Iba a decir que volví, pero no es posible volver a donde nunca se estuvo. Sin embargo, cuando llegué a Montevideo tenía la impresión de haber vivido allí yo mismo y no solamente mis padres y mi hermano mayor, como fue el caso –aunque mi hermano emigró a los dos años-. Nunca me había interesado el Uruguay de las anécdotas familiares, por lo demás: escasas y superfluas. Pero, cuando tuve que elegir una población para mi trabajo de tesis como antropólogo lo único que se me ocurrió fue estudiar a los judíos nacidos en Europa que todavía vivían en Montevideo. Tal vez yo quisiera conocer Sudamérica, después de todo. A fin de cuentas el español rioplatense es mi lengua madre tanto como el hebreo.
¿Qué me podía importar de los judíos euro-uruguayos? Ahí también tuve que impostar algún interés: hasta qué punto vivían como uruguayos, en qué medida conservaban una existencia judía. En mi calidad de estudiante mediocre, nunca elegí para mis trabajos de campo un tema medular para nadie, excepto para –al menos una parte de- la población a que me dirigía. Pero, a pesar de mi pereza y poco entusiasmo en seguir la carrera, tenía un proyecto armado. Y el proyecto había sido aprobado por mi director de tesis y ya contaba con la financiación de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Por otra parte, me motivaba la necesidad de demostrarle a mi esposa, Dorit, que no estaba estancado en la vida, como ella temía. De hecho, fue ella quien me exigió –veladamente- avanzar en mi carrera-. Al cabo de siete años de vida matrimonial sin hijos –los posponíamos para el futuro promisorio que llegaría más adelante gracias a nuestro esfuerzo y trabajo- ausentarme del hogar, por un lapso de entre seis meses y un año, no sonaba poco alentador. Aunque me despertaba todas las ansiedades del caso, y especialmente la de encontrar, a mi regreso, la jefatura del hogar en manos de otro. Para Dorit encontrar un hombre más ajustado a sus ideales era mucho más fácil que seguir lidiando conmigo.
En cuanto a mi trabajo, yo no era más que un burócrata, perfectamente sustituible. Tras un breve trámite, el banco me dio la licencia sin goce de sueldo que me correspondía como estudiante. Así que un buen día me vi subiendo al avión rumbo a Montevideo.
La metodología del proyecto incluía, como plato fuerte, una serie de entrevistas con judíos nacidos en Europa antes de 1946 y residentes en Montevideo desde antes de 1950. La idea no era abarcar un gran número de ellos, sino poder conocer, con relativa profundidad, la vida cotidiana de algunos. Para empezar tenía un contacto, Bernardo, que era hermano de uno de los socios de la empresa de mi padre en Tel Aviv. Tenía 79 años y vivía retirado de la actividad comercial, con su mujer –Clara, de 77- en una casa de Pocitos Nuevo. Ambos habían nacido en Lodz, Polonia, y habían llegado al Río de la Plata –cada cual con su familia- siendo él un niño pequeño y su mujer una beba, hacia finales de la década del treinta. La idea era instalarme en una habitación de su casa –de hecho, el altillo, según acordamos antes de mi llegada- y trabajar con Bernardo hasta que diera la cuerda, tras lo cual habría de contactarme con otros judíos uruguayos que él me presentaría. Sin duda, su mujer también era -antes de conocerla- candidata a formar parte de los informantes.
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Llegué al Aeropuerto de Carrasco a mediodía, un domingo gélido e incoloro hacia el fin de junio. Bernardo me estaba esperando, lo reconocí por la camisa a cuadros roja y amarilla que me había descripto por teléfono cuando acordamos el encuentro. Sólo que no la imaginaba tan decrépita, al igual que el pantalón de verano que le colgaba del cinturón. No pude evitar mirarle los zapatos: llevaba unas zapatillitas de jubilado, muy feas. En cuanto a su aspecto físico no llamaba la atención: estatura mediana, peso apropiado, rasgos de judío polaco no excesivamente prominentes y los signos de la edad normales, excepto que caminaba prácticamente doblado. Se lo veía con síntomas de resfrío, especialmente mocos y tos. Tal vez hubiera sido mejor que no me fuera a buscar al aeropuerto, pero allí estaba.
Tras un breve saludo más bien protocolar nos encaminamos al estacionamiento. Antes de salir del área calefaccionada, se puso primero una gorra con visera en pied de poule blanco y negro, luego una gran bufanda marrón de lana y finalmente un grueso gabán azul eléctrico con capucha. No llevaba dos prendas que combinaran entre sí, aunque el conjunto formara parte de su estilo personal. Yo no podía dejar de imaginar la cara que pondría Dorit si se encontrara con un personaje de estas características. Ella siempre dice que se dedicó a la fabricación de prótesis dentales para evitar el contacto con los seres humanos –el propósito de hacer mucho dinero hay que darlo por descontado-.
Subimos al auto y salimos a la carretera para, rápidamente, entrar en la ciudad. En mi vida había viajado con alguien que manejara tan mal. A Bernardo, las reglas del tránsito, no le importaban en absoluto. Iba por la ruta en forma totalmente errática, como si tuviera una discapacidad para percibir a los otros automovilistas. Además no dejaba de hablar ni por un instante. Comentaba todo y cualquier cosa con la que nos cruzábamos, como si se creyera en la obligación de reconocer permanentemente, a través de su discurso, cada objeto del mundo para hacer que su existencia fuera verdadera. Me refiero a la existencia del objeto, y también a la del mundo, y especialmente a la del mundo de Bernardo. Sin embargo él, prescindiendo de todo nivel de autocrítica, se ufanaba de su excelente visión, que le permitía –a sus años- seguir teniendo la libreta de conducir vigente. Más allá de los cuantiosos bocinazos e insultos que nos acompañaron en el trayecto, finalmente llegamos al domicilio de Bernardo, sanos y salvos. Qué había en el camino, ni me pregunten, pasé unos nervios...
La zona en que se encontraba la casa de Bernardo era súper tranquila, con una atmósfera de pueblito, y la vivienda quedaba al margen de las calles de circulación masiva. De hecho, la callecita donde se situaba no tenía más de cuatro cuadras de largo. A los efectos del tránsito, era casi como vivir en un barrio privado. La construcción, grande y antigua, de techos altos, encerraba un frío polar. En el estar había una radio y un televisor prendidos al mismo tiempo y a todo volumen –nunca me acostumbré a esa realidad, que resultó ser parte del paisaje doméstico-. Como si fuera poco ruido, en el fondo –un extenso jardín lleno de árboles y plantas- había un perro que ladraba sin parar. Clara salió de la cocina para saludarme, fingiendo toda la cortesía de que era capaz. De todos modos, no pudo evitar caerme mal de entrada. Era muy baja y bastante gorda, llevaba ropa aún más miserable que la de Bernardo. Vestía unas calzas grises súper gastadas, que le seguí viendo puestas cada uno de los días que pasé en aquella casa, un pullover de color rosado mugriento y zapatillitas negras muy ordinarias. Se había aplicado un rouge naranja amarronado en sus labios sin dibujo y una vasta mancha de colorete en cada mejilla, que acentuaba la flaccidez de sus carnes. Llevaba el pelo corto y mal cortado, mal teñido de negro. Era como un experimento fallido, una criatura que a la ciencia le había salido mal, desastrosamente. Ambos lo eran, aunque él me caía simpático, e incluso me despertaba cierta ternura –o compasión-. Bernardo se parecía a mi abuelo paterno, del cual conservo apenas un recuerdo vago, apuntalado por las fotografías familiares. En cambio Clara me repugnaba. Tal vez porque uno espera encontrar en cada mujer -más allá de su edad y condiciones- algo que sostenga la mirada, que prometa tersura o al menos huela bien. Pero ella se había puesto un perfume empalagoso, propio de una jovencita, que no llegaba a tapar el olor agrio de su piel. Para peor, tenía la voz chillona y nasal, y el tono perpetuamente demandante de una mujer incapaz de satisfacer su deseo de crueldad.
–Si tiene frío, Iaír, prendemos la estufa- dijo Bernardo.
- Por mí no hace falta –mentí, intuyendo que esa era la respuesta esperada.
- ¿Te parece que prendamos la estufa, vieja? – le preguntó a Clara.
- Yo frío no tengo, quizá más tarde, seguro que va a bajar mucho la temperatura, lo dijeron en la radio y en la tele –contestó.
- Tenemos una estufa eléctrica… Yo prendería la estufa a leña, pero ella no me deja: dice que hago mucha mugre llevando y trayendo la leña. ¡Bah! –Bernardo hizo un gesto de resignación, moviendo brevemente la cabeza hacia arriba y hacia abajo, clavando la vista en el suelo, con una mueca de sonrisa irónica, desesperanzada –gesto que, luego descubrí, le era característico-.
- Esa estufa a leña no sirve para nada, no calienta. Vos lo único que querés es jugar a quemar palitos. No le haga caso, Iaír, esa estufa hace años que no se usa, no sirve – rezongó ella desde la cocina.
- Venga a su cuarto, así deja la valija. Lo acompaño yo, Clara no sube escaleras porque sufre de las rodillas.
Subimos por una escalerita angosta, situada al lado de la cocina, hasta la buhardilla. Bernardo iba mascullando su deseo de jugar con fuego, justificándolo con variados argumentos, en voz baja, como un monólogo interior en moderado desborde. Fui comprendiendo que aquella forma de hablar entre dientes era un mecanismo que usaba para poder expresarse sin que ella -siempre atenta a todo lo que se decía- siguiera la discusión o, peor aún, la rematara a los gritos. Yo esperaba que el altillo se encontrara mucho más despejado y limpio de lo que estaba, ya que mi visita había sido arreglada con meses de anticipación, pero no era así. Aquella habitación de servicio hubiera estado muy bien para mí, tenía buena iluminación, un cuarto de baño completo y placares, además de la cama y la mesita de luz. En la era de las laptops, para escribir no hace falta un escritorio. Hubiese sido perfecta de no haber allí todas aquellas pilas de revistas viejas y cajas de cartón con piezas de vajilla y otros trastos arrumbados por los cuatro rincones del pequeño ambiente. Sólo la cama estaba libre, y a la vista el colchón, raído, aunque de lana consistente –como ya no se hacen desde hace tiempo-. La cama también era viejísima, además de estrecha y corta –tamaño muchacha-. A pesar del frío, y contrariando a Bernardo –que me sugería “conservar la temperatura ambiente”- abrí la ventana para empezar a diluir el olor a encierro. Se veía la azotea de la casa y otras azoteas, además de la pared del edificio de al lado, cubierta por enredaderas. La vista no estaba mal. Dejé la maleta al lado de la cama –por suerte tenía sólo una maleta liviana con poca ropa- y bajé a tomar el schnapps que Bernardo me ofrecía con tanta insistencia. Al menos entraría en calor, pensé.
- Esta grappa con pasas de uva me la regaló mi hija, Miriam. La prepara ella. Ya debe tener varios años de añejamiento. Tiene que estar buenísima.
Mis primeros contactos con Miriam no fueron precisamente halagüeños. La bebida aquella no se veía nada bien, y -tal como era de prever- sabía a rancio, pero igual me bajé la copita, para no despreciar, y pronuncié también los elogios correspondientes, en una suerte de kídush por nobleza obligado. El líquido entró a erosionarme las tripas, decliné una segunda copa con la excusa de tener el estómago vacío, a lo que los veteranos me hicieron pasar al comedor de las visitas para el almuerzo.
- Usted habla demasiado bien el español para ser extranjero, a pesar de esa muletilla del najón, que pronuncia unas veinte veces por minuto. Usa un vocabulario que le envidiaría el grueso de la población uruguaya actual –dijo Bernardo.
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