(Tomado de: Maximiliano Crespi, "Tres realismos. Literatura argentina del Siglo XXI", Editorial Nudista, Córdoba, 2020).
En la otra ribera del plateado río de la resignación amorosa, el montevideano Ercole Lissardi viene publicando, desde mediados de la década del 90, una serie de novelas y relatos a través de los cuales explora esa astilla de la experiencia que es el erotismo desbordado. Su hibridación genérica con otras formas narrativas es parte de un proyecto literario que hace pasar las representaciones del deseo por las retóricas del policial, el relato fantástico, la ciencia ficción, la novela sentimental y la ficción política. Es su manera, díscola y transgresiva, de poner en escena su fe en la necesaria promiscuidad entre fábula y ficción; es decir: entre el deseo de la escritura y lo que puede llamarse la escritura del deseo.
Cada trabajo de Lissardi parece venir a corroborar esa insistencia, esa suerte de obstinación que no reenvía a un sistema sino más bien al asedio de lo sistemático: desde Aurora lunar (1996) a La bestia (2010) o a la trilogía de nouvelles reunidas en El centro del mundo (Planeta, 2013), la narrativa lissardiana se inscribe en una suerte de programa de investigación sobre la naturaleza laberíntica e incomprensible de lo faunático, esa modalidad de ser de lo erótico que, antinomia del Amor Puro, se remonta a la tradición oculta y a veces reprimida que expresa la ansiedad, la violencia y la agitación desplegadas en la pulsión erótica.
Desde su notable “trilogía de la infidelidad”, constituida por Los secretos de Romina Lucas (HUM, 2007), Horas-puente (HUM, 2007) y Ulisa (HUM, 2008), corpus que pone en negro sobre blanco la singularidad de una literatura que se mantiene en relación equidistante con autores tan disímiles como Ross MacDonald, Isaac Bashevis Singer, Marco Vassi y Arno Schmidt, Lissardi ensaya una indagación en torno a las erotopías que, siguiendo la línea de oscilación Sade/Masoch, ponen en primer plano el inmenso lago de lo sexual para subrayar la existencia de un segundo plano, subterráneo, en el río oscuro del que se alimenta: el del deseo. Para decirlo con un viejo formalista ruso, cada obra de Lissardi es una especie de iceberg de la cual las tres cuartas partes viajan necesariamente sumergidas bajo la superficie.
La bestia (Hum, 2010), segunda parte del “Díptico fálico” abierto por No (una breve comedieta en que el deseo litigia sobre esas dos formas del desencuentro que son el coito y la masturbación), es un ejemplo notable de esta condición opaca incluso —y en especial— para su propio autor y, por eso mismo, preñada de verdad histórica. Lissardi escribe allí inmerso en —o, mejor dicho, arrastrado por— una deriva, sin saber lo que escribe. Y por eso mismo consigue profundizar una arista resistente pero subrepticia de su proyecto narrativo. La sintaxis precisa y la prosa concentrada que ciñen la pesquisa son en realidad un artificio que busca potenciar el efecto erótico de una ensoñación alucinada que prolifera en desvaríos, cortes abruptos, sinsentidos y digresiones inesperadas. El tema en superficie es el tópico erótico-cultural fundacional de Occidente, pero el sumergido es, para decirlo con la reserva filosófica de Georges Bataille, un réel; ese pulso, ese fulgor que es el imposible deseado de toda literatura experimental o, en términos más justos, de toda literatura “en transgresión”.
Lo que carga de valor singular a esta pequeña gran nouvelle no es lo deliberado y lo complejo de su construcción narrativa, sino la encrucijada por la que llega a transitar por su deriva poética. El deseo —toda una biblioteca psicoanalítica se empecina en explicarlo— es esa fuerza enceguecida que viborea en una zona incierta entre naturaleza y cultura. El falo descomunal y descomunalmente activo de una bestia venida de la espesura es lo Intratable: conmociona tanto el espacio imaginario, donde las nínfulas desean lo que las hiere, como al mundo simbólico y comunizado de los homúnculos, donde ese “garrote siempre erecto” representa a la vez un arma y una potencia desestabilizadora: por eso, en virtud de las pasiones fascinadas y los deseos y los terrores que infunde, la bestia es sometida al cautiverio y a la servidumbre de la identificación en el “cuerpo propio”: allí se descubrirá luego envuelta en una “erótica del enjaulamiento” por la cual sólo le será permitido poseer en tanto ella misma se reconozca poseída, sujeta al lenguaje erótico y sus convenciones.
Pero lo monstruoso insiste: es una fuerza que viene de lo natural y a lo natural anhela retornar. E insiste porque su condición se apoya en ignorar la propia monstruosidad. El goce de la ignorancia roza la muerte o se dirige oscuramente a ella. Por eso la bestia pierde la condición bestial cuando, en ese monólogo distante en que se despliega la trama narrativa, se pregunta de pronto por la voz que habla en su nombre, cuando se presiente “objeto” de un ignorado experimento, cuando aún sin hablar se adivina hablada por un “fantasma que habla sin voz, que comúnmente tiene necesidad de decir, y de recordar”; es decir, cuando finalmente sale del espacio de su naturaleza para sumergirse en el tiempo (imaginario) de la cultura.
De ahí en adelante, la bestia es el personaje que trata inútilmente de explicar —y de explicarse— su propio papel en la escena del lenguaje. A fuerza de tensión y torsión, la letra se despega del discurso y presenta eventualmente una salida. Ahí resuena limpio el eco de un llamado. El animal-humano lo oye e inexplicablemente lo sigue. Sin recelo y sin ilusión, como se sigue lo imposible en el ritual vacío de un sueño que se repite.