embargo, cuando días atrás caí en la cuenta de que la palabra bichicome está en vías de extinción sentí que mi representación del mundo sufría una perforación, diminuta pero cuestionadora.
Para los extranjeros y para los jóvenes aclaro, tomando la definición del Diccionario de Americanismos en su tomo sobre Uruguayismos, que “bichicome”, término coloquial y despectivo, significa “persona de aspecto sucio y descuidado que vive de la mendicidad y busca en los desperdicios”. Sinónimos del mismo son: “juntapuchos” (también caído en desuso), “linyera” y “requechero”.
El término “bichicome” es una adaptación de “beach comber” -literalmente rastrillador de playas- al español uruguayo (sólo en esta variedad del español existe, aunque también hay una derivación al griego y otra al ruso, cf. Wikipedia “beachcombing”).
La acepción “el que come bichos” se desprende naturalmente de la palabra bichi-come y enriquece la dimensión nauseabunda y folclórica del concepto.
Pues bien, como decía, la decadencia del vocablo “bichicome” perforó en un punto mi universo simbólico. Y a través de esa perforación asomaron algunos recuerdos cuya falta de nitidez me hizo buscar el auxilio de la reflexión.
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El primer bichicome de que tuve noticia en mi niñez era llamado por mi padre “Amigo mío”. Probablemente el apodo haya surgido de un empleo recurrente de dicha expresión por parte de aquel hombre cuyo nombre ignoro. No puedo determinar si lo llegué a conocer personalmente o sólo por referencias, pero recuerdo a mi viejo hablar de él como de un amigo entrañable. Incluso guardaba un recorte de diario en el que aparecía su foto, desconozco el motivo del presumible reportaje. Es posible que ese recorte aparezca algún día, dada la costumbre de mi familia de origen de guardar todo tipo de cosas con independencia de su utilidad, especialmente papeles. Rasgo este, el de juntar porquerías, afín a la actividad de los bichicomes.
Amigo mío y mi padre se conocieron porque mi viejo le compraba papel de diarios y revistas para embalar la mercadería frágil en su local comercial. Seguramente en ocasión de cada intercambio se demorarían conversando. Charlar era una de las actividades favoritas de mi progenitor y gustaba practicarla con todo tipo de interlocutores.
Recuerdo también que había en mi casa algunos objetos, pequeños, inútiles y sin valor, que provenían de Amigo mío. Ahora me vienen a la memoria unos broches para el pelo con pelotitas y unas cabezas de Abbott y Costello para colocar en el extremo de los lápices. Estas últimas llegaron hasta las manos de mi hijo.
Amigo mío debió haber muerto siendo yo pequeña. Su figura pervivió como uno de los actores que formaban el elenco estable de las profusas charlas a que mi padre solía entregarse, charlas para las cuales de niña yo era público cautivo –y en la adolescencia, víctima.
Aunque tratándose de un bichicome Amigo mío no superaba la categoría de personaje menor, en el discurrir de mi padre aparecía envuelto en una especie de halo mítico. De alguna manera él lo admiraba…
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Interrogándome acerca de aquella suerte de admiración de mi padre por Amigo mío se impuso revisar brevemente las peculiaridades de la figura del bichicome tal como existía varias décadas atrás, pues si el término perdió vigencia es porque el objeto a que refería también cayó en desgracia.
En primer lugar el bichicome era un ser raro en cuanto a características y número. En su recorrido habitual por la ciudad un montevideano podía llegar a encontrarse a lo sumo con dos o tres bichicomes, siempre los mismos. Por lo general eran varones, ancianos o de aspecto envejecido y melancólico, hirsutos (las rastas y las barbas desordenadas no estaban a la moda), mugrientos, de vestimenta andrajosa (en una época en que los jean gastados y rajados de fábrica no eran trendy) y muy a menudo alcoholizados. Con frecuencia hablaban solos y a los gritos y solían vagar como los locos, sin alejarse de su territorio. Por lo común solitarios, pero muchas veces acompañados por algún perro; como el perrito Diógenes que acompaña al linyera en la tira cómica de Tabaré.
Los bichicomes solían dormir en la calle y otros espacios públicos y vivían de lo que encontraban –para comer y para vender- en los tachos de la basura. La práctica de hurgar en la basura por entonces no era común entre los montevideanos. Hoy en día la cantidad de hurgadores es tan grande que a toda hora se los encuentra si no al lado en el interior mismo de las volquetas donde los vecinos depositamos nuestras bolsas de residuos.
Durante las últimas décadas en nuestra sociedad la indigencia ha sufrido una suerte de “democratización”, un número creciente de personas accede fácilmente a ella. Aquel paria con su corte de piojos y pulgas que el bichicome encarnaba ya no es el modelo de los recolectores informales de basura.
En líneas generales los hurgadores de hoy no se distinguen por su aspecto de los clasemedieros. Buena parte de ellos se presentan tan bien vestidos y aseados como los hijos de la clase media. Fenómeno que alcanza ribetes no sólo heroicos sino también milagrosos, dada la situación de calle en la que muchos se encuentran.
Por otra parte hoy hallamos entre los indigentes tanto a hombres como a mujeres, y de todas las edades. La mayoría conforma un grupo familiar, igual que los demás ciudadanos.
El “marginal” ya no es un marginal a la manera de antes. En cuanto a locación no se restringen a los confines de la ciudad y por su número conforman un grupo social importante. Desproporcionadamente importante en relación con su no lugar respecto de las condiciones materiales de existencia que consideramos satisfactorias.
Es tan habitual ver “gente como uno” revolviendo deshechos y durmiendo en la calle, por todas partes y a toda hora, que esa sub-vida que en otra época podía escandalizar se volvió “normal” para los montevideanos.
Barrio Buceo, Montevideo, abril de 2018. |
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Vuelvo al recuerdo de mi padre evocando a su bichicome de cabecera. Pero para que me “ilumine” todavía falta recordar las maneras en que la palabrita bichicome jugaba sus partidos.
Lo que no aparece en el Diccionario de Americanismos es el sentido figurado que la expresión cobró en el habla popular. Así “ser un bichicome”, “roñoso”, “amarrete” (¿”Roñoso” y “amarrete” seguirán vigentes…?) significaba ser tacaño. “Vestirse como un bichicome” quería decir andar mal vestido, con ropa impresentable de tan deteriorada y dándole la espalda a los preceptos de la moda.
Ahora bien, la acusación de comportarse como un bichicome o parecerlo se daba entre personas que no debían actuar de tal manera. Como es natural los hijos de la clase media se someten a los estándares estéticos de su época –incluidas las ideas de prolijidad y limpieza. Sin embargo hay ciudadanos que necesitan desafiar de alguna forma esos límites si los sienten restrictivos.
Cuando mi viejo usaba ropa de entre casa no parecía menos andrajoso que “el bichicome de la esquina”. Él disponía de varios placares repletos de prendas de vestir en mejor estado. Con frecuencia mi madre lo increpaba acusándolo de bichicome. Por su parte él argumentaba con orgullo que aquella era su ropa de “hombre libre”.
Puesto que siempre vestía los mismos trapos, con ironía adolescente yo corregía a mi padre: aquel era su “uniforme de hombre libre”. Así como el hombre feliz no tenía camisa, el hombre libre jamás habría de vestir uniforme. Él mismo me había enseñado a despreciar desde el uniforme de gala del jefe del ejército hasta el atuendo de trabajo del último portero. De todos modos, uniforme o no, aquellos harapos a mi padre le proporcionaban un bienestar al que se sentía con derecho.
Ahora que mi padre ya no vive y el bichicome se está evaporando empiezo a comprender el valor que tenía para mi viejo aquel gesto de vestirse como un bichicome. Él se identificaba con aquella figura mítica del clochard, que el cine francés en su período de esplendor supo ensalzar –incluso Jean Gabin interpretó el papel. El bichicome como una especie de héroe de la libertad individual, el hombre que con su desprecio desafía al orden social. A mi padre el disfraz de bichicome le permitía relajarse, alivianarse de todo lo que la sociedad esperaba de él, dentro del espacio permisivo de la intimidad del hogar.
La figura del bichicome vestía las sábanas –rotas y sucias, claro está- de cierto fantasma de la libertad. La fantasía del hombre desasido de las cadenas del mundo del trabajo, del peso de los deberes familiares, de la incomodidad de cumplir las reglas del decoro. Una ilusión, sí, pero mediante la cual algunas personas, como mi padre, podían ver cumplido un ideal.
A diferencia de los viejos bichicomes los hurgadores actuales inocultablemente forman parte de la cadena de producción capitalista y no habitan los poéticos márgenes de “la sociedad opresora”. El hurgador no pasea por la ciudad a su vuelo; prosaicamente trabaja -como cualquier asalariado, pero sin sueldo-.
El bichicome encarnaba la contracara de los valores clasemedieros. Sólo como resultado de un duro golpe de la suerte y un fuerte soplo de la locura el empleado público o el pequeño comerciante podían llegar a convertirse realmente en un bichicome. Ahora la brecha entre el hurgador y “nosotros” es mucho menor.
La situación de vulnerabilidad de los sobrevivientes de la clase media montevideana es tal que apenas un pequeño tropiezo puede convertir la pesadilla en realidad. Esa pérdida de distancia entre la figura del linyera y la del clasemediero se constata en la semejanza de su presentación.
Para el clasemediero de antes el bichicome representaba una realidad lejana, para el de hoy el indigente encarna de forma angustiante al “próximo prójimo” –para emplear una expresión de Benedetti. La amenaza acecha en torno a cada volqueta.
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