cuatro dólares en una mesa de saldos de Piriápolis.
J. D. Salinger escibiendo El guardián entre el centeno |
El libro me conmovió. Traté de vender una reseña para recuperar por los menos los cuatro dólares, pero ya se sabe cómo es la cosa con los productos de la industria editorial. Es como con las damas: se puede decir que es linda, o que es interesante, pero la verdad, o sea que es un esperpento, debe callarse.
El engendro me conmovió por la alevosía. Este libro es un ejemplo más de un fenómeno que ya alguna vez he mencionado: el de las biografías que se escriben supuestamente desde la admiración por la obra pero que en realidad son pergeñadas desde el desprecio, si no francamente por el odio hacia el pobre pendejo responsable de la obra.
Son biografías en las que la verdadera idea rectora es cambiar el sentimiento de inferioridad que produce al escriba la obra del biografiado, por un sentimiento de superioridad respecto del autor en tanto ser humano. Y ese sentimiento de desprecio es tan claro, tan desvergonzadamente expuesto que si uno cede ante la ferocidad del discurso termina por preguntarse cómo es posible que un tipejo tan lamentable –Salinger dado el caso- haya podido alcanzar niveles de calidad artística rayanos en lo sublime.
Abro aquí una lista para quienes tengan la buena voluntad de ayudarme a incrementarla: al Salinger de Shields y Salerno le agrego, sin dudarlo, el Malcolm Lowry de Douglas Day (Fondo de Cultura Económica, 1983) y el Stendhal. El señor Yo mismo, de Michel Crouzet (Alfons el Magnanim, 1992). Estos libros no sólo comparten el sesgo esquizofrénico básico que acabo de exponer, sino que además –pero esto casi no puede sorprender- comparten la peculiaridad de no ofrecer señal alguna de tener conciencia de estar poniendo en obra un sistema elemental de compensación por medio del cual la pequeñez del biógrafo frente a un gigante de las letras se invierte, convirtiendo al biógrafo en un gigante moral que señala, inapelable, la miseria espiritual del tan reputado artista. Es más, en ninguna de estas biografías se ve ni siquiera la intención de explicar el mecanismo milagroso por el cual la miseria produce lo sublime, y la pequeñez engendra la grandeza.
J.D. Salinger (extremo izquierdo) durante la ofensiva del DÍA D |
MISERIAS DE SALINGER
Shields y Salerno, nuestro par de sabuesos literarios -adictos a las verdades escondidas, tanto más si resultan patéticas, repugnantes y dignas de castigo-, detectan que el triste final del amorío adolescente entre Salinger y Oona O’Neill –hija del Nobel Eugene O’Neill- tuvo profundas aunque nunca –hasta aquí- explicitadas consecuencias en la vida erótica de Salinger: el que le birló la bella fue nada menos que Charles Chaplin (¡qué gracioso!), por entonces, ya en 1942 no sólo estrella inoxidable del firmamento hollywoodense sino que además galán otoñal de 53 años de edad. La teoría de nuestros sabuesos es que la afición de Salinger por las adolescentes –la edad perfecta sería entre los catorce y los quince añitos- se originaría en el trauma que le significó semejante fracaso. El libro explora media docena de relacionamientos de Salinger adulto y aún maduro con nínfulas –como las llamaba su contemporáneo Nabokov--, aunque se sugiere que tal inclinación era tan intensa y habitual que es lo que en realidad decidió al escritor a retirarse a mediados de su treintena a vivir en aislamiento, construyéndose una casa en medio de los bosques de New Hampshire, bucólico aislamiento desde el que se negó hasta el último día de su vida a cualquier contacto con la prensa, construyendo empalizadas para evitar ser alcanzado por alguno de los tentáculos de la fama que tan intensamente lo reclamaba. Salinger, nos explican los sabuesos detractores, temía que su fama de escritor deviniera fama de abusador de menores. Lo no dicho pero implícito es que en nuestros tiempos de la supuesta híper-protección de los menores Salinger hubiera terminado con sus sublimes huesos en la prisión. Una pérdida para la literatura que, impolutamente correctos ciudadanos, ni siquiera hubiéramos lamentado.
Salinger sirvió en el ejército norteamericano en la WWII desde el Día D hasta la capitulación de Alemania, participando en primera línea de acción –como oficial de contraespionaje- en algunas de las más terribles batallas, especialmente en la zona de las Ardenas. Peor aún, en su rol específico, fue uno de los primeros soldados norteamericanos que se enfrentaron a la horrorosa realidad de los campos de exterminio. Al final de las acciones durante meses estuvo internado en un siquiátrico diagnosticado de estrés post-traumático. Nuestros sabuesos sugieren que su novela de inmediata posguerra El guardián entre el centeno es consecuencia directa de sus experiencias de guerra. Salinger habría cargado a su protagonista adolescente y neoyorkino, Holden Caulfield, con todo el odio y el desprecio por la humanidad en su conjunto que desarrolló durante su experiencia en la guerra. La novela es así un cocktail brutal en el que la natural rebeldía de un adolescente se vuelve ponzoña pura, explosiva y expansiva gracias a los horrores acerca de los que Salinger nunca fue capaz de escribir directamente. La idea que queda así sugerida es que Salinger sería el autor intelectual de por lo menos tres atentados asesinos de los que nuestros sabuesos se encargan en gran detalle: el de Mark David Chapman contra John Lennon, el de John Hinckley contra Ronald Reagan y el de Richard Bardo contra la actriz Rebecca Schaeffer, ya que los tres criminales declararon que El guardián entre el centeno era su Biblia privada. ¿Irresponsabilidad criminal de Salinger, inimputable por razones de calidad artística de su obra? Lo cierto es que si El guardián entre el centeno es un best seller absoluto con más de 65 millones de ejemplares vendidos, también es cierto que es uno de los libros de lectura más a menudo censurada en los centros educativos de Estados Unidos. Como también es cierto que mucho antes de que los atentados se cometieran Salinger había dado un giro profundo a su obra buscando en la sabiduría oriental nuevos contenidos para sostener a sus personajes.
Acabada la guerra Salinger se enroló en un programa de desnazificación de Alemania llevado a cabo por el ejército norteamericano. En ese contexto conoció a Sylvie, una joven doctora alemana pero con pasaporte francés (increíblemente nuestros sabuesos no dan el apellido de Sylvie ni discuten por qué no lo dan). Se casan y Salinger –que falsifica para ella diversos documentos personales- la lleva a los Estados Unidos. A los 8 meses se divorcian. La joven se había desempeñado durante la guerra como colaboradora de la Gestapo. Sylvie regresa a Alemania y no vuelven a tener contacto. ¡Bonita pareja! Salinger era medio judío y su esposa trabajaba para la Gestapo. ¿Demuestra este episodio una incapacidad, inhabilidad de Salinger para evaluar en profundidad a sus prójimos más próximos? Abundan en esta biografía de Salinger las referencias al presunto maltrato –en especial ausencia de comunicación- de Salinger con su familia, notoriamente con sus dos hijos, Matthew y Margaret, producto de su segundo matrimonio, con los que sin embargo convivió hasta que ya mayorcitos se alejaron naturalmente del hogar. Abundante atención se presta al libro que Margaret dedicó a la relación con su padre (450 páginas, casi tantas como las que Salinger publicó en vida) en las que pretende demostrar la incapacidad afectiva y de comunicación que Salinger padecía. En las páginas que dedica esta biografía a las relaciones de Salinger con sus hijos, con Sylvie, con jóvenes a las que cortejó o con las que convivió, el retrato íntimo que se nos va suministrando es el de una especie de discapacitado emocional que se esfuerza por esconder relaciones groseramente disfuncionales. Se nos ahorra sistemáticamente el detalle de relaciones en las que tales características no sean las dominantes.
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Suficiente, calculo, para demostrar mi punto: el objetivo, no declarado, por supuesto, de esta biografía es demostrar que el gran Salinger no es más que un pobre tipo, potencialmente peligroso para quienes se crucen con él –sobre todo quinceañeras- o con su literatura. Y no se crea que nuestros sabuesos literarios montan su ataque sin tomar precauciones, no sea que su honesta cruzada se convierta en una cruzada boomerang. En efecto, son muy pocas las páginas del mamotreto redactadas de su propia mano por Shields o Salerno. El libro está compuesto a manera de un nutridísimo collage hecho de informaciones, testimonios y opiniones de un ejército de fulanos y fulanas por demás desconocidos, cuya legitimidad para participar en un texto biográfico sobre Salinger nunca está ni mínimamente discutida. ¿Semejante método de composición expresa un amor en extremo vicioso por la objetividad? ¿O se trata de precauciones para que los perpetradores nunca puedan ser citados proclamando de viva voz las supuestas tristezas y miserias de uno de los grandes escritores del siglo XX?
Queda planteada la pregunta que a todos los que quizá seremos, o quisiéramos ser, biografiados algún día, nos preocupa: ¿hasta qué punto es una tendencia sólida y temible la de que los buenos escritores sean biografiados por oscuros sujetos que en realidad los odian y los desprecian? O sea: ¿a partir de qué número de casos de biografías deliberadamente jodidas es posible afirmar que la biografía es no sólo un género inútil –ya que su objetivo es imposible, inalcanzable- sino además un género ilegítimo, ya que lo que en realidad apela y convoca a sus ilusiones, no es el amor sino el odio?
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