deseos y circunstancias que tuvieron que conjugarse para que Man Ray, Capa, Burri, Mapplethorpe o tantos otros fotógrafos geniales o afortunados, detuvieran un instante y lo convirtieran en una cristalización definitiva de significados.
Especialmente emocionante me resultó el relato de la última sesión de fotos (last sitting) de Marilyn Monroe –para la revista Vogue-, relato basado en los recuerdos del afortunado al que le tocó realizarla: Bert Stern, por entonces un joven pero ya acreditado fotógrafo de publicidad y de modas. Seis semanas después de la sesión Marilyn estaba muerta en circunstancias -¿suicidio? ¿asesinato?- que hoy, cinco décadas y pico después, no han recibido aún la última palabra.
El sueño guajiro de Bert era fotografiar a Marilyn desnuda. Nadie lo había hecho desde los lejanísimos días en que Norma Jean Baker, entonces una ilustre desconocida, había posado desnuda para un almanaque de esos habituales en los talleres mecánicos. Por cierto que en 1962, en la cúspide de su fama “el más grande símbolo sexual de América” (Joan Mellen), el “Stradivarius del sexo” (Norman Mailer), no tenía ninguna necesidad de transgredir lo que por entonces eran una regla de hierro para una estrella del cine. ¿O acaso sí tenía, para sí, secreta, a los 36 años de su edad, la necesidad de revelarle a sus millones y millones de fans cómo eran en realidad –o sea antes de que se ajaran- las maravillas por las que suspiraban?
Lo cierto es que cuando todo estuvo pronto para comenzar la primera sesión –con el último piso del Hotel Bel Air de Los Ángeles convertido en estudio fotográfico, y con mucho Dom Pérignon 1953 bien frío a mano, y con música de los Everly Brothers de fondo-, Bert le mostró, un poco como tonteando, unos preciosos velos transparentes que había traído, y Marilyn simplemente le preguntó:
-¿Quieres que hagamos desnudos?
-Bueno... este... podría ser... aunque no sería exactamente desnudos... estarían estos velos...
-¿Y como cuánto se ve a través de estos velos?
-Depende de cómo se los ilumina.
Entonces es que viene el primero de los dos aspectos que realmente me fascinan de todo el asunto del last sitting de Marilyn, más allá de verla desnuda, sin maquillaje alguno –apenas delineador y lápiz de labios-, más allá de lo demacrada que en algunas fotos aparece, y de la cosa recontratriste que hay en su mirada en algunas de las fotos.
Marilyn le pregunta:
-¿Se vería mi cicatriz?
Bert no sabe nada de la cicatriz. Ella explica que le sacaron la vesícula unas semanas atrás. Era, pues, una cicatriz fresca. No existía entonces la tecnología actual que realiza esa cirugía sin dejar cicatriz, de manera que ella tenía un soberbio costurón en la parte alta del vientre. Bert promete que retocará las fotos –cosa que cumple- y que no se verá nada.
Mirando las fotos sin retoques uno puede pensar que el desenfado y la sensualidad con que posa Marilyn se justifican en la seguridad de que el retoque borraría la cicatriz de tres pulgadas y media, pero me parece inevitable adivinar una especie de placer morboso en exhibir vulnerada, estropeada, la perfección física de su imagen de diva, especialmente cuando en poco tiempo iba a destruir la perfección de su maravillosa vida de diva hollywoodense suicidándose.
El last sitting de Marilyn fueron tres días de trabajo y más de 2500 fotos. Sólo un puñado de ellas son desnudos. El resto son Marilyn arrancando a un variadísimo vestuario todo su poder de sugestión erótica. Cuenta Bert que hacia el final del tercer día de trabajo, notándola cansada, decidió arriesgarse para lograr, de yapa, algo especial. Pide quedarse a solas con ella en el set.
-¿Qué quiere hacer? –le pregunta a Marilyn.
Marilyn quien, por cierto, ya estaba algo ebria, se desnuda y se tiende en una cama de blancas sábanas. El alcohol debió de facilitar la espontaneidad que define a estas últimas y célebres tomas. “Ante mis ojos se transformaba en una criatura de pura luz” dice Bert, poeta a sus horas. Desinhibidas y lúdicas se suceden las poses en una atmósfera de alta tensión sexual. “En determinado momento me incliné sobre ella, cuenta Bert. En el momento en que mis labios se posaron sobre su piel se volvió lentamente y dijo simplemente: no”. Cansada, a Marilyn la gana la modorra. Para captar una última toma Bert se para sobre la cama. Captura su perfil durmiente sobre la almohada.
Decía que dos aspectos me fascinan de todo el asunto del last sitting. Aquí viene el otro. Al retirarse Bert de la habitación donde la diva dormitaba desnuda, entró, con su propia cámara en mano, el asistente de Bert, Leif-Erik Nygards, joven, guapo y por lo visto ambicioso y emprendedor. Según su relato –nadie podría contradecirlo- le pidió a la diva una única foto, para él, de recuerdo. Marilyn se sacó de encima la sábana y dejó que Nygards le tomara una única foto. Es la última foto de Marilyn tomada por un profesional y la única jamás tomada a Marilyn en la que se vea su vello púbico.
¿Habremos de creerle a Leif-Erik esta generosidad de la diva? En la foto no se la ve muy despierta. A lo mejor –a lo peor- Leif-Erik aprovechó que la diva dormía. Aunque, si al fin y al cabo la sesión de desnudos con Bert se había basado en un impulso de generosidad de la diva hacia sus infinitos admiradores ¿por qué no creer que se le antojó un último y definitivo gesto de generosidad transgresora?
En todo caso dan un poco de asco estos dos “genios” de la fotografía. Uno intentando conseguir de la diva ebria el gran recuerdito. El otro aprovechando para garronearle un poco de vello púbico.