viernes, 24 de octubre de 2014

Ana Grynbaum – Posar de lo que uno es -

Cuando alguien posa de lo que no es, queda fácilmente en evidencia y a lo sumo gana alguna mueca de desprecio. Pero cuando alguien posa de lo que sí es, las cosas se complican. Especialmente cuando se trata de un artista que encarna un personaje trágico y cumple el destino inexorable que éste le marca. En particular los ídolos de la voz se prestan a estos sacrificios.

El Club de los 27, o de los que por siempre han de tener 27 años, sólo admite ilustres miembros: Brian Jones, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin, Kurt Cobain, Amy Winehouse… Who’s next?

Me referiré a Amy Winehouse, quien inspiró la presente reflexión. Estilizadamente en sus video clips, a lo bestia en varios de sus conciertos, Winehouse actúa un papel que, los datos de su vida -y, sobre todo, la forma de su muerte- señalan como autobiográfico.

Amy encarna lo que llamamos una reventada. Sin recurrir a la prensa sensacionalista, en las filmaciones de shows y video clips que eligió protagonizar, se la ve semi-desnuda y frágil, abierta y expuesta, al borde del espectáculo de su propia intimidad. Rodeada de muchos hombres -de todo tipo y color- vasos de whisky, camas demasiado anchas para una mujer sola, rostros no amigables, paredes descascaradas... Sin embargo, lo que Winehouse transmite, atravesando el patetismo, superándolo, es un goce supremo. Goce que anida en la cumbre de cierto erotismo propio de los márgenes urbanos, tan subsidiario de Eros como de Tánatos, en el cual emerge esa frágil y pálida flor dark, de cuerpo anoréxico –al menos en la última época- y voz de increíble potencia y calidad. (You go back to her and I go back to black)

Pasada la impresión que produce la muerte de una persona joven y la pérdida de una excepcional artista, sobreviene la extraña sensación de que la historia de Winehouse se desarrolló con una lógica precisa. Sabido es que no existe artista verdadero que no se la juegue en su arte, pero en las artes performáticas ese riesgo puede alcanzar una dimensión dramática de peculiar intensidad. Para un escritor, por ejemplo, existe la posibilidad de firmar con otros nombres y no ser reconocido –al menos durante un tiempo-, o es posible auto excluirse de los Medios, incluso encerrarse literalmente en la intimidad. Pero quien realiza su arte en escena no puede dejar de poner el cuerpo. Y, en ocasiones, entregarse más allá de lo supuestamente conveniente.

El aparato de producción de las puestas en escena de Winehouse es tan artificioso como cualquier otro, sin embargo deja en el espectador un violento efecto de verdad. Ese rostro ornamentado como una máscara que Amy ofrece, funciona como un espejo, que no sólo refleja los peligros del consumo “problemático” de ciertas sustancias, sino también el goce que el exceso de esas mismas sustancias puede desatar. Pero una erótica del consumo, lo es también de la insatisfacción. (Como la que narra en You know that I’m no good.)

Si el personaje con que Amy se identifica y pone en escena es el de una reventada, entregada al arrebato, pisoteando los estándares de respetabilidad en detrimento propio, su adecuado desarrollo no puede conducir más que al remate de una muerte trágica, al modo de una nota muy alta que cuando deja de sonar sigue repercutiendo en el silencio. Rehabilitarse la habría desviado de ese destino, así como del gigantesco goce de su producción artística. Como Ícaro, Winehouse no pudo dejar de volar, hasta quemarse. El héroe es quien no se resiste al cumplimiento de su destino trágico. (They tried to make me go to rehab but I said, ‘No, no, no‘)

A quien posa de lo que no es, le queda un espacio entre la máscara y la cara, un intersticio por el cual puede –llegado el caso- huir. Ese espacio no existe para quien posa de lo que es. La máscara del personaje se adhiere a la piel, se convierte en piel y no es posible arrancarla. Como ilustra aquella inolvidable escena de Jim Carrey, la máscara termina imponiendo a quien la porta su propio libreto. Posar de lo que uno es, por definición y en el límite, conduce a una trampa mortal: quedar cristalizado en uno de todos los personajes posibles y correr su suerte, o su desgracia. Para una artista como Winehouse no caben las quejas, esa máscara coincide con la propia realización de su obra.

En el mejor de los casos, la máscara mortuoria del artista -ese producto eternizado, independiente del drama humano que estuvo en su origen- continuará su existencia, transmitiendo la intensidad de aquella vida que abrazó hasta asfixiar.


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