I). Claro está que al final, como decimos en criollo, se va de mambo, adjudicándole a su héroe un destino que no puedo suscribir.
Brandon es adicto a la pornografía, su mente está colonizada por lo que he dado en llamar “cuerpo pornográfico”, sólo entregándose a ese constructo virtual puede satisfacerse o al menos mantener a raya, precariamente, a la insatisfacción. Y sólo puede entregarse a él mediante la masturbación, o mediante cuerpos reales pero fugaces, sin densidad humana, cuerpos que se dan como muy poco más que una pura imagen: el de la prostituta, o el del polvo fugaz, con extrañas. Cualquier intento de una relación basada en una atracción más profunda, en un deseo verdadero, está, para Brandon, condenado al fracaso. Es el caso de la relación con la chica en el metro –el contacto profundo de sus miradas está magníficamente dado-, y es el caso del intento con Marianne, su compañera de trabajo.
El tono del film es parco y sombrío. Brandon, en su mediana edad, está entregado a su adicción ya sin esperanza de zafar. Sólo aspira a satisfacerla, a sabiendas que al ceder no hace sino realimentarla. Está, diríamos, sitiado en su epidermis. De ahí lo atinado de los espléndidos desnudos de Fassbender en los primeros minutos del film. La expresión en el rostro de Brandon, inalterable, es la del que no espera nada, de nadie.
Planteada esta situación, la historia avanza para mostrar las consecuencias a las que lleva. Y a lo que lleva es a la vergüenza del título. En la oficina en que trabaja una inspección de mantenimiento de las computadoras pone en evidencia que la suya está repleta de pornografía. Luego su hermana, Sissy, cantante más o menos vagabunda y desocupada que, a falta de lugar donde vivir viene a aterrizar a su departamento, lo descubre masturbándose.
Pero la relación con Sissy sirve para mostrar consecuencias más profundas de su adicción. Como todo adicto Brandon es incapaz de ocuparse de otra cosa que no sea la imposible satisfacción de su adicción. Su hermana, Sissy, es una mujer frágil, patológicamente en busca de afecto, siempre al borde mismo de la depresión. Y por más que le pide a Brandon apoyo emocional, no lo obtiene. Cuando por accidente lo descubre masturbándose Brandon es incapaz de otra reacción más que expulsarla del departamento, aunque no tenga a dónde ir. Brandon no soporta la destrucción de su santuario masturbatorio. Como todo adicto necesita de la soledad para abismarse en su adicción.
En este punto la historia alcanza su clímax. Mientras en una noche absurda Brandon se castiga haciéndose golpear en una pelea callejera, y luego se hace felar en una especie de burdel gay felliniano, y luego se entrega a una orgía con dos prostitutas, Sissy se corta las venas. Brandon toca fondo. Aunque consigue salvar in extremis a su hermana, se derrumba. En el fondo de la desesperación invoca a Dios en su ayuda. Diosito, que no esperaba sino esta entrega a su Sagrado Nombre, acude en su ayuda. En la última escena Brandon vuelve a encontrarse con la extraña en el metro. Vuelve a darse el contacto pleno de las miradas. Y si bien ahí termina la historia sin que la relación comience a suceder, quedamos con la ilusión de que esta vez sí Brandon va a ser capaz de encarar una relación verdadera. En otras palabras, que está curado.
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McQueen sabe de cine. Tiene bien digeridos sus bressones y sus antonionis. El laconismo de sus personajes y la parquedad precisa y morosa de su estilo visual vehiculizan con total transparencia las angustias secretas de sus personajes. Sólo pisa el acelerador cuando es indispensable. La escena de Brandon cogiendo interminablemente con las dos prostitutas mientras en su expresión se marca cada vez más profundamente la desesperación, el dolor y el desprecio de sí, queda para el recuerdo.
En Shame tenemos, pues, la versión trágica de la adicción a la pornografía, la entrega a la masturbación y la incapacidad para encarar relaciones basadas en la autenticidad del deseo. Muy diferente, como veremos en la próxima entrada, es el tratamiento de los mismos temas en Don Jon.
Con todo, diré que me gusta la película de McQueen. Me gusta por la seguridad nunca ostentosa con que maneja la estética por la que opta, y me gusta, por supuesto, porque coincidimos en el diagnóstico que hace de la adicción a la pornografía. Me deja de gustar cuando finalmente asoma el supuesto de base de su trabajo, la vieja dialéctica entre el pecado y la redención, en línea con las convicciones de Pablo de Tarso y de Agustín de Hipona.
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La masturbación, claro está, no es mala en sí misma. Existen por los menos cuatro tipos de masturbación. Está la masturbación de los adolescentes, a la que los empujan los apremios de su fisiología en estado explosivo. Está la masturbación como manera de inducción del sueño, como manera de relajarse completamente y alejarse de todas las ansiedades cosechadas durante el día. Estas dos son formas de la masturbación que pueden o no utilizar a la pornografía. Está, por supuesto, la masturbación a la que conduce la adicción a la pornografía. Y está la masturbación como opción sexual consecuente y específica, que es una forma más de la diversidad sexual. El masturbador puro es el que opta por un mundo sexual imaginario, mundo ese que lo satisface y completa más que lo que podría hacerlo la sexualidad compartida.
Tampoco la pornografía es mala en sí misma. Es mala en tanto conduce a la elección del cuerpo pornográfico como el único capaz de satisfacernos. “Elección” –por decirlo de alguna manera- que conduce a la masturbación y eventualmente a esas variaciones del cuerpo pornográfico que son la prostitución y la sexualidad fugaz, con extraños.
En sí la pornografía –como la sobreabundante iconografía de faunos y sátiros en la Antigüedad Clásica- no hace sino recordarnos el deber de sensualidad, no hace sino estimularnos para encarar ese deber de sensualidad. La utilización de la pornografía en contexto de pareja –casi el 50% de las parejas lo utilizan según encuestas serias tanto en el Reino Unido como en el Japón- deja ver claramente esa función de estimulación, al punto en que uno llega a preguntarse si en ese contexto de parejas la pornografía no juega en realidad un rol de comunicación profunda. A menudo lo que no puede decirse, por pudor, puede señalarse. “Eso, eso” se susurra y queda bien claro lo que se desea.
Michael Fassbender en Shame |