Instalarse, a como dé lugar, en la intimidad del otro, hurgar allí hasta el agotamiento del hipotético secreto cuyo conocimiento nos resultaría hipotéticamente imprescindible, es, por definición, violencia. La violencia es inherente al Deseo, no importando cuán aquiescente sea el otro, ni cuán intenso sea el Deseo que se genere en respuesta.
El destino del Deseo es la impotencia, porque no hay Tierra Prometida a la que pueda llevarnos desear a alguien, sea quien sea. La impotencia es combustible que se agrega a la violencia inherente al Deseo.
La violencia física o moral, y el daño físico o moral, no son los objetivos del Deseo. Como agente del Deseo la violencia no es sino un medio, un recurso que permitiría llegar más rápidamente al verdadero objetivo, que es violar un secreto en realidad inexistente.
En Erótica, como en Política, la violencia puede convertirse en un fin en sí misma. La incapacidad para desear –o sea, para anhelar la existencia de un secreto decisivo-, la incapacidad para desear bien –o sea, asumiendo la cualidad ilusoria y efímera del Deseo-, la incapacidad para acceder a la intimidad del deseado, pervierten el impulso violento del Deseo, convirtiéndolo –a él y a su consecuencia, el daño- en un fin.
Antes de manifestarse en una actitud hacia el otro, el Deseo es violencia hacia el que desea. Desear, a otro, a un extraño nos violenta. Rompe nuestra estabilidad emocional, nuestro equilibrio. Altera, por no decir que manda a volar, todo nuestro sistema de valores y prioridades. Desear es sufrir. Por lo que se deja atrás en tanto prioridad, y por la súbita conciencia de la falta que nos corroe el alma. Desear nos lanza a la intemperie de lo incomprensible, cuando no de lo hipotéticamente inaccesible.
La violencia del Deseo genera resistencia, y el Deseo reflejo (ver ERÓTICA I, EL DESEO), en tanto Deseo, también es violencia. La vida del Deseo es una vida violenta, comienza con la violencia de la fascinación y termina con la violencia de la impotencia, comienza con la violencia de la ilusión y termina con la violencia de la decepción. Como casi todo lo humano.
Propia del mundo decadente en que vivimos es la teatralización del Deseo y también la teatralización de la violencia que le es inherente. No somos capaces de vivirlo realmente, pero sabemos que existe algo llamado Deseo, impulso incontrolable y violento. Y, por pura nostalgia, porque vagamente percibimos que es el Deseo lo que le da sentido a la vida, los ponemos en escena. Esta comedia del Deseo termina con una profunda reverencia, no con un portazo.
El Deseo no sabe seducir, no es lo suyo. La vocación del Deseo es adueñarse, poseer, sin más trámite. La seducción implica frialdad y paciencia. El Deseo es impaciente, torpe, ciego. Su único recurso -pero en todas sus formas, desde las más sutiles, desde la simple pero inflexible insistencia- es la violencia. El seductor no desea realmente, para él la perturbación mental que implica el Deseo es un inconveniente. El seductor solamente se encapricha con una presa que le parece digna de su ingenio de cazador.
El que desea sólo dispone de un argumento para seducir: la fuerza de su Deseo, fuerza que se expresa, como toda fuerza, en actos, más o menos encubiertos, de violencia. El verdadero Deseo genera Deseo en el deseado. Este Deseo reflejo ejerce a su vez violencia. En el mundo del Deseo poseer es ser poseído.
Imponer el propio Deseo al deseado, obligarlo a asumir que ya no es libre, que los límites de su prisión son los que le permite mi Deseo. Obligarlo a desear. A desear ser poseído. El Deseo generado por el Deseo, el Deseo reflejo, es el deseo de ser poseído para, en ese acto de posesión, poseer a su vez, devorar, al que se abisma, al que se pierde, al que se extravía poseyendo.
La posesión mental sólo puede ser exhaustiva. Se posee al que queda arrinconado, al que ya no puede pensar ni imaginar sólo para sí. El teatro de su mente no tiene bambalinas, sólo hay lo que se ve, sólo puede llegar a verse lo que ya está a la vista. El deseado se ha replegado hasta el silencio, hasta la tabula rasa, hasta la mente en blanco. La ávida mirada del deseante ha vaciado su bazar.
La posesión física busca la confesión. La posesión física es un método de tortura. Como toda tortura sabe que hay un límite. Y sabe que no le interesa cruzar ese límite, porque más allá de ese límite ya no hay nada, y sobre todo lo que no hay es la posibilidad de seguir adelante con la tortura. La violencia del Deseo se acerca infinitamente al último límite, sin cruzarlo. Ese es su juego.
La posesión física sólo puede ser exhaustiva, es decir: no excluye peripecia física alguna que pueda acercar, consciente o inconscientemente, en la lucidez o en el delirio, a la confesión, a la apertura final, a la entrega de la perla, del secreto. Arrasar el cuerpo, hurgar en él, hasta dar finalmente con el espasmo indiscreto, el instante en el que escapa –como el alma del cuerpo en el momento de la muerte- el secreto tan deseado.
En la posesión física el deseante no busca la cosquilla, ni el placer, ni el orgasmo, ni goce alguno. Busca una epifanía, una revelación, el secreto sin el acceso al cual el mundo es lo que es, o sea, mayormente un páramo. La verdadera condición a la que aspira el deseante en la posesión física es la Excitación Perpetua, la Erección Perpetua de lo que haya de erectable, aquella con la que se pueda arrastrar al deseado hasta la última orilla del agotamiento, más allá de la cual finalmente ya no le será posible seguir ocultando su maldito secreto.
¿Cuál es el significado, durante la posesión física, de las mordidas, los arañazos, los pellizcos, los castañazos, los fustazos, las manos atadas, los vergazos desconsiderados y los conchazos decididos a arrancarle la verga al macho? De lo que se trata es de desmontar la comedia del placer, la comedia de la mutua complacencia, la del instinto reproductor, la del amor eterno. De lo que se trata es de rasgar el velo, de hacer visible lo secreto. En el filo agridulce del placer y del dolor, de la caricia y la cachetada, en la claridad amenazante de la sorpresa se abre la entraña en la que está tatuada a fuego la razón de ser del universo entero. El Deseo, y la violencia de que está preñado, y que a su vez despierta, son las dos caras de la moneda, ilusión y decepción, con la que se paga el privilegio de ser humano.
El Deseo, especialmente cuando alcanza la fase de mutuo Deseo, es la guerra. Sólo en el error el Deseo puede conducir a la convivencia. La convivencia sólo puede ser producto de un acuerdo para proporcionarse las bases físicas y mentales adecuadas para encarar las peripecias y los menesteres de la simple existencia. La convivencia inducida por el Deseo en el mejor de los casos acaba pronto, en el peor de los casos acaba en catástrofe.
¿Se puede amar a quien se desea? No. El Amor, suponiendo que tal cosa exista es un sentimiento positivo que implica hacer todo el bien posible, y ningún mal en absoluto, a la persona amada. ¿Se puede desear a quien se ama? No. La relación de Deseo es una relación obsesiva y excluyente. En el caso de súbitamente experimentar Deseo hacia quien se ama, el Amor desaparece, el amado deviene simple objeto de Deseo. Eventualmente, agotado el Deseo, se puede volver a amarlo. Es raro.
Se puede tener sexo con fines reproductivos, con fines de expresión de afectividad o por necesidad de índole fisiológica. Ninguno de estos modos de la sexualidad tiene nada que ver con violencia. Ninguno tiene que ver con el Deseo. La violencia es un ingrediente exclusivo de la relación de Deseo en su fase de posesión física, porque sólo la relación de Deseo tiene una finalidad que la trasciende, para alcanzar la cual debe rasgar el velo de las apariencias.
Los límites de la violencia admisible los marca la ley. No el sentido común, ni el buen gusto, ni la ética, ni instancia alguna de medición objetiva de intensidad o consecuencias.
El fracaso es tan inherente al Deseo como lo es a la escritura. La violencia que infringe el Deseo es equivalente a la que la escritura infringe al lenguaje. El secreto del deseado es tan quimérico como las esencias a que aspira la escritura. Así como el Deseo desgarra las apariencias del deseado, así la escritura desgarra los lugares comunes de que está hecho el lenguaje. Pero estos atravesares nos dejan en el vacío y en el silencio: no hay tal secreto, y los lugares comunes son todo lo que en definitiva hay para decir acerca del mundo.