viernes, 20 de noviembre de 2015

Ercole Lissardi - LOS DíAS FELICES -

(fragmento del capítulo I)



     Por supuesto que de aquello no le dije una sola palabra absolutamente a nadie. ¿Quién podría comprender semejante cosa si ni yo misma la entendía? Y por supuesto: ni por un instante se me ocurrió salir a buscar en la realidad aquello que –much to my surprise- de golpe me llenaba, me atiborraba –diría- la fantasía. Pajearme era, obviamente –ni tenía que explicitarme semejante conclusión-, la única válvula de escape posible para mi absurdo deseo. Empecé a coleccionar efigies de adultos mayores machos que me llamaran la atención. Empecé a hacer una carpetita, como otras las hacen con sus favoritos del cine o de la música.

     Fue una etapa –largos meses- de ir afinando noche a noche, secreta y laboriosamente, mi gusto en tan inesperada  materia. Meses de vagar por la delicia estratosférica, allá donde flotan, plenamente accesibles pero sólo en tanto fantasmas, nuestras más secretas imaginaciones. Aprendí a detectar aquello que en los gerontes me conmovía más íntimamente, su poder secreto. Fue el tiempo del deslumbramiento. Noche tras noche los veía estirar discretamente sus labios de papel satinado para mostrarme sus sonrisas de Monos Lisos, irresistiblemente seductores. Noche tras noche los vi inclinarse sobre hembras abiertas –nunca yo, imposible que fuera yo la hembra abierta- para surcarles el cuerpo con sus quillas sarmentosas. Hasta que una noche me tocó a mí, tuve el coraje de cruzar la raya y someterme imaginariamente a sus seniles deseos, y esa noche el polvo, la paja fue tan apabullante que no pude sino sentir que estaba pronta para lo que fuera, por más absurdo, por más demente, por más impensable que resultase.

     Pero no. No, no y no. Imposible introducir en mi vida sexual a los viejos que recorren a paso lento la feria de frutas y verduras buscando las ofertas para defender sus magras jubilaciones, o a los que pasan tardes interminables sentados en los bancos de plaza mirando no se sabe qué, aunque lo único que hay para mirar es madres jóvenes con sus pequeños. Imposible. Mi deseo y mi goce sólo eran posibles en soledad, en imágenes, en fotos, en mi imaginación solamente.

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     Por entonces tuve otro novio, Albérico –nombre un tanto tonto, para mi gusto. Lo fui aceptando porque no insistía demasiado, de puro humilde, en realidad. O porque desde el principio concebí, sin saberlo –sucede-, que el pobre podía servirme para algo. Trabajaba como repartidor en el almacén del chino. Andaba de un lado para el otro con su bicicleta cargada de víveres y vituallas. Se dio cuenta de que lo miraba antes de que yo misma me diera cuenta de que lo miraba. Un día se bajó de su bicicleta y se puso a caminar a mi lado, sin decir una palabra, como uno de esos cuzquitos que te siguen por la calle, pronto para, si le decía que se fuera a la mierda, desaparecer sin objeciones. A la tercera o cuarta vez que lo tuve de muda compañía asumí que él era justo lo que necesitaba. Un perfecto pazguato, intenso y taciturno, una especie de consolador humano. Me descubrí esa frialdad pragmática para lo sexual que algunas –y algunos, supongo- tenemos.

     En realidad –una vez que estuve segura de que si bien no era mudo estaba en su naturaleza mantener el pico cerrado- fui yo la que lo arrastré al zaguán de la casa de junto a la nuestra, que estaba deshabitada desde hacía años. Él, fascinado por intimar con una chica de clase social superior a la suya, no quería más que besos. Quería respetarme. Pero yo, con las orgías de gerontes prodigiosos enloqueciéndome noche a noche, no estaba para remilgos. El zaguán era tan oscuro que a menos que hubiera una luna como ninguna, todo era al tanteo. Esa oscuridad total me regaló la segunda manera de paliar mi imposible deseo.

     Cogíamos parados. Le daba las nalgas y alejaba de él la parte noble de mi cuerpo tanto como podía. Y así, en la oscuridad, sin besos, ni miradas, ni palabras, cogiendo a solas para decirlo de alguna manera, imaginaba que el que me cogía era uno de mis magníficos gerontes. A la pija que me serruchaba, a veces con demasiadas consideraciones, le atribuía yo la cara de una de mis efigies favoritas... y acababa al toque, sofocada por una pasión incomprensible para Albérico el repartidor, que ensoberbecido por la intensidad de mi goce, se esforzaba por aguantar el suyo hasta que yo alcanzara una segunda y a veces una tercera agonía, para recién entonces desmontar y descargarse sobre las baldosas sucias del zaguán. Dios lo bendiga a Albérico: sin aquellos polvos magníficos que  me echaron mis gerontes por interpósita persona quizá nunca hubiera sido capaz de pasar a la cosa en sí.

     No sé si Albérico la tenía corta o larga, gorda o flaca. Sólo recuerdo de aquellos ratos tremebundos las vergas imaginarias de mis gerontes favoritos, las vergas que les imaginaba para que hicieran juego con sus rostros, con sus gestos, con su particular manera de llevar su sabia e insaciable senectud, con toda la soberbia y toda la coquetería del mundo. Mi súper favorito –no recuerdo quién era en la vida real: alguien poderoso y europeo- era un viejo alto y flaco, con el cabello plateado y muy corto, de ojos celestes y con una sonrisa torcida y burlona en los labios. Llegaba en limusina para una soirée de gala, avanzaba sobre una alfombra roja, con público a los lados, llevando del brazo a una chiquilina, verdaderamente una piba, absolutamente deliciosa, de rechupete hasta para la menos lesbiana de sus congéneres. El tipo –que no podía tener menos de setenta y cinco años- evidenciaba el secreto de su poder en su pequeña sonrisa torcida, que a veces me parecía burlona, pero también, a veces, cínica, casi cruel. El cabrón me ponía a recitar los Salmos apenas me la clavaba –a la piba le pasaría lo mismo, imaginaba yo, con toda precisión y detalle, en medio de la ordalía. A él, a ese, mi fetiche preferido, no le hubiera negado nada que me pidiera. No pocas veces fui a él abundantemente untada con vaselina, por si acaso.

     ¿Qué me faltaba para debutar en los incomprensibles placeres que a mi capricho se le antojaban? Prácticamente nada. Faltaba nomás que las circunstancias propicias se presentaran. No sé cuánto duró con Albérico. Un buen día desapareció. Había cumplido su papel en la comedieta de mi libido. Quizá lo echó el chino. Quizá, pedaleando distraído, pensando en mí seguramente, en una maniobra desafortunada de su bicicleta cargada de pedidos, un auto, o peor: un camión o una camioneta, lo atropelló. En tanto amante humilde de chica de barrio pudiente no podía sino vivir en la Luna. Quizá robó para comprarme un regalo a la altura de las circunstancias y marchó en cana. Sea lo que fuera prefiero no conocer los detalles.

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