domingo, 20 de diciembre de 2020

ERCOLE LISSARDI - ENTRAR EN EL VACÍO (Sobre la película de Gaspar Noé)

Lars von Trier y Gaspar Noé son, hoy por hoy, los cineastas cuyas carreras sigo con indeclinable atención, como antaño lo fueran Antonioni, Buñuel, Bergman o Godard. Hasta donde puedo apreciarlo son, hoy, los que exploran los límites de la peripecia y de la naturaleza humana y, consecuentemente, los límites técnicos, narrativos y de lenguaje con que el cineasta puede expresarse. 


Caída libre

“Entrar en El Vacío” (Noé, 2007, estreno argentino 2012), en tanto título, tiene un doble sentido. Por un lado es entrar en el boliche El Vacío –pero estamos en Tokio, no en México-, en el que a Oscar, dealer traicionado, le espera la muerte. O, más exactamente, en el que Oscar, dealer traicionado, empieza a morir. Complementariamente, entrar en El Vacío, con mayúsculas, es desaparecer en tanto Ser en la Nada, que es lo que le sucede a Oscar cuando termina de morir. En la película de Noé, morir es un lapso que, como todos los lapsos, tiene un principio y un fin.

Como se ve, una simple sinopsis del film, con el objetivo de explicar su título, implica asumir un peculiar concepto de –nada menos que-  el morir. Morir, según Noé, comienza cuando el cuerpo cesa –aquí baleado-, y termina cuando la mente post-mortem, vagabunda, físicamente inoperante sin un cuerpo, alcanza un punto desde el cual puede, finalmente, acceder al Gran Vacío.

(Con todo respeto esta necesidad de precisar la terminología en torno a la muerte, el morir, el cadáver y sus derivados, no puede sino recordarme a la que hago en “El centro del mundo”, Planeta Argentina, 2013).

Así resumida la peripecia, aunque algo abstracta, parece fácil de encarar. Ya el Hollywood de cartón piedra nos había presentado azucaradas visiones del Más Allá en clásicos de las palomitas de maíz como “Qué bello es vivir” (1946), o “El cielo puede esperar” (1943). Pero pocos se atreverían a concebir los extremos a los que Noé lleva su peripecia, especialmente si se renuncia de antemano –nomás porque esto es cine, digamos- a toda explicación verbal. Entrar en el Vacío es, sin quizá, una de las películas con menos diálogo que conozco, y el poco que hay rara vez supera la calidad de aullido o interjección.

El axioma desde el cual Noé estructura visualmente su narrativa es el siguiente: todas las imágenes del film son subjetivas de Oscar. Vivo o muerto (en este segundo caso, por licencia poética, con los ojos de su mente), desde la primera a la última imagen, son lo que Oscar ve. El delirio que es Entrar en El Vacío sólo puede comprenderse –y se comprende con total evidencia- desde la radical subjetividad de su protagonista. 

Es por eso que al apagarse la vida en el cuerpo de Oscar, y al lanzarse su mente a vagabundear por encima de Tokio tratando de saber qué sucederá a su hermana, Linda, a la que ya no puede proteger, sabemos, instantáneamente y sin dudas, que, como desde el principio mismo del film, la mirada a través de la cual vemos, es la mirada de Oscar, la mirada ahora de la mente de Oscar –licencia, repito, poética. No importa cuán errático y vertiginoso sea el revoloteo de la cámara por encima de las azoteas, los callejones, las avenidas de Tokio, revoloteo que sólo se posa por segundos y a vuelo de pájaro sobre lo que les va sucediendo a su amigo Alex y a su hermanita, siempre de lo que se trata es de la mirada de Oscar.

Podrá impacientarnos el revoloteo, irritarnos el vértigo, costarnos armar el relato global a partir de fugaces escenas entrevistas, pero no nos falta la paciencia porque en todo momento es claro para nosotros que estamos realizando las mismas operaciones que realiza la mente de Oscar. El picadillo de impresiones e imágenes de que nos provee Noé podrá desafiarnos hasta el límite mismo de la posibilidad de comprender, pero no es menos rigurosamente lógico que el de “Te amo, te amo” de Resnais.


Re-comienzo

A esta estructuración y a esta dinámica narrativa, Noé, que confía generosamente en la disposición del espectador para entregarse al juego, superpone un doble comienzo para el film. Primero, en tiempo real, nos narra la última media hora de la vida de Oscar, hasta que es baleado en los mingitorios del boliche El Vacío –nombre, repito, de cantina mexicana en novela de Lowry, se me hace. En el momento en que Oscar muere, angustiado preguntándose que va a ser de Linda sola en Tokio, se dispara un largo racconto que da cuenta de la triste historia de los hermanitos, huérfanos de pequeños, separados para ser criados y que recién ahora han conseguido reunirse, en Tokio. Este racconto termina repasando –pero ahora acelerada por elipsis- la media hora final de Oscar, para dar lugar, ahora sí, al ansioso revoloteo póstumo de su mente, impotente para intervenir en el mudo físico.

Presente real del relato, retroceso a la historia de los hermanos, sobrevida de la mente luego de la muerte. Todo narrado a velocidad de vértigo y sin explicación especiosa alguna. Y sin embargo, para quien tenga ojos para ver, la lectura de la peripecia es transparente. Noé es un transgresor de las reglas del lenguaje cinematográfico, pero siempre cae parado, como los gatos. Tiene comprada su parcela en el olimpo de los Maestros.


Re-nacer

El desenlace no es menos provocador ni menos creativo. En lo que me es personal me recuerda, por si me fuera necesario, que en arte tratar de poner un límite al diálogo de los cuerpos no es más que falta de imaginación, o de coraje. 

El final del film es el loop final de la montaña rusa. Agárrense. Oscar ve que Linda no puede salir del shock de su muerte, sueña que resucita, vierte sus cenizas en el ducto, porque eso no es su hermano. La ubicua mirada de Oscar ve cómo Linda, tal como se lo había pedido, rompe su relación con el matufia con el que andaba y comienza una relación con Alex, que fue su íntimo amigo. Ve cómo Linda y Alex copulan. Ve el glande de Alex preparándose para descargar el semen dentro de la vagina de Linda. Ve cómo los espermatozoides navegan cuerpo adentro, ve cómo algunos de ellos llegan al óvulo en el útero de Linda, ve cómo uno de ellos atraviesa la pared del óvulo. Pantalla deslumbrada, a blanco. Gritos de neonato. Siguen tomas subjetivas –de Oscar ¿de quién si no?- desde el punto de vista del bebé. Linda fuera de foco sonriente en su cama de la maternidad. Primer plano, a foco, del pezón de Linda pronto para alimentar. Las subjetivas de Oscar son ahora subjetivas del bebé. Oscar es ahora el bebé. Ha reencarnado en el bebé. La muerte no ha podido separarlo de su amada hermana. Tiene una nueva vida. Puede terminar de morir su vida anterior. Corte final a un título, blanco sobre negro: El Vacío, que anuncia que Oscar termina de morir. Entra el ser de Oscar en El Vacío.

El cine de Noé, como el de von Trier, propone lecturas inesperadas de la experiencia humana, y pone en juego para plasmarlas la libertad para el manejo de los recursos de su arte que sólo pueden permitirse los verdaderos maestros.

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