A esta altura de mi biografía (me gusta decirlo así, como si nuestra vida estuviera escrita de antemano: prescrita y prescripta) comienza a hacérseme claro que mantengo deudas de honor con todos aquellos libros (no pocos, afortunadamente) que secreta o clamorosamente me han invitado o me han empujado
a la fiesta de la escritura. A ellos les debo en primera o última instancia los instantes de vértigo demiúrgico que son el verdadero premio para los esfuerzos del escritor.
No son pocos y son increíblemente variados cuando uno se decide a ponerlos uno junto al otro: de los diarios de Víctor Klemperer a la bitácora de Colón, desde las novelitas de Ross Macdonald a Momentos en la vida de un fauno, y a las páginas del oprobio en Lord Jim, y a Paradiso, y a Sombras sobre el Hudson, y a El azul del cielo, y así siguiendo por un buen rato. Con todos ellos mantengo una deuda de honor, es decir: debiera de ser capaz de escribir, para cada uno específicamente, unas cuartillas tales que tuviera yo el coraje de dedicárselas a cada uno de mis mentores. Quizá estoy escribiendo esto porque acabo de terminar El quinto viaje, que es un no tan disimulado homenaje al Descubridor. No poco entretenimiento podría encontrar en descifrar en cada uno de mis textos su no tan secreto referente.
Tengo para mí que el significado verdaderamente significativo de las palabras, de algunas palabras muy concretas es, para cada uno, profundamente subjetivo. Es decir: que conscientemente o no, más allá del significado que les da el consenso académico o popular, ciertas palabras dicen lo que uno quiere que digan, como dice Humpty Dumpty. Por ejemplo: la palabra “biblioteca” ha tenido para mí a lo largo de mi vida dos significados diferentes. De joven, considerando mi menguada biblioteca (no heredé una biblioteca ni el dinero para adquirir libros a discreción), tomando a los libros que la integraban más por su prestigio que por lo que me hubieran aportado, me decía, un tanto pomposamente, que aquella mi biblioteca era la Asamblea de los Sabios, y a su mirada protectora me encomendaba. Hoy en día muy otra cosa significa mi biblioteca y, por extensión y en lo profundo, cualquier biblioteca considerada desde el ángulo de quien la ha formado y la ha cargado a lo largo de las vicisitudes de la vida como el caracol carga con su casa. En esa fronda de libros me esperan sucuchados a veces, emboscados, o rotundos en su exigencia de atención, aquellos libros, muchos pero no tantos, con los cuales mantengo una deuda de honor que más vale que me ponga en actitud de satisfacer, a menos, por supuesto, dado lo mucho que he escrito, que ya la haya satisfecho.