Algunos lectores, apelando al diccionario de la lengua española, argumentaron que quien no escribe no puede ser denominado como escritor fracasado, pues fracasado sería aquel que acometiendo la tarea de escribir, no obtendría los resultados esperables o esperados. En lugar del adjetivo fracasado, en nombre de la corrección lingüística, proponían el de frustrado.
Pero ¿qué o quién puede determinar el éxito o el fracaso de un escritor que escribe -valga la redundancia-? ¿Acaso la Prensa, la Crítica, el número de ejemplares vendidos o el de editoriales que lo rechazan, la cantidad de likes y shares en las redes sociales, los idiomas a que se lo traduzca o que permanezca sólo en lengua original, ser o no ser recreado en la Pantalla, que consiga o pierda un cargo en la burocracia de la Cultura? Nada de esto, ni cuestiones de igual modo exteriores al acto de la escritura, definen la realización o el fracaso de alguien como escritor.
Yendo hasta el fondo, ni siquiera el hecho de terminar o dejar inconclusos sus libros, ni el de publicarlos o echarlos en un arcón, hace que una obra se consolide o se diluya. El siglo veinte nos ha legado honrosos ejemplos de escritores de libros inacabados, e inéditos, que, sin embargo, marcaron en forma decisiva no sólo a la literatura sino a la cultura en general. Basta mencionar a Pessoa, Musil y, en el Río de la Plata, Macedonio Fernández y su inacabable Museo de la Novela de la Eterna.
No es el presente, el reconocimiento o el ninguneo de los contemporáneos, el acceso o la negación de premios literarios, el visto bueno o la cruz de la Academia, lo que asegura o niega un lugarcito al sol para la obra. Pero tampoco la voluntad del autor decide el hundimiento o la salvación de sus libros; hemos sabido traicionar la decisión de Kafka de quemar todos sus papeles y sabremos traicionar tantas otras como haga falta. Además, los sentimientos de fracaso de Kakfa no opacaron en lo más mínimo el esplendor de su obra, ni su nombre, llevado al extremo de constituir en el lenguaje vulgar un nuevo adjetivo -kafkiano-. Como contraparte, hay escritores que se la jugaron a la comprensión de la posteridad, y ganaron la apuesta, con el mismísimo Stendhal a la cabeza.
Para el ciudadano adepto a cócteles y recepciones el ruido del presente puede llegar a serlo todo, pero lo cierto es que no existe ningún signo que le asegure al artista su entrada ni su permanencia en el arca del reconocimiento. Así como nada garantiza que la inclusión de un autor en tal o cuál canon de los consagrados inyecte vida real a su obra. Para buena parte de la masa de lectores los clásicos no son más que estatuillas en un alto anaquel de la cultura al que no vale la pena esforzarse por alcanzar.
En otro orden de cosas, el hecho de involucrarse o quedar al margen de los intereses políticos de su tiempo, de por sí, no quita ni agrega al artífice honra futura. Ni El príncipe ni La Eneida valen menos por la función de legitimación del poder que les dio origen. Asimismo, resulta imposible prever, por ejemplo, si algún gramo de los muchos kilos de palabras que vienen tejiendo la historia oficial de la izquierda uruguaya pueda trascender su función panfletaria.
Por otra parte, los manuscritos no arden, sigue afirmando Mijaíl Bulgakov en El maestro y Margarita. Su obra maestra sobrevivió incólume a la Unión Soviética que prohibió publicarla; sobrevivió incluso al buen Mijaíl, que no pudo verla publicada en vida. Pero la novela forma parte de nuestro acervo cultural en los estantes más a mano de cualquier biblioteca que se precie.
También es cierto que entre el acto de la escritura y el libro existe un abismo a través del cual pasan apenas unos restos. El viejo y el mar, de Hemingway, expresa con lujo de detalles esa lucha en alta mar y sin testigos, entre el pescador y el animal que aquel desea aprehender. Lucha de la que el pescador apenas salva su vida, pero no su integridad, y tras la cual a la costa llegan de la bestia apenas unos huesecillos. El acto creativo sucede en otro lugar, necesariamente diferente del que permanece como su testimonio o su resto. Un sitio inaccesible, excepto para el aventurero que ha traspasado sus propios límites; un sitio en el que sólo caben el creador y el objeto de su creación.
En el terreno literario, el lector puede acceder a ese locus nascendi del relato si encara la lectura como una experiencia creativa. Para ello debe poner en juego su subjetividad y recrear, a través de su acto de leer, al mundo como escenario de la aventura. El acto de leer puede resultar tan adrenalínico, personal e íntimo como el de escribir. Aunque también están los lectores que prefieren quedarse en la orilla y mirar el paisaje desde la lejanía, así como están los escribas que cuidadosamente optan por evitar cualquier riesgo, contentándose con una caligrafía correcta. No hay una sola forma de experimentar la lectura, como no hay una sola forma de escribir. Esta diversidad constituye al berenjenal insalvable de los escritos, los escritores y los lectores, en el cual cada quien cosecha lo que le parece y puede.
Por otro lado, he escrito acerca del escritor acabado (Un escritor acabado, Montevideo, 2013). Hortensio Zeballos, el escritor que protagoniza mi relato, está acabado porque juzga que ya hizo todo lo que tenía que hacer y entonces no hay más camino para él. Es que canjeó el manantial inagotable de la escritura por los beneficios, acotados, de la lucha político partidaria y el ascenso social. Pero, puesto que a pesar de ello es un escritor, finalmente logra volver a escribir, para lo cual tendrá que aprender a pulsar teclas nuevas.
Si la única lucha que se pierde es la que se abandona, no hay escritor fracasado, ni frustrado, por peor opinión que se tenga de él, incluso si esa opinión es la suya propia. Escritor realizado es, simplemente, el que escribe. En cuanto a la resbaladiza cuestión del éxito… pertenece a un orden de cosas por completo ajeno a la literatura; corresponde a las esferas de la moda, el poder, el dinero, pero en ningún caso al terreno de la creación artística. La vida de las obras literarias es tan incierta como la de las personas, y, dada su mayor posibilidad de permanencia, mucho más azarosa.
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Quien suscribe con sus progenitores. Al fondo: el sauce llorón, el ligustro, la cuerda para colgar ropa y las vigas del parral. Parque Batlle, Montevideo, c. 1973. |
Para encontrar al escritor que supuestamente quería ser, y no fue, mi padre, no podemos sino adentrarnos en el terreno de la fantasía. A pesar de mi recuerdo, el deseo de escribir que expresaba mi progenitor no era otra cosa que un fantaseo, en el cual el hombre real prefirió quedarse.
Claro que, por su naturaleza, las fantasías de unos interactúan con las de los otros. Días atrás, casualmente me encontraba en la casa de mi madre cuando una parienta de Buenos Aires telefoneó para felicitarla porque su hija –es decir, yo- había ocupado dos páginas en el diario. Del diálogo escuché estas líneas: -¿Fracasado…? No, si él no era escritor. Le hubiera gustado escribir, pero nunca escribió. Eso sí: hubiera sido un muy buen escritor, si se hubiera puesto a escribir. Pero era perezoso.
Cuando pequeña no comprendía por qué mi padre ni siquiera intentaba escribir al tiempo que afirmaba que era eso lo que verdaderamente quería. Ya grande, escritora realizada, me sobran las razones para entender que alguien no emprenda este negocio de la escritura, que para nada es changa. En cambio, los motivos para seguir escribiendo los voy encontrando de a uno, camuflados en mi íntimo berenjenal. Abren el camino.