Bertolucci ha tenido que volver al ruedo y aclarar, ahora sí definitivamente, que lo que sacó de sus casillas a la Schneider no fue que tuviera que filmar una escena de violación anal –eso estaba en el guión, de manera que sabía que tenía eso por delante, o por detrás, más bien-, y tampoco fue que Brando se propasara en la escena –tan sólo suponer semejante cosa es una tontería suprema: a Brando podía darle pereza recordar sus líneas de diálogo, pero tenía perfectamente claro cuáles son los límites de su profesión.
Bertolucci explicó que lo que enfureció a la Schneider fue el tema de la manteca, mismo que no estaba en el libreto y que se les ocurrió a él y Brando conjuntamente –ambos experientes en la materia: Bertolucci es homosexual y Brando era bisexual- la mañana misma del rodaje de la escena, y del que no informaron a Schneider, según Bertolucci para así lograr una respuesta más realista y espontánea por parte de la actriz.
Brando, Bertolucci: conspirando |
Técnicamente y desde el punto de vista del objetivo buscado, a la vista está que Schneider, por causa del detalle de la manteca según ella, padeció la escena de la violación anal como una auténtica humillación, tal y como si realmente Brando la hubiera violado. Terminada la filmación Schneider no volvió a ver ni a hablar con los cómplices. Nunca los perdonó, según confesó al final de su vida –truncada por el cáncer.
Bertolucci y Brando tenían razón: la escena de la manteca hizo de la película un éxito mundial. Pero María Schneider también tenía razón al reaccionar tan violenta y terminantemente contra la ideíta de los dos genios del celuloide: porque intuyó que, efectivamente, sin mostrar ni un centímetro de genitales, la alusión a la manteca hacía que el film pasara de porno soft a porno hard, de porno suave a porno duro, y de hecho la desnudaba hasta lo más secreto, como ningún porno podría hacerlo.
¿Cómo, por qué el detalle de la manteca tenía ese efecto? Eso es precisamente lo que explico en unas líneas que escribí sobre este film en 2010, que fueron publicadas en Porno y posporno (HUM, 2011) y reproducidas en La pasión erótica (Paidós, 2013), y que a continuación reproducimos:
“El espectador pornógrafo. No está lejos la pedagogía político-sexual del texto de Cortázar (me refería al El libro de Manuel) de la pedagogía más bien existencialista que en una escena idéntica de forzado coito anal propone Bertolucci en su película El último tango en París, estrenada apenas un año antes de la edición de El libro de Manuel. En ambos casos hay el paisaje urbano parisino y la burguesita francesa desde una mirada ajena (argentina una, italiana la otra), y el forzamiento del ano como recurso pedagógico (aunque la dimensión política de Cortázar “supere” –en el sentido hegeliano de la palabra- al existencialismo de Bertolucci). Sólo la inminencia de la liberalización de la censura podía provocar semejante tipo de convergencias.
Si hubo una escena que abrió más que cualquier otra el camino hacia la gran popularidad de que gozó El último tango en París esa escena es precisamente la que venimos mentando, popularmente conocida como “la escena de la manteca”. ¿Por qué esa escena tuvo el impacto que tuvo? ¿Por tratarse de un coito anal? No. La clave, ciertamente, está en la manteca. ¿Fue por el uso “inédito” que se le dio a la manteca? No. Se utiliza a los efectos todo tipo de lubricantes, y la manteca no es, por cierto, una recién llegada en la materia. ¿Entonces? La respuesta está en la función que cumple la manteca, no en tanto lubricante, sino en la imaginación del espectador de la escena. La escena está angulada, por supuesto, de modo de impedirnos ver la cópula. Sin el recurso a la manteca el espectador hubiera tenido que imaginar más o menos vagamente lo que sucede y no ve. Gracias al recurso concreto y concretizante de la manteca su imaginación de lo que no ve se concretiza. La manteca le sirve de tercer ojo. Inevitablemente imagina el ano lubricado con manteca, y la punta del pene lubricada con manteca, imaginariamente constata cómo el artificio resulta perfectamente adecuado. Es esa imaginación intensificada, al borde de la vivencia, lo que le da un grado multiplicado de recordabilidad a la escena.
Brando, Schneider: el momento clave |
Esta estrategia consistente en generar un punctum que la imaginación pornográfica del espectador debe llenar para que el relato funcione en plenitud es la misma que vimos en obra en El infierno tan temido de Onetti. Y es la misma que unos años después utilizará David Cronenberg en Madame Butterfly (1993).
Butterfly cuenta la imposible –pero verídica- historia de un diplomático francés enamorado de una cantante de la Opera de Pekín. La pasión es correspondida, y se consuma. Detalle exótico: ella nunca se desnuda para hacer el amor, siguiendo “una milenaria tradición china” (¿?). El producto de la pasión es un precioso chinito de ojos celestes. El contraespionaje francés descubre que la china es una espía, los arresta a ambos y la cosa termina en un juicio público. Al que la china concurre vestida de hombre. Porque para pasmo del diplomático ¡en realidad ella es un hombre! ¿Cómo es posible que habiendo vivido en plena intimidad el pobre hombre no supiera que su objeto de pasión era nene y no nena? El relato no se detiene en absoluto a aclarar el punto, avanza impertérrito hacia un final digno de la ópera prestanombres.
¡¿Entonces?! Al espectador le queda como tarea llenar con su imaginación el vacío. Con su imaginación pornográfica, por supuesto. “Quizá copulando en cierta posición” especula “y con el orificio muy lubricado, y con los genitales del travestido disimulados de tal o cual manera... ¡Y aún así!”.
El cuento de Onetti y las películas de Bertolucci y Cronenberg nos invitan a dar por inaugurado una especie de subgénero en erótica que podríamos denominar “el lector / espectador como pornógrafo”.