Entre 1971 y 1978 la continuidad de su producción novelística se rompe: es el lapso que Moravia necesitó -50.000 horas, en sus palabras- para integrar en su praxis la novedad radical que significó el comienzo de la época de la “permisividad”, el final de la censura -o su reconfiguración, para ser precisos.
PREFERENCIAS FASCISTAS
El personaje central de “La vida interior” es Desideria, una
joven burguesa que, de la vida licenciosa pasa a la radicalización política y
de ahí a la delincuencia y al crimen. Prudente, Moravia elude la narración en
primera persona, recurriendo pirandellianamente a una entrevista ilimitada
entre el autor y su personaje. Niña aún, Desideria descubre la sexualidad
espiando el sexo entre su madre, Viola, y Tiberi, el administrador de los
bienes de la familia. El sexo que practican es el sexo anal.
El mundo de Viola, el de los muy ricos, es un mundo de
fascistas. Tiberi es fascista y por consiguiente el sexo que mejor le acomoda
es el del vencedor, el que el otro recibe postrado, el que al otro
–supuestamente- humilla. A Viola aquello no la molesta sino especialmente le
gusta: “estaba constituida de tal forma que por delante sentía poco o nada, y
en cambio, por detrás, mucho, muchísimo”, tenía una “extraordinaria
sensibilidad de las partes erotógenas posteriores”.
La de Tiberi con Viola era la perfecta cópula fascista, que
en ambos –sin saberlo- se complementa con un fuerte deseo hacia Desideria. En
el caso de Tiberi es claro: el macho fascista quiere cogerse a la madre y a la
hija. En el caso de Viola, Moravia, prudente, baja otro cambio: Desideria es
sólo su hija adoptiva.
MODA FASCISTA
Unos años después Desideria decide seducir a Tiberi para que
le entregue parte del dinero que administra a Viola. Trama un encuentro a
solas. Tiberi viste “irreprochable, en el sentido que se da a esta palabra en
ciertos ambientes militares y burocráticos”: “traje gris de chaqueta cruzada,
camisa blanca, corbata negra, zapatos de suela fina y punta aguda”. Desideria
“atribuye un significado especial a aquel tipo de elegancia, es la elegancia
fascista”. (El vestir de Viola “era el equivalente femenino del modo de vestir
fascista de Tiberi, con los vestidos de las grandes modistas milanesas, muy
costosos y poco personales, se podría decir que vestía de uniforme, el de una
burguesa de los Parioli”). Ella, Desideria, por su parte “llevaba una camiseta
marrón, ancha y deformada y pantalones de algodón azul gastados y descoloridos;
sin saberlo vestía el equivalente en indumentaria (la historia sucede en 1968),
de un manifiesto revolucionario”.
Cuando Desideria revela a Tiberi su intención de apropiarse
de parte del dinero de su madre adoptiva, Tiberi reacciona en fascista: la
llama “hija de una puta callejera”, y “aquella frase injuriosa equivalía a un
principio de sodomización, era una forma de sadismo verbal”. La invita a
“mostrar que sabe merecer esos millones”. Tiberi procede: la toma del pelo “agarrando
en el puño un gran mechón lo torció con fuerza haciéndome gritar de dolor”. “La
hace inclinarse hacia adelante, le baja los pantalones y la obliga a gritar
¡Abajo la Revolución!”. Manteniéndola así físicamente sometida, “Tiberi con la
otra mano dirigía al miembro buscando el orificio anal entre las nalgas
contraídas y rígidas, pero no pudo contenerse y alcanzó el orgasmo sin
penetración”. Desideria sintió entonces que “por primera vez comprendía qué
significaba la palabra Revolución”. A Tiberi, el burgués fascista, conservador,
sádico y despavorido, a la cópula fascista que le imponía, Desideria le debía
“una fulminante toma de conciencia”.
He aquí, pues, la lectura que Moravia hace del sexo anal
desde la política: el sexo anal es la cópula fascista, es el instrumento, el
hierro de marcar con el que el fascista injuria al cuerpo del otro, lo somete a
humillación, protocolo iniciático en el camino hacia el total sometimiento… o,
por el contrario, paradojalmente, hacia una toma de conciencia y de un deseo de
rebelión.
………
A comienzos de los años setenta también Julio Cortázar
encaraba el fin de la censura en lo que significaba para profundizar el
tratamiento artístico del erotismo.
Ya en el texto “/que sepa abrir la puerta para ir a jugar”,
incluido en “Último round”, de 1969, se queja amargamente del atraso de la
literatura en lengua española en el tema erótico, así como de su propia
incapacidad para utilizar “la palabra concha, que por lo menos en dos ocasiones
me hizo más falta que los cigarrillos”.
En la novela “El libro de Manuel, de 1973”, es donde
Cortázar va más lejos en materia de liberar su decir erótico, dejando de paso
explícita constancia de la “envidia bárbara” que le provocan ciertos
“erotólogos aprobados por el establishment, esos que tienen piedra libre, como
el viejo Miller y el viejo Genet”.
Más allá del peculiar tratamiento que da al contexto
político que presenta –las internas de un grupo guerrillero argentino en el
París post-68 en tono de sainete cómico porteño-, hay en El libro de Manuel un
notable tratamiento de lo erótico. Con un manejo del lenguaje coloquial, nunca
rebuscado Cortázar da cuenta de la intimidad del deseo, tan diverso, que lo
lleva de una a la otra de sus dos mujeres: Ludmilla, la polaca guerrillera y
Francine, la burguesita parisina.
ICÓNICO O CASI
Es en la relación con esta segunda que aflora lo que atañe
al tema que nos ocupa. El narrador no se cansa de pedirle aquello y la
francesita no se cansa de negárselo. Con todo respeto: ¿quién no conoce esa
irritante negativa, sea en su versión pudorosa, como en la principista o en la
simplemente miedosa? No seamos hipócritas. ¿Quién no aprobará, por
consiguiente, el desenlace que el narrador le da a su ansiedad? (El lector
sabiamente atribuirá el machismo que exuda este argumento no al articulista
sino al autor y sus personajes).
Nuestro héroe tiende a leer cada momento de la coreografía
sexual en términos de sado y maso. Él es el esclavo cuando se arrodilla para
proveer a la damisela de un generoso cunnilingus, pero es el amo al hacerla
sentir su fuerza tirando hacia atrás de su cabellera pelirroja cuando el jour
de gloire est arrivé porque esta vez no se va a conformar con la lloriqueada
negativa.
Cuando Francine se quedó “quieta, como resignada, resbalé
contra ella y una vez más la tendí boca abajo, acaricié (…) sus nalgas pequeñas
y apretadas (…), la oí murmurar un quejido (…) una vez más de vergüenza y
miedo, porque ya debía sospechar lo que iba a hacerle (…) sintiendo mi pierna
que le ceñía los muslos, liberando las manos para apartarle las nalgas y ver de
lleno el trigo oscuro, el diminuto botón dorado, que se apretaba”, etc., etc.,
etc., con lujo de detalles, aunque siempre llevando con innegable habilidad la
metaforización hasta el límite para eludir las palabrotas que tanto le
costaban.
Por supuesto que el narrador acepta que se trata de un
“dolor real”, aunque “fugitivo, que no merecía lástima”, muy seguro de que “no
la estaba violando, aunque se negara y suplicara”, porque lo que en realidad
estaba haciendo era “liberarla de la culpa, de mamá, de tanta hostia, de tanta
ortodoxia”. En pocas palabras, está seguro de que Francine regresará de la
experiencia de la cópula anal, así sea impuesta por la violencia, gozosa y
lúcida como nunca antes.
……………
Si Desideria pudo decir que en un instante fulminante había
entendido por fin el significado de la palabra Revolución, Francine podrá decir
–en cuanto deje de lloriquear, se seque los mocos y recupere el habla- que
ahora sí sabe realmente lo que es coger, o, más exactamente, ser cogida.
¡Cuántas honestidades anales habrán sido seducidas y derrotadas recurriendo al
argumento cortazariano, tan delicadamente expuesto, refinado y convincente
hasta la iconicidad!
Ni Moravia ni Cortázar volvieron al tema en su obra. En las
escenas reseñadas dijeron con sobrada maestría lo que les parece esencial en la
cuestión del culo: como la bofetada zen, coger por el culo es aportar al
neófito, o a la neófita, la iluminación.