hecho, central, de que Dios escribe y guarda su secreto en el lugar más íntimo del cuerpo de Sara.
Al igual que la sentencia que se inscribe en la carne de los condenados en el relato “En la colonia penitenciaria” de Franz Kafka –ver mi entrada anterior- el mensaje que Sara porta resulta ilegible. Si bien en el caso de Sara el mensaje ingresa al cuerpo por la vía contra natura, no lo introduce una máquina; pero sólo es posible verlo a través de una máquina (fibroscopía mediante). Se lo puede ver, descifrarlo es imposible.
El principal problema que hace avanzar la trama no es conocer el mensaje incognoscible allá depositado, sino –para Sara- poder leer las señales de la voluntad de su amado durante los extensos lapsos en que éste se encuentra ausente. El deseo de Sara por encontrarse con su amante la lleva a más de una confusión. No es para menos tratándose de un dios que va encarnando en diferentes hombres.
EL DIOS AMANTE DE SARA
Si bien su esencia consiste en que él es él, y de eso no hay duda, el dios de Sara requiere de soportes humanos para sus encuentros con ella. Esto genera algunas dificultades, porque quien involuntariamente presta su cuerpo, oficia de tercero entre él y ella. Este tercero funciona como médium de él: Dios penetra en el hombre para, desde él, poder penetrar a la mujer. No siempre las relaciones entre huésped y hospedaje son cordiales, pero esta tensión se alivia cuando él logra actuar sin que su víctima sea consciente de estar habitado por Dios.
En el texto abundan las referencias bíblicas, especialmente al Génesis y al Cantar de los Cantares; este dios, como el de Abrahám, es innombrable, su nombre impronunciable. Pero también refiere a la figura de Jesucristo y, no menos, a la de Eros. Se trata de un dios metamórfico, mutante, no ubicuo ni omnisapiente –por el contrario, bastante chambón-. Una divinidad intermitente, que aparece cuando puede. Pero a fin de cuentas accesible: responde al amor de Sara.
Para los hombres que tienen que soportarlo, resulta un dios parásito, invasor. Pero encarnar en cuerpos humanos hace que él –a diferencia de Eros- pueda ser mirado a plena luz –aunque no es a él en sentido estricto a quien se vea…-. Sin embargo, tampoco puede eludir su cualidad evanescente –al igual que Eros-. El dios de Sara es un dios en fuga, al que no le es posible permanecer junto a ella.
Él, como muchos dioses antiguos, es una deidad vulnerable y está en peligro. De hecho: perseguido. Los hombres quieren robarle su secreto y exterminarlo, quieren ocupar su lugar: devenir dioses. Si lo consiguen, “todo estará perdido. El destino del universo entero estará en las manos más temibles, las de los hombres”. Por eso él insemina a Sara grabándole su secreto, con el fin de ponerlo a salvo para luego poder volver a reinar sobre el mundo, ella a su lado, hasta el fin de los tiempos –para lo cual faltaría poco, quizá porque este libro viene después del “Evangelio para el fin de los tiempos” en la serie de su autor…-.
Sin embargo, él es una divinidad humanizada. E incluso, demasiado humanizada. Por haber llegado a amar a sus criaturas más que a sí mismo –quebrando uno de Los Mandamientos- está expuesto al deseo de los hombres de destruirlo. Se trata de un dios irónico y sarcástico que, además, se aficiona al sexo no reproductivo… Especialmente en las características de él se desarrolla la fuerte veta humorística de la narración.
Después de Nietzsche –quien vino después de Mainländer, verdadero precursor de la muerte de Dios- Lissardi declara: no es que Dios haya muerto, sólo ha devenido vulnerable y está en peligro. ¿El amor sexual podrá salvarlo…? Porque el amor intelectual no hizo más que generar nuestra tradición hiperracionalista e incapaz de creer en nada, que ahogando la fe y la ilusión amenaza con ahogar también el Deseo…
El amor de Dios no tiene cabida en las parejas normales de Sara, sino en personajes que la situarán en el extremo de lo soportable, en el obsceno límite con lo monstruoso. El deseo de Dios nace a orillas de la Ley. Por este tipo de ingrediente en su literatura es que algunos llaman a Lissardi “el Bataille uruguayo”…
Por otra parte, cabe subrayar que Sara no saldrá entera de la peripecia: terminará con un brazo quebrado y media pierna de menos. De todos modos, esto no es nada comparado con el peligro que corre si los hombres se enteran de que ella tiene el secreto: “te van a cortar en pedacitos hasta encontrarlo, van a cribar tu sangre buscándolo, van a arrancarte las uñas para saber si está debajo, van a rasparte los huesos y a rasgarte los intestinos de punta a punta”. Y él no podrá hacer nada por evitarlo. Es que se trata de un dios harto desemponderado… Ajedrecista en jaque que sólo a veces logra adelantar algunas jugadas. En realidad es ella la que lo protege a él. Este dios se viste con los ropajes andrajosos, pero igualmente encantadores, del héroe degradado, que llegó a la literatura de la mano del mito del individuo y se ha quedado.
LO INDECIBLE
Por más desprejuiciado que un escritor aspire a ser en el uso de las palabras y las imágenes resulta imposible que las palabras abandonen su naturaleza. Una obra literaria, por más que pretenda mostrar o decir en forma “directa” lo que sea, siempre es un aparato de lenguaje. En él, las palabras ocultan al mismo tiempo que muestran, permiten y prohíben cierto acceso a las cosas.
La cuestión del decir y del callar, de la fidelidad respecto de la verdad, de la posibilidad de guardar un secreto cuando de ello depende la existencia, de hasta qué punto decir o no decir pueda constituir un acto de honestidad o de engaño, es el leit motif que recorre el relato desde el principio hasta el final.
La duplicidad que se establece entre el dios que invade los cuerpos y la identidad de los favorecidos –o damnificados- con la presencia divina permite abordar dos tabúes medulares en nuestra cultura: el incesto y la pedofilia.
Por un lado, el ancianísimo dios es frecuentemente comparado con un niño. Por otro, la figura humana en la que finalmente encarna es exactamente aquella con la que a Sara no le está permitido tener sexo –cuestión que, cuidadosamente, no se dice con todas las letras-.
El pacto -mudo- entre Sara y la última encarnación de él, renovación del pacto de la alianza entre Dios y los hombres, suerte de contrato matrimonial, consistirá en el mutuo reconocimiento del derecho al misterio: el respeto de cada uno por los secretos del otro. Sea el secreto lo que sea; y aun teniendo todos los datos para sospechar la naturaleza trágica y moralmente inaceptable del secreto de ese hombre.
La verdad, como un juego de apariciones y desapariciones, como velos que se levantan para dar lugar a nuevos velos, recorre la peripecia de Sara con su dios. No se trata de llegar al final de las cosas, sino de jugar y seguir jugando, de encadenar enunciados y mantener la atención del lector. Just literature.
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En este diálogo que propongo, quiero dejar algunas preguntas planteadas. ¿Qué dirá el mensaje en las entrañas de Sara? ¿A quién irá dirigido? ¿Al lector? ¿Qué pasará con el meollo de la verdad de Dios y de su poder cuando Sara muera? ¿O es que ella se ha vuelto inmortal? ¿Y si no hubiera nada para descifrar…? Se trataría de una blasfemia: la verdad del poder de Dios se guarda en el intestino. Se la puede recubrir con un eufemismo: Dios anida en lo más íntimo.
Adentrándose en la dimensión metafórica de “El amante espléndido”, no parece descabellado señalar que este texto, al igual que “En la colonia penitenciaria”, trata del acceso a La Escritura. La Escritura está en lo más íntimo de los hombres a los efectos de que éstos puedan acceder a ella: “Me ha dicho que si ha escondido su secreto en el refugio precario de mis entrañas y no detrás de la última piedra interestelar, lejos del alcance de los hombres, es porque ha llegado a comprender que sin la avidez de los hombres por descubrirlo su secreto no tiene ningún sentido. ‘No se trata de esconder, sino de jugar a las escondidas’ dijo”.
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"El amante espléndido", Ercole Lissardi, 2002.
"Evangelio para el fin de los tiempos", Ercole Lissardi, 1999.