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domingo, 12 de mayo de 2019

Ercole Lissardi - ARMONÍA Y YO. Coincidencias y paralelismos - Parte I

No acompañé a Adriana cuando visitó a Armonía Somers en el piso 16 del Palacio Salvo. Sabía que Adriana desarrollaba, sin proponérselo, sutiles e intensas relaciones con gente culturalmente muy
relevante, como Lola Álvarez Bravo, Haroldo de Campos, Pablo Milanés. Armonía no fue la
excepción. No acompañaba a Adriana en ese tipo de circunstancias porque se me hacía claro que mi
presencia sobraba, estaba de más, producía una especie de interferencia, de “ruido”, que molestaría la comunión de sus almas. Y no se crea que al decir esto ironizo, o me paso de humilde. Nomás soy objetivo.

Corría el año 1987, o quizá 1988, y Adriana Contreras, mi esposa entonces, excelsa artista de la imagen, visitaba a Armonía con la intención de que la autorizara a utilizar pasajes de Un retrato para Dickens en su película La nube de Magallanes, que entonces preparaba y que poco tiempo después filmó en Montevideo. La autorización, por supuesto, le fue concedida, sin condición alguna. Durante su visita yo la esperaba en el Manchester, y cuando nos reunimos Adriana me dijo que junto al sillón en el que se sentaba Armonía había un gran ángel de madera. Un par de años antes, Adriana había dibujado un bello adolescente con alas, que representaba, según ella, al Angelus Novus de Benjamin. Le hizo una estructura de varillas de madera y lo teníamos colgado en medio de la sala-comedor de nuestro apartamento de la Quinta Eugenia, en el DF. Quizá el mismo ángel las protegía a ambas, pero tuvo más suerte con Armonía. Adriana murió espantosamente joven.


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En aquel momento acompañar a Adriana a ver a Armonía hubiera significado por mi parte un acto de impudicia, de turismo cultural, porque aún yo no había leído a Armonía, no conocía su obra, ni había yo escrito un solo libro, y lejos estaba de poder adivinar que su vida y la mía, a la distancia adecuada y salvando todas las diferencias que se quiera salvar, son lo que Plutarco llamaba Vidas paralelas. Ahora, leyendo a Armonía a la sombra de la lectura concienzuda de su obra que viene haciendo Ana Grynbaum -mi esposa y compañera de aventuras literarias- a efectos de participar en un homenaje a Armonía que se llevará a cabo en Buenos Aires, y sobre todo leyendo la extraordinaria Carta abierta desde Somersville, escrita dos años antes de su muerte, reflexión final sobre su obra y verdadero testamento literario, comprendo que no sólo las nuestras son Vidas paralelas, sino que Armonía es ese Otro Igual a Mí que siempre, por soberbia y por ignorancia, pensé que no existía en la literatura uruguaya.

En efecto, la intelligentzia uruguaya, el lobby que maneja la cultura uruguaya, que es desde hace sesenta o setenta años el lobby de la izquierda,   evolucionado a partir de la Generación del 45 (no existen estudios sobre este asunto, de la mayor importancia para comprender la cultura uruguaya), ha intentado, con Armonía como conmigo, evitar que nuestra obra alcance a su público potencial, y lo ha intentado en ambos casos recurriendo a los mismos argumentos y a los mismos recursos: nuestras obras serían pornográficas, perversas o directamente degeneradas, y lo que merecerían es el repudio frontal o el silencio, el ninguneo hasta que se acallen definitivamente.

Pero ni Armonía ni yo hemos cedido frente al patoterismo de la crítica mercenaria e ignorante, policía cultural del totalitarismo blando y por sobre todas las cosas ineficiente con que la izquierda uruguaya ha debido conformarse, al menos por el momento olvidando sus sueños de implantar aquí modelos primero rusos y después cubanos. Toda una dama, Armonía siguió produciendo, segura de sí pero callada, al punto que la Carta abierta desde Somersville es la única respuesta explícita y sistemática al asedio que sufrió durante décadas. Es cierto que ante la relativa escasez de su obra es legítimo preguntarse si ese asedio no terminó por menguar su producción. Asedio tal que, ya fallecida, sus amigos intentaron encontrar un refugio para sus papeles en las instituciones nacionales idóneas para tal fin y, no encontrando el menor interés, terminaron radicándolos en una universidad francesa.

Yo, en cambio –mi política consistiendo en devolver golpe por golpe- desde el principio subrayé la profunda ignorancia conceptual desde la cual la crítica uruguaya analiza mi obra, y la voluntad de guetización implícita en el aparentemente inofensivo concepto de “raros” acuñado por Ángel Rama* para excluir a los escritores de verdadero talento del rebaño de los “normales”, o sea los mediocres que se atienen a los dogmas literarios de la izquierda. Asimismo subrayé el carácter autista de la verdadera literatura uruguaya como consecuencia de la segregación y la guetización de que ha sido objeto, y la repugnante pacatería, mojigatería sexual, de la izquierda uruguaya, pacatería que hereda de las más profundas tradiciones de la izquierda internacional.


Nobleza obliga, hay que decir que, tanto para Armonía como para mí, como para varios otros de los “raros”, fue Buenos Aires, mucho más cosmopolita, y ancha y variada suficientemente como para no acatar los designios y los caprichos de lobbies de cultura autoritarios, la que vino a devolver a nuestras obras el respeto que merecen, abriéndoles las puertas a nuevos contingentes de lectores. En mi caso, la recepción porteña hizo posible que tomara la sana decisión de ya no volver a publicar en Montevideo. En el caso de Armonía, un par de libros publicados en vida en Buenos Aires fueron el preámbulo para, ya fallecida, la reedición por El cuenco de plata, de todos sus libros, sin la cual hoy sus cuentos y novelas serían lisa y llanamente inhallables.

CONTINUARÁ…

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* ARMONÍA Y RAMA. Los papeles de Armonía, radicados en la Universidad de Poitiers, dan cuenta de su relación con Rama. Éste era, por cierto, muy capaz de distinguir lo bueno de lo malo en literatura. Fue él quien, tras años de silencio de la escritora, hacia fines de los cincuentas, investigó hasta dar con la identidad detrás del seudónimo y la conminó a reiniciar su producción. Fue su editor, desde Arca, durante los años sesenta y, desde Marcha, analizó con lucidez su obra. Armonía lo consideraba su consejero y su amigo. Sin embargo, con el mismo movimiento con el que cumplía con su responsabilidad intelectual, Rama hundía a la autora y su obra en el ostracismo, al dictaminar, en sutil acuerdo con los que la acusaban de cruel, perversa y pornógrafa, que se trataba de un “bicho raro”, “que en lugar de convocar al lector lo rechazaba” y que estaba condenada a tener “pocos lectores”, remitiéndola así al nicho que él mismo había inventado y bautizado como “los raros”, por oposición -¿a qué si no?- a los “normales”, o sea, a los que se sometían a los dogmas estéticos e ideológicos de la izquierda. Basta una ojeada al índice de Cien años de raros para advertir cuán forzado, ad hoc e inconducente es el concepto: su verdadero objetivo era guetizar a sólo tres de los escritores que propone como “raros”: Felisberto, Armonía y Marosa, insoportablemente talentosos y contemporáneos. Esta guetización era la manera elegante de Rama de cumplir con Dios y con el Diablo. La mayor parte de los corifeos de izquierda atacaban o ninguneaban a Armonía , esperando que la muerte viniera a ayudarlos, porque, como se sabe, para los totalitarios un escritor bueno es un escritor muerto. La muerte –según creen- vuelve a los escritores disidentes o transgresores mucho más dóciles y asimilables. De ahí las generosas “recuperaciones” de la literatura de Armonía que se suceden a partir de la inminencia de su deceso. 

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