viernes, 11 de marzo de 2016

Ana Grynbaum – La erotopía melómana de “Interludio, interlunio”, de Ercole Lissardi -

“Interludio, interlunio”, de Ercole Lissardi, es una novela de acción cinematográfica, que mantiene al lector en el borde de la butaca. Se trata de una peculiar proyección a futuro de Montevideo, en la que la sociedad está rigurosamente dividida entre los privilegiados, que viven cerca de la costa, y los
cretinos, que habitan en vastas zonas de exclusión o guetos.


Privilegiados y cretinos 

En este Montevideo futuro, o posible, los privilegiados viven bajo la dictadura del placer inmediato. No tienen problemas de dinero ni de trabajo. No viven en familia, ni en pareja. Lo noten o no, y más bien tienden a ignorarlo, la sociedad los oprime mediante la obturación del deseo, no dejándoles espacio donde interrogarse acerca de lo que quieren. Como declara el protagonista: “Somos los hijos idiotas de la permisividad” (p. 131).

Los cretinos son ciudadanos sin derechos, fuerza de trabajo que los privilegiados usan caprichosamente. Según la versión oficial –que, como tal, dista bastante de la realidad- los cretinos son analfabetos, incluso se les prohíbe tener papel y lápiz, así como les está prohibida la música y los instrumentos musicales; tampoco disponen de televisores ni radios, mucho menos computadoras o conexión a Internet. Viven en bloques de viviendas de cemento, rodeados de altos muros, comen lo que les dejan comer, y su alimentación, con frecuencia, los enferma. Su vida no vale nada. Más o menos en sordina están condenados al exterminio. Cuando se encuentran en la esfera de los privilegiados, donde prestan servicio, no pueden levantar la cabeza ni elevar la mirada, no hablan, no se manifiestan. Son una especie de zombis útiles, en vías de extinción.

El hombre y su cretina 

El protagonista de “Interludio, interlunio” pertenece a la casta de los privilegiados. Puesto que carece de nombre, lo llamaré “el hombre”. El hombre trabaja en una confortable oficina y vive en un apartamento en la rambla de Pocitos, solo y perfectamente feliz, o, al menos, perfectamente cómodo.

En tanto privilegiado no existen para él el esfuerzo ni la frustración. La búsqueda del placer sexual, y la facilidad para obtenerlo, decoran sus simples días. El hombre tiene acceso a todos los placeres, todos los manjares y todos los licores, uno atrás del otro y también en simultáneo. Además, ingiere los más sofisticados productos de la cultura occidental. En tanto consumidor de cultura, se dedica a escuchar los últimos cuartetos de Beethoven como quien emprende una aventura, con auténtica fruición. La novela provee un profundo, documentado, imaginativo y entusiasta análisis de los cuartetos, en la mejor tradición de la crítica impresionista.

Sin embargo, por más sublimidades que alcance su alma, por mejores materiales que consuma y por más fino que resulte su aparato deglutidor, el hombre no es más que un consumidor, un ser alienado en la satisfacción, un conformista. Su inteligencia y su sensibilidad no lo llevan a adoptar una posición menos pasiva que sus congéneres respecto del horroroso statu quo. Pero dicha sensibilidad hará que pueda percibir, o alucinar, un oasis: el despertar de un deseo desconocido y la ilusión de comenzar una nueva vida junto a la mujer que lo conmueve, dentro de un espacio que tienen que crear ellos, usando la magia, o la imaginación, como quien roba terreno al mar, porque no tiene cabida natural en el orden social existente, puesto que ella es una cretina. Incluso para los privilegiados, por más que lo olviden, y justamente porque lo olvidan: “La libertad consiste en no estar en la cárcel” (p. 56).

Para el hombre todo funciona aceitadamente hasta que se enamora. Y, como corresponde, se enamora de la persona equivocada: una cretina. Dado que los privilegiados son casi omnipotentes respecto de los cretinos, el hombre compra a la cretina en calidad de “personal de servicio privado” (p. 81). El servicio de las cretinas, por supuesto, incluye todo lo que a sus patrones les venga en gana, sexo incluido. Y los privilegiados, a los que sobra la energía, dedican buena parte de su excesivo tiempo ocioso a los placeres de la carne.

A lo mejor, si entre el hombre y la cretina, cuyo nombre llegamos a conocer: Belta, no se interpusiera un tercero, podrían llegar a vivir en una relación tipo marido y mujer durante un lapso mayor a un interludio musical. Pero, como es sabido, en toda pareja se entromete un tercero. En este caso, el tercero en discordia se llama Guita.

En cuanto a la cretina, ¿Qué es lo que tiene ella, enfundada en su túnica de limpiadora, con la mirada baja, oprimida en el silencio, sin ninguna ornamentación, con calzones rústicos y bastos, que pueda despertar el deseo del hombre? ¿Qué tiene esa mujer reducida a una existencia de bestia servil que una privilegiada no tenga?

En primer lugar: esa mujer ofrece un espacio enigmático, un espacio abierto a la curiosidad y a la imaginación. Y por el camino de la imaginación es por dónde el hombre llega a encontrar, efectivamente, al ser sublime que adivina en ella. Puesto que Belta abre para el hombre un espacio nuevo, que se vuelve central en su vida, con su desaparición ella deja un vacío, produce una falta. Falta que conduce al hombre a generar el relato de su experiencia; relato que constituye para él algo necesario. De ahí la insistencia en narrar pormenorizadamente cada aspecto y cada instante de su relación con Belta.

Un tercero llamado Guita 

Guita es la amiga íntima, amante, cómplice, consejera, madre postiza, alter ego, del hombre. No es necesario detenerse en las asociaciones que parten de su nombre, que en argot rioplatense significa “dinero”. Guita es propiamente lo que en psicoanálisis se llama una “madre fálica”, una mujer a la que no le falta nada, que encarna una idea de “la” mujer, completa y sin fisura. Guita es omnipotente, se las sabe todas, tiene – o consigue- los recursos que sean, conoce al hombre como nadie, sabe incluso mejor que él qué es lo que necesita. Mantiene estrechas relaciones con la casta de los que detentan el poder. Guita manda al hombre, quien nunca pone en cuestión su sometimiento a ella.

A diferencia del hombre, Guita no se marea con efluvios románticos. Para ella está perfectamente claro que a los cretinos sólo cabe despreciarlos, odiarlos y utilizarlos como a bestias. Por definición, y de entrada, se trata de un personaje del que sólo cabe esperar lo peor… Para mejor, el hombre está por completo en sus manos. En los hechos, todo el control y la represión del sistema, que debe actuar para limitar la transgresión del hombre, se ejerce a través del personaje de Guita.

Por más confianza que el hombre tenga en su compinche, el clima opresivo y persecutorio lo envuelve sin tregua desde el comienzo hasta el final. Es un must que Guita, de una manera u otra, acabe con la maldita cretina. Las reglas del juego, en explícita referencia al film de Renoir, están para ser cumplidas. Y ella encarna el largo brazo de la ley.

El espacio subjetivo 

La arquitectura multifacética de “Interludio, interlunio” requiere una lectura que tome como eje la dimensión espacial. La propia estructura del texto evoca las cárceles de Piranesi, esas construcciones en las que el adentro y el afuera establecen extrañas relaciones, para no trascender nunca el plano de la interioridad. La novela constituye una suerte de establecimiento y amplificación de los avatares, subjetivamente cargados, que desencadenan en el hombre su pasión por Belta.

Giovanni Battista Piranesi, Carceri d'invenzione,
grabado nro. 14, Roma, 1761

Tanto en Piranesi como en Beethoven, los sentimientos, las emociones, los deseos, adquieren un grosor específico, ocupan un lugar en el espacio, generan un escenario ad hoc para el desarrollo de su existencia. De igual modo el hombre nos detalla cada pliegue de sus sensaciones y pensamientos, así como una extensa lista de referencias a distintos objetos de la cultura con los que dialoga como si fueran sus amigos más íntimos.

Los escenarios donde la acción se desarrolla se sitúan en Montevideo: el apartamento del hombre, el de Guita, la oficina, las viviendas de los cretinos. Entre los barrios de los privilegiados y las Zonas de los cretinos, las calles constituyen meros espacios de circulación. Nadie se detiene a mirar el atardecer sentado en la rambla, por ejemplo. Cada uno habita dentro de las rígidas fronteras de su estatus. El estatus es un lugar social, tan claramente delimitado como si lo conformaran paredes de cemento. Sin embargo, el hombre, se ve llevado a desafiar las leyes de su posición social.

Erotopía 

Entre los diferentes términos que sirven para caracterizar los espacios subjetivos se encuentran los de utopía, distopía o antiutopía, heterotopía, pornotopía, así como ucronía, cuando el espacio en cuestión no tiene lugar en el presente. Agregaré una nueva categoría, que recorre, en distintas modalidades pero de forma central, toda la obra de Lissardi: la erotopía. Este neologismo resulta del interjuego de los mencionados significantes y de las relaciones que se producen a partir de confrontar sus sentidos.

Para decirlo rápidamente “utopía” refiere a la construcción ficticia de una sociedad modelo, y “distopía” o “antiutopía” a la ficción de un mundo indeseable. Estos últimos términos, así como el de “ucronía” futura, se aplican a “Interludio, interlunio” pero no alcanzan para dar cuenta de la naturaleza de este artefacto literario.

El concepto de heterotopía es interesante en cuanto pone bajo la lupa esos espacios alternativos a la cuadrícula social, que las personas generan para desarrollarse en otras dimensiones que las exigidas por el statu quo. En tal sentido, cada quien tiene la posibilidad de crear sus paraísos artificiales, si realmente pone su deseo a producir, y no solamente a través de las drogas sino también, por ejemplo, mediante la música o la pasión sexual. Esos espacios son otros (hetero) respecto de los roles adscriptos. Son espacios que permiten abolir temporalmente la realidad dominante: ser un funcionario en tal o cual puesto, en tal o cual empresa, por ejemplo. Si bien la heterotopía de los paraísos artificiales encuentra su límite en el tiempo, mientras dura permite otra realidad, tanto o más vívida que la ordinariamente asumida.

El neologismo “erotopía”, que propongo, transmite la idea de un espacio propio del deseo erótico, generado a partir del deseo y a los efectos de su realización. Se trata de la construcción de un ámbito en el cual el sujeto deseante busca, espera encontrar, y eventualmente encuentra, su objeto deseado. Y de las características, siempre particulares, de tales encuentros.

En “Interludio, interlunio”, por su increíble resistencia, su radical no respuesta –hasta que Eros, y Melos, comienzan a cercarla- la cretina constituye, para el hombre, un territorio a conquistar. La erotopía del hombre con su mujercita rescatada del horror –hasta donde él puede rescatarla- constituye una suerte de heterotopía respecto del establishment, un espacio diferente que, mientras dura, coexiste con el orden establecido, a pesar de la contradicción radical entre ambos.

Por otra parte, la dimensión erotópica que pone en escena el protagonista, como héroe romántico, se contrapone a la pornotopía imperante en el orden social. El capitalismo que se describe en el libro ha entrado en la era de la permisividad –a la que Lissardi se ha referido in extenso en su obra ensayística-, una permisividad que en la novela se convierte en ideología de la inmediata satisfacción de todos los deseos hasta la anulación del deseo en tanto movimiento de una subjetividad particular.

En la Montevideo de “Interludio, interlunio”, para los privilegiados, tener sexo no es una opción sino una compulsión promovida ideológicamente por razones de estado. Negarse al ejercicio sexual es signo de mala educación. Perderse en la mera gimnasia constituye un mandato implícito, cuyo sentido nadie se detiene a cuestionar, porque cumplirlo les da todo el placer al que pueden aspirar.

Al Paraíso de la mano de Belta 

La idea de entrar al paraíso juega ya en la mente del hombre cuando decide comprar a la cretina, por más elevado que sea el precio. La primera vez que ella va a cumplir servicio en su casa el hombre nos dice:
“la idea que tenía en mente era la de una especie de paraíso sexual en el que dispondría a gusto y placer -principescamente- de mi nueva propiedad: su cuerpo, lo cual me haría indeciblemente feliz. (p. 20)”

Claro que tendrá que allanar algunos obstáculos que se derivan del hecho de que su objeto de amor es, a pesar de todo, un sujeto:
“Me hundí en su cuerpo y sentí que su cuerpo era el Paraíso, pero también sentí que ese Paraíso no era para mí. Podía experimentar toda la infinita caricia de su piel, pero no recibirla, porque no me era dada. (p. 22)”

Entonces habrá se lanzará a la conquista de su “adorable lejanía” (p. 22), de su “paraíso secreto de belleza y armonía” (p. 70). Hasta que la persistencia e inescrupulosidad del hombre le permitan convertir el paraíso inalcanzable en una “tierra prometida” conquistable, y, parcialmente, conquistada: “habíamos llegado a la Tierra Prometida, al dulce abandono, a la paz y a la confianza” (p. 143). Cuando Belta finalmente abandona la Zona para vivir con él full time, el hombre escribe en el almanaque: “Cuarto día en el Paraíso: la felicidad perfecta” (p. 160).

Cabe puntualizar que Belta deviene su Beatrice personal y privada en el momento en que la escucha ejecutar el violín por primera vez. Entonces comprueba: “tenía razón: mi cretina es un ser superior. Su solo fue una rebanada no de Música sino de Verdad. (p. 54)”

Esa cretina no es de la misma estatura que una privilegiada, sino superior. Días más tarde el hombre concluye: “Ella es de otro mundo” (p. 137). En efecto, pertenece al mundo que él le construye y en el que ella acepta habitar, el de la erotopía.

Beethoven caminando en la naturaleza, postal c. 1920,
sobre pintura de Julius Shmid (1834-1935).  

El paraíso suena a violines 

“Interludio, interlunio” constituye una erotopía melómana, puesto que lo que verdaderamente comparten el hombre y la mujer es su pasión por la música, pasión que cumple un papel medular en la constitución del espacio de su relación. Y no se trata de cualquier música, sino de los últimos cuartetos para cuerdas de Beethoven.

Habiendo entrado en forma clandestina en la zona donde vivía la cretina, escondido en el apartamentito que ella compartía con su pareja, el hombre escucha a la cretina, sentada sobre la mesa bajo la que él se oculta, ejecutar un rústico violín:
“‘No era música lo que oí’ pensé. La música es antes que cualquier otra cosa un artificio humano, y esto no lo era. Esto era una verdad (…) Me sentí apabullado hasta el punto de casi olvidar dónde estaba. Al menos mientras aquello había sonado y transmitido su videncia había respondido a las preguntas más profundas –la del Ser, la del Sentido, la del Origen, el Destino, la Conciencia- con los argumentos más irrefutables, los de la perfecta evidencia. (p. 53)”

Al borde del delirio erotópico y erudito, la música juega para el protagonista un rol fundamental en su experiencia cotidiana, así como en la relación que va construyendo con Belta. A tal punto que, en los hechos, el arrebato erótico se confunde con el musical.

Una de las escenas sexuales clave incluye la ejecución del violín por parte de la mujer. El hombre comenta:
“Puesto que nunca había estado tan cerca de un violín sonando, una vez más me impresionó la fuerza del sonido. Como si todo el entorno quedara magnetizado. Todo pierde brillo sometido a su imperativo sonoro. El cuerpo vibra, y el aire vibra, y la mente se vacía de todo lo que no sea el entramado sonoro, cuyo significado se nos hace evidente sin necesidad de interpretación alguna pero también sin que podamos atraparlo con palabras. Puse las manos sobre sus caderas, apoyé mis labios sobre la tersura de su vientre y sentí que la vibración de la música en su cuerpo se transmitía al mío con una onda que me quitó el aliento y contrajo los músculos de mi bajo vientre. (pp. 146/7)”

El espacio de la ejecución y la escucha del violín, con los temas de los últimos cuartetos de Beethoven, construyen las paredes de ese mundo en el que la pareja pretende habitar.

La erotopía melómana desafía la temporalidad pautada, produce un desasimiento respecto de la tiranía del reloj. Unos pocos segundos valen más que la duración de una vida. Por momentos el tiempo parece suspender su marcha, la amenaza del final anunciado, único posible en la lógica de la sociedad autoritaria en la que viven, se aplaza, los personajes ganan terreno a la realidad compartida, esperable, opresiva. “Alcanzamos la meseta de la delicia pura, sin futuro ni pasado, sin cansancio y sin orgasmo nublando el horizonte” (p. 143).

Conviene decir que, por más ilusiones que la música pueda corporizar, ésta no tiene igual importancia para el hombre que para su cretina –que no deja de ser tal-. En el hombre la música sigue siendo un objeto de consumo, del que seguirá gozando cuando la amada ya no esté, e incluso en compañía de su asesina. En cambio Belta se juega la vida tocando el violín dentro de la zona y, finalmente, llegará a perder la vida, justamente, por tocar el violín.

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“Interludio, interlunio” plantea que, siguiendo al deseo, es posible llevar adelante una existencia más allá de la que nos impone nuestra calidad de ciudadanos -al menos hasta cierto punto-. En todo caso, apostar a ese otro espacio vale la pena. La experiencia puede dar lugar a una obra de arte.

En el libro, la erotopía melómana se constituye en relato. Es el testimonio, que oficia como resto, de la aventura heroica y sentimental que, si bien termina trágicamente, no deja de tener lugar. El relato tiene valor de mausoleo, erige su monumento en el teatro de la memoria.


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Todas las citas de “Interludio, interlunio” están tomadas de la edición de Fin de siglo, Montevideo, 1998.


Sobre la era de la permisividad cf. Ercole Lissardi, “La pasión erótica. Del sátiro griego a la pornografía en Internet”, Paidós, Buenos Aires, 2013.


Sobre heterotopía cf.:

- Michel Foucault, “Des espaces autres. Hétérotopies”, conférence au Cercle d'études architecturales, 14 mars 1967.

- Heterotopian Studies: http://www.heterotopiastudies.com/



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