Tanto la “Zama” de Antonio di Benedetto como la de Lucrecia Martel denuncian a la burocracia estatal, con su falsa meritocracia, en tanto máquina exterminadora del deseo y, como consecuencia, del ser humano. Si bien la historia se ambienta a finales del Siglo XVIII en lo que hoy es Asunción del Paraguay el tema conserva toda su vigencia, porque la estructura básica de aquel colonialismo devastador no ha cesado de funcionar en nuestras sociedades “postcoloniales”.
Don Diego de Zama
Lo que desea Don Diego de Zama, asesor letrado de la Gobernación, es un traslado que signifique un ascenso en su carrera y le permita reencontrarse con su esposa y sus hijos, que permanecen en Buenos Aires. Zama vive a la espera de ese reconocimiento que nunca llega. Su estadía en la tierra guaraní, que se le ofrecía como un trampolín, demuestra ser una trampa que lo llevará a la completa ruina, material y espiritual. Porque él ha cifrado todo su ser en la carrera administrativa.
El asesor letrado, de hecho, no es nadie dentro de la administración colonial. Su título, ganado con estudio, es sólo una etiqueta vacía que nadie respeta y al propio Zama comienza a sonarle como una burla. Pero ¿por qué? Porque no hay nada que la erudición de un abogado pueda aportar en una tierra sin ley, en un territorio regido por la arbitrariedad brutal de los mandatarios en su afán de saquear y huir con el botín.
Zama tarda demasiado en visualizar la trampa en que ha caído. Él cree formar parte de un orden de cosas, cree que sus estudios, sumados al hecho de ser blanco, le hacen merecedor de un lugar, pero este se muestra una y otra vez inexistente. La Corona aplaza hasta el infinito el pago del trabajo de los funcionarios medios y por falta de dinero Zama conoce el hambre y pierde hasta la pieza en que se hospeda. Así se expresa la realidad de su no lugar en el mundo. La espera de Zama resulta ser la tragedia de ocupar un no lugar que, sin embargo, termina por aniquilarlo.
La ropa no viste
Lo que más me gustó de la Zama de Martel es su tratamiento plástico de los cuerpos. Dicho tratamiento se produce en gran medida a través del vestuario. La vestimenta y accesorios de los personajes tienen en común su insuficiencia para vestir los cuerpos. Cada personaje está de alguna manera semi vestido. Sus prendas se encuentran notoriamente rotas, sucias, arrugadas, cuando no constituyen meros harapos; las pelucas apenas cubren el cabello natural.
Esta cualidad intencionalmente “fallida” del atuendo da cuenta de la dificultad que tienen esas personas para representar sus roles sociales. Cierta animalidad grosera se abre paso entre las grietas de la tela, que no alcanza a cubrir la tragedia cotidiana de los sometidos (negros e indios) pero tampoco de esos españoles y criollos inferiores, que no tenían mejor opción que internarse en esta América profunda a la que despreciaban y temían, y en cuyas entrañas solían encontrar el reverso de sus sueños megalómanos: la miseria, el horror, la locura y la muerte.
Pero, sobre todo, la cualidad de mal vestidos de esos funcionarios mediocres, como Zama, muestra que están parados en falsa escuadra. Cómplices en la brutal explotación de los pueblos indígenas y de los africanos arreados como esclavos, resultan igualmente explotados por la Corona a la que sirven. Pero la explotación que ejerce sobre ellos adopta la forma de un atroz e hipócrita cinismo, por eso debe ser literalmente desenmascarada.
El aparato burocrático engaña a sus funcionarios de manera perversa, juega con sus esperanzas, juega a alimentarlas para luego condenarlas a morir de inanición. En el caso de Zama prometiéndole un lugar en el mundo, ese mismo lugar que por la vía de los hechos reiteradamente le niega. Cada decepción oficia como un nuevo golpe que contribuye con el desmoronamiento de su persona.
“Zama” muestra cómo aquellos pequeños burócratas estaban tan sometidos al poder como los indios o los negros. Pero, a diferencia de la población indígena y africana, su dignidad humana era la gran sacrificada. Zama no busca una manera de vivir por fuera del sistema burocrático del cual constituye un engranaje y en el que no puede dejar de creer pese a toda evidencia, porque es incapaz de concebirse más allá del aparato que conforma. La imagen que tiene de sí mismo le impide trabajar con las manos o pescar para comer, por ejemplo.
¿“Post-colonialismo”?
Me cuesta hablar de nuestras sociedades latinoamericanas actuales como post-coloniales, el prefijo post implica la idea de algo superado. Pero en lo esencial nada ha cambiado en el funcionamiento del estado desde la época de la Colonia hasta ahora. Bajo la máscara de la meritocracia continúa alimentándose de sacrificios humanos.
No pude sino identificarme con Zama en el recuerdo de mis veinte años como empleada pública en la enseñanza media de mi país, muy especialmente de los últimos cinco años, en que ejercí como psicóloga.
A pesar de haber ganado un concurso de oposición y méritos, que en una lista me dejó bien posicionada, el cambio de profesora a psicóloga implicó una disminución importante en el monto de mi sueldo. Los quince años de antigüedad en la enseñanza pública no se computaron. El expediente con mi reclamo fue respondido recién cuatro años después de mi renuncia al cargo y a la administración pública. Eso sí, me intimaron a notificarme con un plazo de cinco días. Ignoro la resolución, no me presenté a firmarla.
La casaca bordó de Zama, arrugada como un trapito, incapaz de otorgarle dignidad alguna, no se diferencia en lo esencial de la exigua y gastada ropa que yo vestía. Por suerte nunca me faltó el alimento, ni material ni espiritual. Seguí comiendo el arroz de mi tupper mientras otros funcionarios se robaban las milanesas destinadas a los estudiantes “carenciados”. Y no dudé en denunciarlos aunque habría de enfrentar represalias. Estas anécdotas son apenas un par de botones para la muestra.
Si el día que pude abandoné el “sistema” no se debió tanto a las humillantes condiciones de trabajo sino a algo mucho más peligroso, a lo que preferí no seguir exponiéndome. La eventualmente aniquiladora sensación de la falta de horizontes, de estar arando en el agua, de padecer al aparato burocrático estatal como enorme máquina de picar el deseo junto con la carne humana.