sábado, 4 de abril de 2020

Ercole Lissardi - EL CULO EN CUESTIÓN (II), PEDAGOGÍA ANAL: MORAVIA Y CORTÁZAR

La extensa obra de Alberto Moravia –más de 60 años de escritura, entre 1929 y 1991-, siempre marcada por la dimensión transgresora del erotismo, me parece el termómetro ideal para evaluar las relaciones entre erótica y censura a lo largo del siglo XX.

Entre 1971 y 1978 la continuidad de su producción novelística se rompe: es el lapso que Moravia necesitó -50.000 horas, en sus palabras- para integrar en su praxis la novedad radical que significó el comienzo de la época de la “permisividad”, el final de la censura -o su reconfiguración, para ser precisos.


 “La vida interior” -382 páginas en la edición Plaza & Janés de 1978- marca un “regreso” de Moravia signado por lo explícito del lenguaje erótico –la utilización de las palabras prohibidas es incluso discutida en el texto- y por la voluntad de explorar las relaciones entre erotismo y política. Es cierto que en los setenta tal cuestión era de orden para los intelectuales y artistas italianos, y que en 1975 Pasolini –amigo de toda la vida de Moravia- es asesinado inmediatamente después de estrenar Saló, su película sobre la sexualidad fascista, pero no es menos cierto que el tema está presente en la obra de Moravia desde “El conformista”, de 1951.


PREFERENCIAS FASCISTAS

El personaje central de “La vida interior” es Desideria, una joven burguesa que, de la vida licenciosa pasa a la radicalización política y de ahí a la delincuencia y al crimen. Prudente, Moravia elude la narración en primera persona, recurriendo pirandellianamente a una entrevista ilimitada entre el autor y su personaje. Niña aún, Desideria descubre la sexualidad espiando el sexo entre su madre, Viola, y Tiberi, el administrador de los bienes de la familia. El sexo que practican es el sexo anal.

El mundo de Viola, el de los muy ricos, es un mundo de fascistas. Tiberi es fascista y por consiguiente el sexo que mejor le acomoda es el del vencedor, el que el otro recibe postrado, el que al otro –supuestamente- humilla. A Viola aquello no la molesta sino especialmente le gusta: “estaba constituida de tal forma que por delante sentía poco o nada, y en cambio, por detrás, mucho, muchísimo”, tenía una “extraordinaria sensibilidad de las partes erotógenas posteriores”.

La de Tiberi con Viola era la perfecta cópula fascista, que en ambos –sin saberlo- se complementa con un fuerte deseo hacia Desideria. En el caso de Tiberi es claro: el macho fascista quiere cogerse a la madre y a la hija. En el caso de Viola, Moravia, prudente, baja otro cambio: Desideria es sólo su hija adoptiva.


 MODA FASCISTA

Unos años después Desideria decide seducir a Tiberi para que le entregue parte del dinero que administra a Viola. Trama un encuentro a solas. Tiberi viste “irreprochable, en el sentido que se da a esta palabra en ciertos ambientes militares y burocráticos”: “traje gris de chaqueta cruzada, camisa blanca, corbata negra, zapatos de suela fina y punta aguda”. Desideria “atribuye un significado especial a aquel tipo de elegancia, es la elegancia fascista”. (El vestir de Viola “era el equivalente femenino del modo de vestir fascista de Tiberi, con los vestidos de las grandes modistas milanesas, muy costosos y poco personales, se podría decir que vestía de uniforme, el de una burguesa de los Parioli”). Ella, Desideria, por su parte “llevaba una camiseta marrón, ancha y deformada y pantalones de algodón azul gastados y descoloridos; sin saberlo vestía el equivalente en indumentaria (la historia sucede en 1968), de un manifiesto revolucionario”.

Cuando Desideria revela a Tiberi su intención de apropiarse de parte del dinero de su madre adoptiva, Tiberi reacciona en fascista: la llama “hija de una puta callejera”, y “aquella frase injuriosa equivalía a un principio de sodomización, era una forma de sadismo verbal”. La invita a “mostrar que sabe merecer esos millones”. Tiberi procede: la toma del pelo “agarrando en el puño un gran mechón lo torció con fuerza haciéndome gritar de dolor”. “La hace inclinarse hacia adelante, le baja los pantalones y la obliga a gritar ¡Abajo la Revolución!”. Manteniéndola así físicamente sometida, “Tiberi con la otra mano dirigía al miembro buscando el orificio anal entre las nalgas contraídas y rígidas, pero no pudo contenerse y alcanzó el orgasmo sin penetración”. Desideria sintió entonces que “por primera vez comprendía qué significaba la palabra Revolución”. A Tiberi, el burgués fascista, conservador, sádico y despavorido, a la cópula fascista que le imponía, Desideria le debía “una fulminante toma de conciencia”.

He aquí, pues, la lectura que Moravia hace del sexo anal desde la política: el sexo anal es la cópula fascista, es el instrumento, el hierro de marcar con el que el fascista injuria al cuerpo del otro, lo somete a humillación, protocolo iniciático en el camino hacia el total sometimiento… o, por el contrario, paradojalmente, hacia una toma de conciencia y de un deseo de rebelión.

………

A comienzos de los años setenta también Julio Cortázar encaraba el fin de la censura en lo que significaba para profundizar el tratamiento artístico del erotismo. 


Ya en el texto “/que sepa abrir la puerta para ir a jugar”, incluido en “Último round”, de 1969, se queja amargamente del atraso de la literatura en lengua española en el tema erótico, así como de su propia incapacidad para utilizar “la palabra concha, que por lo menos en dos ocasiones me hizo más falta que los cigarrillos”.

En la novela “El libro de Manuel, de 1973”, es donde Cortázar va más lejos en materia de liberar su decir erótico, dejando de paso explícita constancia de la “envidia bárbara” que le provocan ciertos “erotólogos aprobados por el establishment, esos que tienen piedra libre, como el viejo Miller y el viejo Genet”.

Más allá del peculiar tratamiento que da al contexto político que presenta –las internas de un grupo guerrillero argentino en el París post-68 en tono de sainete cómico porteño-, hay en El libro de Manuel un notable tratamiento de lo erótico. Con un manejo del lenguaje coloquial, nunca rebuscado Cortázar da cuenta de la intimidad del deseo, tan diverso, que lo lleva de una a la otra de sus dos mujeres: Ludmilla, la polaca guerrillera y Francine, la burguesita parisina.


ICÓNICO O CASI

Es en la relación con esta segunda que aflora lo que atañe al tema que nos ocupa. El narrador no se cansa de pedirle aquello y la francesita no se cansa de negárselo. Con todo respeto: ¿quién no conoce esa irritante negativa, sea en su versión pudorosa, como en la principista o en la simplemente miedosa? No seamos hipócritas. ¿Quién no aprobará, por consiguiente, el desenlace que el narrador le da a su ansiedad? (El lector sabiamente atribuirá el machismo que exuda este argumento no al articulista sino al autor y sus personajes).

Nuestro héroe tiende a leer cada momento de la coreografía sexual en términos de sado y maso. Él es el esclavo cuando se arrodilla para proveer a la damisela de un generoso cunnilingus, pero es el amo al hacerla sentir su fuerza tirando hacia atrás de su cabellera pelirroja cuando el jour de gloire est arrivé porque esta vez no se va a conformar con la lloriqueada negativa.

Cuando Francine se quedó “quieta, como resignada, resbalé contra ella y una vez más la tendí boca abajo, acaricié (…) sus nalgas pequeñas y apretadas (…), la oí murmurar un quejido (…) una vez más de vergüenza y miedo, porque ya debía sospechar lo que iba a hacerle (…) sintiendo mi pierna que le ceñía los muslos, liberando las manos para apartarle las nalgas y ver de lleno el trigo oscuro, el diminuto botón dorado, que se apretaba”, etc., etc., etc., con lujo de detalles, aunque siempre llevando con innegable habilidad la metaforización hasta el límite para eludir las palabrotas que tanto le costaban.

Por supuesto que el narrador acepta que se trata de un “dolor real”, aunque “fugitivo, que no merecía lástima”, muy seguro de que “no la estaba violando, aunque se negara y suplicara”, porque lo que en realidad estaba haciendo era “liberarla de la culpa, de mamá, de tanta hostia, de tanta ortodoxia”. En pocas palabras, está seguro de que Francine regresará de la experiencia de la cópula anal, así sea impuesta por la violencia, gozosa y lúcida como nunca antes.

……………

Si Desideria pudo decir que en un instante fulminante había entendido por fin el significado de la palabra Revolución, Francine podrá decir –en cuanto deje de lloriquear, se seque los mocos y recupere el habla- que ahora sí sabe realmente lo que es coger, o, más exactamente, ser cogida. ¡Cuántas honestidades anales habrán sido seducidas y derrotadas recurriendo al argumento cortazariano, tan delicadamente expuesto, refinado y convincente hasta la iconicidad!

Ni Moravia ni Cortázar volvieron al tema en su obra. En las escenas reseñadas dijeron con sobrada maestría lo que les parece esencial en la cuestión del culo: como la bofetada zen, coger por el culo es aportar al neófito, o a la neófita, la iluminación. 



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