la mirada, se asomaría el deseo a sus ojos. Y en aquel momento ése era el único docente que la hubiera podido ayudar -a mí todavía no me conocía-. Los otros profesores no eran ni tan inteligentes ni tan confiables. Algunos, afectando una postura social militante y purista, estaban siempre listos para encauzar denuncias penales sin prever cabalmente sus consecuencias. Elina tenía razones para temer que si manifestaba imprudentemente sus inseguridades terminara perdiendo el empleo. En el fondo de sí asomaba la mala conciencia de no estar lo suficientemente capacitada para la responsabilidad del cargo que había asumido –imaginaba que una legión de postulantes había quedado sin el puesto de trabajo por su culpa; ellos sí bien preparados para todo-. Si abría la boca las cosas podrían ponerse en su lugar, con ella del lado de afuera. Pero guardar silencio la convertía en cómplice de una situación por lo menos dudosa. Estar en sus zapatos no era nada fácil –coincidimos, años más tarde, ya colegas-.

Tras la última clase Elina se metió en la cabina telefónica del patio de la Facultad y discó el número de UCMMP. A la cuarta vez que sonó el teléfono atendió la voz de una Marta más dormida que despierta, pero sumamente correcta y profesional:
- Buenos días. Te comunicaste con Unidos Contra la Muerte por Mano Propia. ¿En qué podemos ayudarte?

Elina había decidido fingir la voz, pero en el momento de actuar se puso nerviosa y cortó. Permaneció en la cabina a ver si Marta telefoneaba, como debiera, cosa que efectivamente sucedió. Entonces Elina se envalentonó y fingió una voz gruesa y pausada.
- Me quiero matar.
- Esperá un poco. ¿Cómo te llamás?
- ...
- Decime cómo te llamás, por favor.
- Jorgelina.
- ¿Jorgelina? ¡Qué lindo nombre! ¿Cuántos años tenés, Jorgelina?
- Veinticinco.
- ¿Veinticinco? ¡Qué linda edad!
- ¿Dónde estás ahora?
- En la calle.
- ¿Vivís sola?
- Con mi abuela.
- ¿Tu abuela sabe que no te sentís muy contenta?

Y así el resto del protocolo, con alguna objetable mejora improvisada por Marta, como halagos y eufemismos. Marta le ofreció a Jorg-Elina una consulta gratuita con uno de los mejores expertos en optimización de la existencia humana que existían en H. Y J-Elina quedó en conversarlo con la abuela y volver a llamar.

Entonces sí, Marta de verdad atiende la línea de prevención de suicidios. A Elina se le fue disolviendo el nudo que le retorcía la boca del estómago mientras apuraba el paso hacia su casa y se debatía entre hervir panchos o rebanar mortadela para el almuerzo.


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Ni el lunes ni el martes de la segunda semana de trabajo la línea telefónica distrajo a Elina de sus ocupaciones personales. Pudo avanzar sin pausa y sin prisa en la preparación del examen de Recursos Comunitarios, que tendría que dar a fin de mes. Pero el miércoles el teléfono sonó apenas Elina tomó asiento a su lado, como si la hubiera estado esperando.
- Buenas tardes. Te comunicaste con Unidos Contra la Muerte por Mano Propia. ¿En qué podemos ayudarte?
- ¿Cómo te llamás? –preguntó una joven voz masculina notoriamente afectada por el consumo de psicofármacos.
- Elina ¿y vos?
- No puedo decirte.
- ¿Por qué?
- No me dejan.
- ¿Quiénes?
- No puedo decirte.
- ¿Dónde estás?
- ...
- Por favor, hablame.
- No insistas con preguntas. Tenés que confiar en mí. Si no puedo contestarte es porque no puedo.
- Bueno, está bien. Decime en qué puedo ayudarte.
La comunicación se cortó. Elina devolvió la llamada al número registrado en el captor, pero allí le cortaron sin atenderla. Estaba evaluando si la situación ameritaba una comunicación con la Policía cuando el teléfono volvió a sonar. Era el mismo muchacho.

- Así que tenés captor. Te felicito. No lo vuelvas a usar porque entonces ahí sí que me mato.
- ¿Cómo?
- Veré cómo, pero si volvés a usar el captor me mato.
- No, quedate tranquilo. ¿Por qué habrías de matarte?
- ¿Para qué tendría que seguir viviendo?
- Bueno... acá tenemos unos profesionales muy buenos que pueden ayudarte...
- No hay nadie más que vos.
- Mirá que la primer consulta es gratuita...
- Basta. Quiero saber cuántos años tenés.
- ...
- Decime cuántos años tenés.
- Veinte. ¿Y vos?
- ¿Dónde vivís?
- Cerca de acá.
- ¿Dónde...?
- Cerquita.
- ¿Cómo cuánto de cerca?
- Este diálogo no tiene mucho sentido. Vos sólo preguntás.
- Exactamente. ¿A cuántas cuadras de acá vivís?
- Vivo a unas quince cuadras.
- No es tan cerca.
- Es una buena distancia para caminar. ¿A ti te gusta caminar?
- Vivo enjaulado. Para caminar acá hay una máquina, que prefiero no usar. Si estoy muy inquieto me doy contra las paredes hasta que me bajan de un pinchazo.
- ¿Dónde estás?
- No perdamos el tiempo.
- ¿Estás encerrado?
- Tan encerrado como vos.
- Yo no estoy encerrada.
- ¿No...?
- No, ¿dónde estás?
- No importa, existe una salida, una sola...
- Contame un poco de tu familia...
- ¿Qué hacés cuando no estás trabajando?
- Estudio.
- ¿Qué estudiás?
- Gastronomía- Elina sintió el instinto protector de la mentira y lo puso en acción, incluso sin saber por qué.
- En el lugar al que estamos destinados no vas a necesitar cocinar.
- ¿Cómo?
- ¿Tenés novio?
- Sí.
- Tenías.
- Mirá... no sé tu nombre...
- Estás tan encerrada como yo, que estoy bajo arresto domiciliario, y tenés que liberarte.
- ¿Estás bajo arresto domiciliario?
- Es una forma de decir. Estoy tan encerrado como vos.
- Yo no estoy encerrada.
- ¿No?
- No.
- ¿Podrías salir de ahí donde estás ahora?
- Bueno, dentro de un rato salgo.
- Y ahora mismo ¿podrías?
- No, es decir: no debería.
- Dejate de historias.
- Mirá, la verdad es que la línea tiene que estar libre para que otras personas puedan comunicarse.
- Si llama otra persona vamos a escuchar el sonido de la llamada en espera. Pero, además, no importa.
- Disculpame, yo estoy trabajando...
- Tu trabajo consiste en contener a las personas en crisis, como yo.
Por más irónica que fuera la juvenil voz, no dejaba de exudar una amargura desesperada.

- Tengo que saber por lo menos tu nombre...
- ¿Cómo es tu apellido, Elina?
- Si no me das tu nombre no te voy a decir mi apellido.
- ¿Querés forzarme a la mentira?
- González.
- Elina González: ¿por qué agarraste este trabajo?
- ¿Qué te parece si continuamos esta conversación personalmente?
- No me estás escuchando. Te dije que estoy encerrado. Sólo podría salir de aquí abandonando mi cuerpo. Y podríamos encontrarnos si tú también abandonaras el tuyo. ¿Acaso lo necesitás? Para levitar hay que perder peso.
- No podría hacer una cosa así por alguien que no conozco, que no me tira ni unos datitos de sí mismo.
- Está bien. Vamos a conocernos. Hasta mañana.
Y colgó.

Elina llamó a Marta al celular, pero atendió el contestador. La llamada no le fue devuelta. El teléfono permaneció en silencio durante el resto de la tarde.

La comunicación con Marta no era más fácil que con el chico que había llamado. Pero Elina no podía volver a casa cargando aquel paquete, decidió dejarle a Marta un pormenorizado relato de lo sucedido por escrito. Para eso tuvo que usar hojas de su propio cuaderno de clase, porque en la oficina si había algún papel estaría bajo llave. Tuvo el tiempo necesario para narrar detalladamente toda la conversación telefónica y luego pasarla en limpio con letra parejita y sin ningún tachón. El número telefónico del chico estaba en el captor, así que Marta podía actuar.

A las seis en punto, cuando –como todos los días- se cruzó con su empleadora en el umbral de la puerta, Elina le extendió su informe, rogándole que lo leyera cuanto antes.


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El jueves, ya entrando al ascensor, Marta le dijo a Elina:
- No te preocupes. La consulta del otro día está resuelta.
Y se fue para abajo. Elina pensó que no llamaría consulta a la aparición de aquel muchacho, pero tal vez Marta le estuviera hablando en términos propios de su especialidad –que ella desconocía-.

Recién a las tres de la tarde el sonido del teléfono irrumpió en la oficina. Era el mismo chico del día anterior, aunque se oía como si le hubieran aumentado la dosis de psicofármacos.
- Me traicionaste.
- ¿Qué decís?
- Me traicionaste. Ya sabés de qué hablo.
- No hay ninguna traición. Esto es una institución donde se trabaja en equipo, de acuerdo con procedimientos preestablecidos. Los números telefónicos quedan registrados en el captor.
- Quiero que me digas ya mismo todo lo que averiguaste de mí.
- Nada. Yo no averigüé absolutamente nada.
- Ahora tengo que dejarte. Pero te voy a volver a llamar.

El teléfono no se hizo oír por el resto de la tarde. Elina registró el breve diálogo y a la salida se lo entregó a su empleadora. Marta leyó el papel por arriba, en ese mismo momento, y emitió un breve ahá, a modo de acuse de recibo. Eso fue toda su respuesta.


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El viernes no llamó nadie. Sin embargo, durante el fin de semana Elina no pudo dejar de pensar en aquel extraño muchacho cuyo nombre desconocía. Sus sentimientos se dividían entre una impotencia culposa y cierta sensación para la cual no encontraba palabras, pero que incluía cuotas de horror mezcladas con algo de lascivia. En sueños lo veía padeciendo como a San Sebastián en su calvario, Mishima interpretando a San Sebastián hasta la muerte, que Elina había visto en algún lado -aunque por entonces no tuviera información acerca de Mishima ni de Reni, la imagen la había impactado-. En su representación onírica, un público espeso y grosero arrojaba monedas al martirizado. Elina intentaba separarse de la turba pero se encontraba con que le habían quitado las piernas. Sin desgarrarla ni derramar sangre. Como si ella fuese un rompecabezas en vías de descomposición.

Ya despierta, se le ocurrió que tal vez ese chico fuera víctima de violencia y estuviese injustamente privado de libertad. O que sus derechos humanos estuvieran siendo vulnerados –como ya había aprendido a decir-. Pero toda esa terminología -que nuestra profesión nos brinda- no alcanzaba para vestir aquel cuerpo que se deshacía en lágrimas de sangre. Nuestros nombres técnicos no logran disfrazar los cuerpos inefables; sólo si lo consiguieran cumplirían su objetivo de transformarlos, volverlos otra cosa, algo manipulable. Elina no confiaba en que UCMMP estuviese atendiendo al chico adecuadamente. A fin de cuentas, no sabía cómo actuaba realmente la organización para la cual estaba trabajando. Marta, la única cara que de ella conocía, era un ser borroso e impenetrable. ¿Habría en verdad alguien más que ellas dos formando parte de Unidos Contra la Muerte por Mano Propia?


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El lunes a media tarde el chico llamó nuevamente:
- ¿Así que querés conocerme?
- Bueno, quisiera saber de vos.
- ¿Y qué significa para vos conocer a alguien?
Elina evaluó que debía anteponer una actitud profesional:
- Este servicio es de atención primaria ¿fuiste derivado a especialista?
Una risa desatada llegó del otro lado de la línea. No era alegre, se parecía a un escalofrío, a un pedido desesperado aunque oscuro.
- Uno. Tenés una idea muy loca acerca del valor de las preguntas en la comunicación. Dos. Hasta yo sé que esa pregunta no tendrías que hacérmela a mí.
- ...
- Elina: salí de ahí. No querrás convertirte en una mujer atada con alambres, de púa, como la otra ¿o sí?
- ¿Quién es la otra?
- La rubia veterana.
- ...
- Hola.
- Hola.
- Te callaste.
- La verdad es que no sé qué hacer contigo. Tal vez no te lo deba decir. Pero como vos también sos joven podemos tener cierta confianza. A lo mejor podrías ayudarme para que la tarea no me resulte tan difícil.
La risa bizarra atacó otra vez.
- La juventud sólo se supera al precio de perderla, Elina.
- Eso no podés saberlo vos, siendo joven.
- Elina: sólo se puede conocer a alguien amándolo. Y sólo se puede amar con una entrega loca. El resto son gestos en la oscuridad.
- Parece que hoy te dejan hablar.
- ...
- Bueno, disculpame, pero voy a tener que consultar lo que hacer contigo.
- Está bien: yo te digo qué hacer. Para empezar, sin dejar el teléfono, acercate a la ventana.
En ese momento a Elina no se le ocurrió pensar cómo el chico sabía que ella estaba usando un inhalámbrico. Ni que el modo imperativo tuviese efectos tan directos sobre su propia conducta.

- Que te acerques a la ventana.
- Ya estoy cerca.
- Acercate más.
- Estoy junto a la ventana.
- Mentira.
- Bueno, ahora sí.
- Abrila.
- En eso estoy.
- Poné una silla bajo el marco. Te espero.
Elina obedeció y volvió a tomar el teléfono. La voz del muchacho se había tensado hasta alcanzar el tono exacto para dirigir a su interlocutora con la fuerza y precisión de un hipnotizador. Parecía estar siguiendo la escena desde un palco. Elina cumplía las órdenes paso a paso.
- Sentate de rodillas mirando hacia fuera.
- ...
- Cerrá los ojos.
- ...
- No los abras.
- ...
- Sacá la cabeza por la ventana.
- ...
- Andá parándote.
- ¿Cómo?
- ¡Con los ojos cerrados! ¡Que te pares con los ojos cerrados! Hacé caso.

Arrodillada en la silla, ciega, Elina fue estirándose en dirección al vacío. De pronto abrió los ojos, ya tenía medio cuerpo sobre el abismo. Pese al susto, colocó cuidadosamente el teléfono en el alféizar. Se aferró al marco de la ventana con las dos manos y fue reculando despacito, capeando el vértigo que la poseía. De lejos oía los gritos del chico en el teléfono, un encaprichado coro de protestas. Ya con todo el cuerpo dentro de la oficina, instintivamente levantó la vista y se encontró con un rostro exasperado en la ventana enrejada del sexto piso del edificio de enfrente. No tuvo duda que era él. En cuanto las miradas se cruzaron, el chico desapareció.

Milagrosamente había reaccionado a tiempo. Con el corazón dando tumbos, entró el teléfono y cerró la ventana. Tuvo que llamar a la Comisaría desde su celular, porque la línea telefónica estaba bloqueada. Agotó los cómputos que tenía para todo el mes relatando lo sucedido. A las seis menos veinte llegó una sargento. Elina tuvo que volver a abrir la ventana para mostrar el ojo emparchado desde el que la habían estado espiando.

- Ah, sí. Es el hijo de Fierros. ¡Pobre muchacho! Está loco. Lleva como una docena de intentos de autoeliminación. El padre se suicidó delante de él cuando tenía cinco años. El chico quedó arruinado. Dicen que es inteligente, pero la cabecita no le trabaja para nada bueno. Lo tienen que tener encerrado y vigilado. Si le dan un poquitito de libertad ya anda haciendo macanas. Hable con la madre, que es una persona muy bien, muy sufrida.
- ¿La madre...?
- Sí, es la dueña de la joyería que está en la planta baja. Hable con ella y dígale lo que está pasando. Le va a tener que restringir todavía más las comunicaciones al pobre chico.

La sargento se retiró tres minutos antes de la llegada de Marta. Elina decidió pensar cuidadosamente en lo que había ocurrido antes de actuar. No había hecho denuncia, prefirió esperar. Al cruzarse con Marta se mostró tan reticente como ella. No hizo mención de lo sucedido. Una vez en la vereda miró hacia el ojo pirata, que seguía vacío. Luego se detuvo en la vidriera de la joyería e hizo como que se interesaba por las alianzas.

Una mujer mayor atendía el comercio. La señora Fierros, seguramente. Mirándola con atención se veía que no era tan vieja como que estaba envejecida, prematuramente, envejeciendo mal. Elina siguió camino a casa. Se volvió varias veces para mirar hacia las alturas, pero no había señales del chico.

Esa noche concilió el sueño tan tarde que no pudo despertarse para asistir a clase por la mañana. Estaba desbordada por el caos del mundo –como expresó años después, siendo ya mi colega-. Los peligros de la existencia se habían personificado en aquel desgraciado muchacho del teléfono y la ventana. Con un poquitín más de entrega, la propia Elina se habría convertido en suicida, dejándose caer en el vacío, conducida de la mano por un loco. Pero: ¿lo habría hecho realmente? Y de haber sucedido: ¿se lo habría considerado suicidio u homicidio? Nadie podría saber que había sido inducida, no habría pruebas. ¿Cuántos falsos suicidios encubren asesinatos violentos que tienen lugar en nuestra ciudad a diario? ¿Cuántos accidentes son en verdad suicidios? La pequeña urbe hachense se volvía gigantesca y monstruosa para el corazón palpitante de la joven Elina. Atrás de cada ventana podía estar acechando algún desgraciado frenético por compartir la tragedia de estar vivo.

En el silencio de la madrugada Elina pensaba que de Fierros hijo sólo conocía la voz. El encuentro de sus miradas fue demasiado breve como para fijar una imagen. Y si bien sabía su cómico apellido, seguía sin conocer el nombre de pila. Sintió deseos de ir a hablar con la madre, pero no para pedirle que endureciera las ataduras que protegían al muchacho, sino a fin de interrogarla sobre él, con el propósito de recabar datos que le permitieran ayudarlo... La cabecita de Elina estaba superpoblada de los sinsentidos que nos enseñan en la Universidad, esos eufemismos que la vida derrumba violentamente a cada paso que damos por el mundo. Pero todavía era muy joven, y no podía evitar el aguijoneo de una irracional curiosidad por averiguar el nombre, la edad, los exactos detalles de la desdichada historia de aquel ser que, lejos de abrirse a ella, casi la tira por la ventana. Como si enterarse de los detalles de aquella existencia recluida pudiera producir algún tipo de vínculo sano entre ambos. Esas cosas… Recién cuando esta historia se convirtió en recuerdo lejano pudo Elina comprender que no había absolutamente nada que pudiera hacer por él. En cambio él sí que la podía dañar, en caso de que ella continuara involucrándose. Lo único que estuvo en sus manos, y por un pelo, fue salvar el propio pellejo. En aquel momento, aunque no percibía la situación en la que se encontraba -por falta de perspectiva- algo le advertía que su deseo era -por lo menos- incorrecto. Su deseo de ayudar... Y logró contener el impulso de entrega.

En algunas cosas él tenía razón: para Elina conocer se reducía a preguntar y recibir respuestas, manejar información. Quizá tuviera también sobradas razones para desear la muerte, a sí mismo y a los demás. Pero, Elina no podía permitirse reflexionar en esos términos, ella trabajaba para una organización de prevención del suicidio. Todo se había vuelto complicado y ambivalente en la -hasta hacía poco- ordenada y simple cabecita de Elina Pérez. El demonio de la vida ajena asomaba las orejas. Meterse con él traía consecuencias –Elina empezaba a comprender-.


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Estaba mucho más tranquila, aunque no menos expectante, cuando el lunes, yendo a la oficina, le tocó pasar por el frente de la joyería. Caminaba con total lentitud, como para observar a la señora Fierros. Su capacidad de ubicación la previno de entrar a hablar con ella. Por otra parte, no era necesario dirigirse a la madre del chico. Supuestamente él ya estaba en tratamiento. A las dos en punto relevó a Marta. Había decidido concentrarse en sus deberes. El examen de Recursos Comunitarios estaba cada vez más cerca y todavía no había leído ni el veinte por ciento de la bibliografía básica. Apostó a que el muchacho Fierros saliera de escena, ahora que se sabía descubierto. No tenía sentido perder el tiempo escribiéndole un informe a Marta. Ya había recurrido a ello anteriormente y ¿para qué...?

Aunque estudiar para el examen la llevaba a pensar que debía tener otro vínculo con Marta y los demás actores organizacionales de UCMMP, transcurrió no sólo toda la tarde del lunes, sino también las del martes y el miércoles totalmente dedicada al estudio, sin digresión ni interrupciones. Después del examen, ya con más autoridad, vería qué planteo hacerle a Marta para mejorar el funcionamiento del servicio en lo concerniente a las relaciones interpersonales de los funcionarios de la empresa. El jueves telefonéo un estudiante de sociología que pedía una entrevista porque estaba haciendo una monografía sobre el suicidio en Occidente. Elina le indicó que volviera a llamar después de las dieciocho horas.

Mientras estudiaba, se iba preparando mentalmente para explicarle a Marta que en UCMMP había que organizar, sin demora, un espacio donde las distintas personas que formaban parte del proyecto se conocieran y pudieran poner en común sus vivencias, sentimientos, expectativas y ansiedades. Un espacio de diálogo para coordinar, democráticamente, una estrategia de intervención eficiente, que, al mismo tiempo brindase apoyo y contención a los propios agentes organizacionales. Además de elaborar su experiencia con el chico Fierros, Elina necesitaba una instancia evaluatoria de su desempeño, que le permitiera autosuperarse.

Marta debía tomar en cuenta que los trabajadores de la salud mental, cumplan la función que sea, en primer lugar tienen que cuidarse a sí mismos y los unos a los otros. Pero Elina no encontraba la ocasión de abordar a su empleadora. El muro tras el cual la otra se fugaba permanentemente era tan intangible como consistente.


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Ese viernes había decidido que no se retiraría sin antes mantener una conversación con Marta. En la ventana de Fierros no asomaba nadie. Elina se sentó junto al escritorio y desparramó las fotocopias que todavía estaban sin subrayar. Tomó la de Gestión Comunitaria Eficiente y empezó a tratar de leerla, pero su mente no paraba de ensayar las palabras con las cuales abordaría a Marta y los modos en que le plantearía sus cuestiones. Tal vez estuviera apresurando las cosas, recién se encontraba en su novena jornada de trabajo. Pero no podía seguir aceptando las reglas del juego y no aguantaba más sin saber lo que había pasado con el chico Fierros. Por otra parte, le sobraban los argumentos –recientemente adquiridos mediante el estudio- para desarrollar sus puntos de vista con solidez. La perspectiva de la entrevista tensaba sus jóvenes nervios.

No había pasado ni media hora cuando el sonido de una lambada se impuso de pronto en el silencio del apartamento. Elina reconoció el ringtone del celular de Marta. Evidentemente se lo había dejado olvidado. El sonido se acalló, pero sólo para reaparecer nuevamente al cabo de unos minutos. Sonaba demasiado fuerte como para estar dentro de alguna de las habitaciones. Tampoco se encontraba en la oficina, pero la puerta de ésta permanecía abierta al pasillo. Al cabo de unos llamados se tranquilizó.

La lambada volvió a irrumpir en el espacio sonoro y la mente de Elina ya no podía estar en otra parte. Se asomó al pasillo y vio el celular fluoreciendo en el piso, junto al marco de la puerta de calle. Aquel objeto ultramoderno desentonaba flagrantemente con todos los otros elementos del escenario en que se hallaba. Era tan claro que se le había escurrido a la dueña -probablemente  cuando manoteaba dentro del bolso en busca de las llaves- como que Elina no debía ocuparse del asunto. Sin embargo dudó, y finalmente lo recogió y lo puso sobre el escritorio de su oficina, para luego devolvérselo a Marta. El teléfono móvil volvió a sonar. Elina lo tomó sólo para ver el número que aparecía en el captor... Era un número de línea correspondiente a la zona céntrica. Antes de cinco minutos hubo un nuevo llamado desde otro número, también del centro. Las lambadas y los números céntricos se sucedieron, incurriendo en algunas repeticiones, a lo largo de una hora. Elina sabía que no debía atender, y se abstuvo de hacerlo todo lo más que pudo, pero ¿y si fuera Marta la que trataba de comunicarse? ¿y si se tratara de algún autoeliminable que estaba pidiendo ayuda desesperadamente?

Renunció a escuchar los mensajes que debían haber quedado en el contestador, pero decidió que atendería el celular, en caso de que éste volviera a insistir. Agazapada como un felino al acecho, como fascinada por el brillo metálico del aparato, o de lo que habría de revelar, permaneció los cuarenta o cincuenta minutos que demoró la lambada en llamar otra vez a su puerta.

- Hola.
- Hola. ¿Tienen servicio telefónico?
- Bueno..., en primera instancia sí. ¿Qué... cuál es su problema?
- Je je. No sé si puede llamarse problema, pero si te gusta decirlo así...
- ...
- Hola.
- Sí. No... ¿Cuál es el motivo de su llamada?
- Querría una pajita... dirigida. Tu voz está muy bien, transmite la idea de estar abusando de una menor. ¿Cuánto y cómo se paga?
- No sé de qué me está hablando, esto es un servicio de atención al suicida.
- Esto se pone cada vez más mejor. ¿Podría tener una cita contigo en persona?
Elina cortó. Inmediatamente el teléfono volvió a sonar.
- No te asustes. Está todo bien. ¿Eras vos la que estuvo acá en el Palacio Plaza Roja ayer de tarde? Mirá que quedaron contentísimos. Lástima que yo estaba con licencia médica. El problema es que van a instalar un sistema de vigilancia nuevo y hay que ver cómo hacemos, por eso te preguntaba si por teléfono también hacen pajitas, aunque no sea lo mismo...
- Llame después de las 18 hs.
Elina cortó. Que Marta se las arreglara con ese libidinoso. Pero ahora no podía dejar de esperar nuevas llamadas, que aclararan o enturbiaran aún más el panorama.

Quince minutos después telefoneó un tipo preguntando por qué todavía no había llegado la experta en chupaditas al subsuelo del Palacio Municipal, siendo que habían hecho la reserva con una semana de anticipación. La estaban esperaban ansiosamente desde hacía una hora. Más tarde se comunicó una mujer, muy correcta ella, pidiendo por la señora de la lengua de oro, con quien deseaba encontrarse a solas fuera del ministerio donde trabajaba, de ser posible. Luego llamaron del Centro de Convenciones Mártires Estudiantiles, interesados en contratar el servicio para los funcionarios del piso siete durante la tarde del lunes próximo. Los del piso nueve se lo habían recomendado. Después telefonearon cuatro personas más, en su mayoría hombres, solicitando también atención sexual oral. Ya habían probado el servicio y se manifestaban entusiasmados. Preguntaban por los honorarios, pedían hora. Un hombre llegó a sugerir que se le pasara una comisión por el contacto y otro pretendía obtener un descuento por cantidad. Elina activó el llame después de las dieciocho horas una y otra vez. Hasta que apagó el celular.

La siniestra figura de una máquina humana experta en el sexo oral, practicándolo en serie, a uno atrás del otro, en oficinas –mayoritariamente públicas-, durante las tardes, campeaba entre las brumas de aquel despacho inhóspito donde Elina ya no hacía más que esperar hasta las dieciocho horas.

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Cuando a las seis en punto se oyó el ascensor, en vez ir hacia la puerta Elina permaneció sentada frente a la ventana, de espaldas al pasillo, esperando que Marta entrara.
- Te podés ir nomás.
- Tenemos que hablar- el tono de Elina no le permitió rehusarse, aunque se veía mucho más cansada y malhumorada de lo habitual. Dejando la puerta del apartamento entornada, fue hacia la oficina y se paró en el marco de la puerta. En seguida reconoció allí su celular.
- ¿Dónde estaba mi teléfono?
- Al lado de la puerta de calle. Tomá asiento.
- No, estoy demasiado cansando para ponerme a conversar.
- Tenemos que hablar.
- ¿Atendiste mi celular?
- Pensé que podía tratarse de una urgencia.
- Te dije que hicieras únicamente lo que yo te pidiera. Y ninguna otra cosa.
- El celular sonaba y yo pensé que podía ser alguien desesperado...
- Desesperada estabas vos por meter la cuchara en mi vida. Te pago para que atiendas el fijo. O mejor dicho te pagaba para que hicieras como que trabajabas, porque no tenías nada que hacer.
- ¿Cómo? ¡Trabajar acá por poco me cuesta la vida!
- ¿Qué estás diciendo?
- Casi me mata.
- ¿Quién?
- El chico de enfrente, el hijo de Fierros.
- ¿Ese? ¡Si es un pobre infeliz!

Ni siquiera entonces le contó Elina su casi intento de autoeliminación inducido. Tal vez porque sentía esa especie de culpa que aqueja a las víctimas, pero también la amargura vergonzosa del fracaso por no haber podido dar el ancho en aquella critica instancia.
- Nunca supe que fue lo que hicieron con él...
- Se hizo lo que se tenía que hacer, no es asunto tuyo.
- Pues sí es asunto mío...
- Vos no trabajás más acá.
- No, claro. Yo no trabajo en un burdel.

Marta prendió un cigarrillo y tomó conciencia de que estaban discutiendo en voz alta con la puerta abierta. Cerró la puerta y también la ventana del despacho. Acto seguido le pidió a Elina que esperara un minuto y fue hasta la cocina. Volvió con una botella de whisky y dos vasos. Le sirvió un whisky a Elina, pero ésta ni lo tocó. Y se sirvió un farol de líquido dorado, sin hielo ni otros atenuantes, que comenzó a absorber espongiariamente, sentada en la silla de espaldas a la calle.
- Nadie pretendió prostituirte. Te contraté para atender la línea telefónica de prevención de suicidios.
- Pero no es a eso a lo que vos te dedicás.
- Me dedico a eso en primer lugar.
- ¿Qué es UCMMP? ¡De verdad!
- Una organización de prevención del suicidio ¿qué va a ser?
- ¿Quién más pertenece a la organización, aparte de vos?
- Hay una psiquiatra y media docena de psicólogos semi desocupados que agarran pacientes por poca plata.
- ¿Dónde están?
- Cada cual en su casa, pero alquilan horas de consultorio, cuando aparece alguien para atender.
- ¿Cuándo se reúnen a coordinar y supervisar?
- No, mirá, yo no tengo tiempo para esas cosas. Atiendo los llamados y derivo. Punto.
- ¿De verdad sos suicidóloga? ¿Dónde estudiaste?

El whisky ablandaba a Marta como si fuera una figura de azúcar, tan rígida como soluble. Acorralada por Elina, trataba de contestar de la mejor manera posible. Su lengua, que para articular se trababa, iba soltándose del estricto silencio que la aprisionaba de ordinario. La luz del día, progresivamente escaseante, contribuía a difuminar la dureza de sus facciones.

- Mis padres tuvieron que exiliarse en el Frío Norte cuando yo era muy chica. Mi madre no soportó el cambio y se suicidó. Antes de repatriarme, estudié suicidología en la Universidad.
- ¿Cómo surgió UCMMP?
- Conseguí financiación de una organización del Mundo Plus Civilizado que se dedica a subvencionar este tipo de cosas. Por entonces era sencillo. Daban y no pedían.
- ¿El gobierno social-capitalista no se interesó en el proyecto?
- Sí, sí. Interés es lo que sobra. Pero el expediente de solicitud de ayuda duerme en algún cajón. Me cansé de seguir el expediente, era inútil.

No podía evitar que su mirada se deslizara una y otra vez hacia la boca de Marta, sus labios finos, ese rictus que, con la falta de luz, más que ver imaginaba. El íntimo e inconfesable horror al sexo, que habitaba en las profundidades de Elina, aparecía reflejado en el rostro de aquella gorgona, desvencijada y humeante, que resultó ser su empleadora.

- Lo que no veo es la conexión con... tu otra actividad.
- De algo hay que vivir. La línea de prevención del suicidio, hoy por hoy, la financio de mi bolsillo.
- Pero ¿por qué te dedicás a hacer... eso?
- Ayudo a la gente. Vocación de servicio.
Con las escasas fuerzas que le restaban Marta trató de reírse, como si el conjunto de la cosa fuera un simple chiste, pero terminó exhalando un chillido similar al de las hienas. Prendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior y recargó el vaso de whisky. Evidentemente no estaba acostumbrada a conversar acerca de sus asuntos personales con nadie. Ahora, franqueada la barrera, parecía un objeto en caída libre sobre la curiosidad espinosa de Elina. Como si hablar no fuera más que emitir ciertos sonidos, la voz monocorde de Marta se tragaba los sentimientos para expresar unos hechos extrañamente desafectivizados. Elina recordaría por mucho tiempo la sensación incómoda que le producía escucharla, pero también cómo no podía dejar de hacerlo, empujada por un ansia de saber malsano.

- No entiendo cómo podés prostituirte, siendo una persona formada y con proyectos en el área de la salud. Yo, antes que abrirme de piernas por plata, me suicidaría.
- Pero yo no me abro de piernas. Solamente succiono, penes y clítoris. Hacer oficinas deja muchísima plata. Me meto en los baños o en algún apartado, y en una hora... puedo atender hasta 12 personas, o más. Depende de la rapidez con que pase de una a otra.
- ¿No te da asco?
- Sólo los orificios me dan asco. Nunca sabés lo que puedan tener dentro. Pero los evito.
- ¿Y el semen?
- No lo tomo. Y si alguno me llega a joder, le cobro diez veces más y así me desquito.
- Pero te podés agarrar el VIH.
- Si me pesco el SIDA cometo suicidio y punto.
- No te entiendo...
- No tenías que entenderme. Sólo tenías que seguir mis instrucciones al pie de la letra... Bueno, ahora ya es tarde. Es tarde.

Marta miró al reloj de la pared, pero su compañera no se inmutó. A esa altura apenas eran dos sombras, plantada una frente a la otra, dos espectros parlantes. Elina no lograba apartar de su imaginación la sórdida e inacabable escena de la musculatura bucal de Marta aplicada a los genitales de gente que pasaba en línea, como parte de un engranaje aplicado a una cinta transportadora que provee fragmentos de cosas, un campo de batalla donde los trozos remanentes desfilan en serie para recibir la hostia de la consolación, pedazos a los que Marta ni siquiera percibía en tanto cuerpos humanos, menos aún personas.

- ¿Cómo hiciste la clientela?
- Tarjeteando en las oficinas.
- Pero eso es peligroso...
- No para mí. Presto servicio a pequeños funcionarios bien educados, que tienen familias que cuidar, pero están antirreglamentariamente empleando el tiempo y espacio destinado a cumplir sus funciones en alimentar su lascivia. No les conviene levantar voces. Ellos pagan. Y ellas también.
- ¿Las mujeres...?
- Las mujeres, después del matrimonio y los hijos, muy difícilmente logran que el  marido acerque el hocico a su centro de placer. Y ellas necesitan un ardorcito húmedo.

La oscuridad cubría el embarazo de Elina. Poco y nada conocía ella el deseo sexual, desterrado –como lo tenía- al lejano terreno de lo escabroso. Se contentó pensando que la sensación viscosa que le provocaban las palabras de Marta era mera repugnancia. Estaba decidida a sacar alguna enseñanza de aquella conversación, que estaba extrayendo como el dentista a la muela podrida. Quiso seguir interrogando, pero la información aparecía repetida: se avecinaba el final.
- ¿Te da lo mismo un hombre que una mujer?
- Yo sólo succiono penes y clítoris, no me relaciono con gente. Trabajo haciendo eso.
- ¿Necesitás tanto dinero para vivir austeramente, como vivís?
- Si todo sale bien pronto habré reunido el capital necesario para regresar al Mundo Plus Civilizado. Me voy a ir y no volveré jamás.

Las dificultades crecientes de la lengua de Marta para producir sonidos ponían en primer plano tanto la larga tarde de intenso trabajo como la copiosa ducha de líquido dorado que se estaba propinando, y más allá del presente una angustia inexpugnable, gigantesca y monstruosa –producida a lo largo de quién sabe cuántas generaciones-. Por otra parte, el desfile de genitales giraba cada vez más vertiginoso en la cabeza de Elina. Sus órbitas se dibujaban como figuras fractales en danza macabra, confundidas con el humo que aquella boca despedía. La cosa no daba para más. Elina se levantó y Marta la siguió. Se detuvieron en el pasillo.

- Te espero el lunes.
- No tengo apuro por cobrar. No llegué a trabajar ni quince días.
- Cambié de idea. Prefiero que te quedes. Eso sí: con el compromiso de no volver a hacer nada aparte de la tarea que tenés asignada. Y lacrar la bocota.
- No, gracias.
- ¿Dónde vas a conseguir, a nivel privado, un trabajo de cuatro horas en el que no tengas nada para hacer?
- Estuve a punto de tirarme por la ventana inducida por el loco de enfrente. Todavía me siento rarísima. La forma en que se trabaja acá no tiene nada que ver con cómo se deberían hacer las cosas.

Marta no tomó las palabras de Elina al pie de la letra.
- Esto es Hache.
- Yo estudio en Hache y me enseñan cosas que se oponen por completo al aislamiento y la exposición de que fui víctima acá.
- Estudiar es una cosa y trabajar es otra. ¿Qué te imaginás para el futuro?
- Me voy a recibir de Licenciada en Trabajo Social Comunitario, para después especializarme en Redes y Recursos.
- Vas a terminar transando con un curro igual al que yo te ofrezco ahora.
- No voy a transar con ningún curro dudoso. Voy a concursar para ganar el derecho a ocupar una limpia e iluminada oficina en un alto piso del Ministerio de Solidaridad, donde cuelguen los helechos. Y a medida que transcurran los años iré ascendiendo, para ocupar oficinas más grandes, más limpias, más iluminadas y con helechos más exuberantes, al tiempo que iré ayudando a la gente para que aprenda a ser más solidaria.

Marta habrá creído que el humo del tabaco y los efluvios del alcohol que ella consumía estaban afectando el cerebro inmaduro de su empleada. En un acto de piedad suprema, apretó los labios y no dejó salir ninguna de las ironías que llegaban hasta la punta de su lengua, por más verdaderas que fueran. Elina tenía sólo veinte años. Y vivía en Hache.

La suicidóloga dio un paso al frente y abrió la puerta. La luz del corredor entró como un golpe de realidad. Elina contempló de frente el rostro de Marta a plena luz por primera vez. El agotamiento cavaba fosos alrededor de sus ojos descoloridos y le hundía las mejillas. Sin embargo, su boca era la puerta de entrada a un universo huracanado, saturado de fascinantes criaturas insaciables, monstruosas, excesivamente humanas, en perpetuo movimiento y actividad devoratoria, que saltaban y se perseguían en una coreografía impregnada de males y daños, como las diminutas figuras de El Bosco –a quien, por entonces, Elina no conocía-. De pronto aquella boca, encerrada en un collar de finas arrugas, esbozó una sonrisa, mientras el cuerpo en que se incrustaba cerraba la puerta. La entrevista había finalizado.

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