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sábado, 25 de agosto de 2018

Ercole Lissardi - UNA OBRA MAESTRA FRACASADA

El libreto para cine "Los sueños prohibidos", también titulado "El otro lado del sueño", le fue ofrecido en 1951, por su autor, Jean Genet, a la joven actriz Anouk Aimée como regalo de bodas en ocasión de su matrimonio con el cineasta y productor Nikos Papatakis. Papatakis, íntimo amigo de Genet, había financiado su primer film, "Un canto de amor", un corto que cuenta una historia de amor
en prisión, entre homosexuales, y que fue filmado en el sótano del La Rosa Roja, célebre lugar de encuentro de la intelectualidad francesa de la post-guerra, propiedad de Papatakis.


Anouk Aimée, que se sepa, nunca promovió la realización del libreto de Genet, cargado de sensualidad y violencia. Casi quince años después, en 1965, otra amiga de Genet, Jeanne Moreau, entonces en el pináculo de su fama, para darle al novelista una mano en su crónica bancarrota, le ofreció el libreto a Oscar Lewenstein, uno de los principales productores de cine y teatro ingleses de la época, comprometiéndose a realizar el papel protagónico. Lewenstein le ofreció la idea a Tony Richardson, quien aceptó de inmediato. Richardson era la figura más prominente del Free Cinema, movimiento de renovación del cine inglés equivalente al de la Nouvelle Vague francesa. Sin duda le habrá fascinado la idea de filmar al escritor más escandaloso de la literatura francesa y con la actriz del film más famoso de la Nouvelle Vague: "Jules et Jim". Tanto le fascinó que terminó divorciándose de Vanessa Redgrave para casarse un año después con la francesa.

Genet hizo lo que de él podía esperarse. Puesto que el libreto necesitaba ser reescrito, cobró por adelantado y luego de una semana de trabajo a razón de dos horas por día, se esfumó. Richardson, en pleno ataque de francofilia, llamó a Marguerite Duras para completar los trabajos. Moreau, de larga colaboración con Duras fue, probablemente quien le sugirió que la llamara. Duras, que con "El arrebato de Lol V. Stein" y "El Vice-cónsul" acababa de alcanzar las cimas más exquisitas de su estilo, nunca hizo comentario alguno acerca de su colaboración. El film –retitulado como "Mademoiselle"- fue agraviado por el público en su estreno en Cannes, y la crítica no fue menos cruel. Probablemente Duras previó y compartió la evaluación negativa, porque su nombre, evidentemente que por propia decisión, no aparece en los títulos. Lo cual no impidió que el año siguiente autorizara a Richardson a filmar su novela "El marino de Gibraltar", una vez más con Moreau en el protagónico, y con libreto firmado por Isherwood, en el que Duras no colaboró. Harta de adaptaciones que no la satisfacían, Duras estaba a punto de comenzar su propia carrera como directora de cine.


ESTAS RUINAS QUE VES

De "Mademoiselle" lo menos que se puede decir es que se debate vigorosamente entre la genialidad y la torpeza. En todo caso y para ser justos hay que empezar por decir que en "Mademoiselle" hay suficiente dinamita como para militar entre lo más transgresor que haya producido el arte cinematográfico. Moreau, en el ápice de su belleza y su sensualidad haciendo de maestrita de pueblito recontra-perdido en lo profundo de la provincia, retorciendo sus represiones y sus celos hasta aterrizar en la más brutal de las maldades –perdón por las hipérboles en las que incurro para no exagerar-, es inolvidable. Que el deseo frustrado pueda volverse asesino es una lección –la de Anteros, el dios hermano de Eros- que es mejor no olvidar.

Pero tampoco puede dejar de señalarse las tres torpezas que ponen a la posible obra de arte al borde del abismo. En primer lugar: el de Moreau para la maestrita es francamente un miscast. Claro está que fue ella la que eligió la historia y el director, pero aun así: esta hembra soberana paseando ávida su señorío sexual por las calles empedradas y por los senderos de bosque, vestida con un modelito de tela transparente y tacos aguja, no puede ser la maestrita remilgada y neurótica en lo más bajo de su escala profesional, por más que lo intente. En segundo lugar: el racconto que a mitad del film viene a explicar el porqué de la maldad de la maestrita, es demasiado. No se justifica haber ocultado datos para luego dar lugar a un flash-back demasiado largo que rompe con la tensión narrativa.

Finalmente –y este es el golpe letal, porque si esto en particular no estuviera tan mal hecho, tan desaprovechado, el resto podría haber pasado por peccata minuta- la escena clave, potencialmente formidable, del feroz encuentro sexual de la maestrita con su leñador está definitivamente arruinada por un lamentable montaje en paralelo. Continuamente la escena sexual –audaz y compleja como pocas- que se desarrolla durante toda una noche a la intemperie en el bosque, bajo la tormenta de lluvia, viento y truenos, es cortada por el relato de cómo los pueblerinos deciden salir a la caza del leñador, un trabajador zafral de origen  italiano, a quien creen culpable de los dislates (inundación de campos, incendios, muerte de ganados), de los que en realidad es culpable la maestrita, a sabiendas de que el extranjero será culpado, y para vengarse de la indiferencia sexual que le ha manifestado. La noche en que el encuentro sexual entre ellos se produce es precisamente aquella al final de la cual los aldeanos asesinan al leñador como consecuencia de las maquinaciones de la maestrita, pero no se piense por la coincidencia en un trágico final: ella colabora con ese final hasta el último momento.

Mujeres aullando su locura en páramos desiertos o en los confines de la noche no faltan, por cierto en la obra de Duras. Generalmente se las plantea más allá de los confines de la imagen, tanto más desgarradoras cuanto más lejanas. No sucede así con la maestrita: convertida en súcubo agota a su presa, aúlla en cuatro patas su deseo invencible, lo devora, lo arrastra como loba a su presa, hasta que, exhausto, su sometimiento al deseo de ella no tiene límite. Eso era lo que tenía que mostrarnos el director –y para eso contaba con la extraordinaria pericia de su fotógrafo, David Watkin- pero no lo hace: es evidentemente más que lo que la censura podía permitirle en ese momento, al menos en Inglaterra, y entonces destruye la apoteosis a fuerza de cortes a otra cosa, y no nos deja de la noche terrible en que a dentelladas el deseo devora a su objeto sino instantáneas casi incomprensibles, a descifrar como se pueda.

Jeanne Moreau, Ettori Manni

En fin, una obra maestra, eso debió de ser, pero que resultó pese a todas las apuestas a favor, fracasada.