lunes, 2 de junio de 2008

ERCOLE LISSARDI - INGRID Y NICOLE


En lo que sigue voy a comparar –odiosamente, por supuesto– las escenas de masturbación femenina en "El silencio" (Ingmar Bergman, 1963) y "Margot y la boda" (Noah Baumbach, 2007). Sólo voy a tomar en cuenta las líneas argumentales en la medida en que conduzcan a las escenas en cuestión. 


El Orgasmo y la Muerte 

Ester (Ingrid Thulin en "El silencio") es la hermana mayor, cuarentona ya. Es la intelectual. Está muy enferma (es una convención en cine que cuando un personaje al toser se aplica un pañuelo sobre la boca y lo retira con sangre es que está en las últimas). Su rostro tiene cincelado un rictus de amargura. Aunque hable poco (en "El silencio" se habla muy poco) la intuimos capaz de hundir las palabras más hirientes en el corazón del otro. Otro que viene siendo su hermana Ana (Günnel Lindblom), sobre la cual –iremos sabiendo– ejerció durante años –desde la infancia probablemente– una tiranía hecha de crueldad mental y deseo sexual –abusivamente satisfecho, podemos presumir–, hasta el momento en que Ana se sacudió el yugo y disfruta provocando los celos de Ester con sus amantes (masculinos, por cierto) ocasionales. 

Están de viaje. Los espasmos bronquiales de Ester han recrudecido. Se pasa el día en su cuarto de hotel fumando y bebiendo abundante vodka. La escena que nos interesa comienza cuando Ester, ya bastante achispada, se tiende de través sobre su cama. Un instante antes la vimos, pensativa, sonreír apenas acariciándose los labios con una hoja de papel. Poco antes había visto a su hermana semidesnuda en el baño. 


Bergman soluciona la escena de masturbación en una sola toma que comienza muy abierta y se cierra hasta un primer plano para luego volver a abrirse. Al comienzo de la toma vemos el cuerpo entero de Ester de desde más allá de su cabeza. Una mano se desliza bajo el saco de pijama y acaricia un pecho, la otra baja y se desliza por dentro de la cintura del pantalón, las rodillas se separan al unirse las plantas de los pies. Los movimientos de Ester son lentos, cansinos, casi desganados, aún así tienen algo de mecánico, de expeditivo que nos dice hasta qué punto para ella el sexo solitario es un hábito. Cuando la mano llega a la entrepierna y comienza el masaje el encuadre se está cerrando con un movimiento tan suave y lento como los del personaje.
Quedamos con un primer plano de Ester que, debido a la posición de la cámara, se ve invertido. Mecida por la excitación la cabeza de Ester gira blandamente a uno y otro lado. Su respiración se hace audible. No suena como el dulce gorjeo de la pasión amorosa, sino como un quejido áspero que liberan sus pulmones enfermos. De pronto, rápidamente, el orgasmo. Echa la cabeza hacia atrás al alcanzar la cima y entonces su mirada se cruza con la nuestra a través del objetivo de la cámara. En sus ojos muy abiertos lo que hay es miedo, la inspiración profunda que hace en ese momento suena como un estertor de agonía, los labios desnudan los dientes, que se ven oscuros, como manchados de sangre. Esa mueca que se fija en el paroxismo del estertor es la mueca de la muerte, es la mueca que hace del cuerpo un cadáver. Después el rostro se relaja, cierra los ojos, queda inmóvil como si Ester escuchara el rumor de sus pulmones. Otro rostro de muerte, pero en el cual el tiempo ha borrado ya las huellas del pánico. 

Después Ester se acomoda sobre un costado, la vitalidad del vodka se acabó, la debilidad de la enfermedad regresa. Dormita. Lo único que no le perdono al pequeño poema cinematográfico de Bergman es que al acomodarse para dormir, con las manos cerca de la cara no haya buscado Ester en sus dedos el olor de su entrepierna. El olor de esas humedades es, finalmente, el olor de la vida.
 

La mirada del voyeur 

El film de Baumbach ofrece el típico blend neoyorkino de comedia y drama sobre asunto intrafamiliar y con tono postfreudiano que patentara hace rato largo ya Woody Allen. Casualmente aquí también el conflicto es entre dos hermanas, la una intelectualona, la otra más bien simplona, como en el film de Bergman.
Margot (Nicole Kidman), escritora de éxito, concurre con su hijo adolescente a la boda de su hermana Pauline (Jennifer Jason-Leigh), que vive fuera de la ciudad, y a la que no ve desde hace tiempo. Su conducta bordea lo neurótico. Es agresiva y cínicamente irrespetuosa de la intimidad de los demás. Al partir de casa le ha dejado a su marido una nota en la que le participa su decisión de divorciarse. 


La escena en cuestión no está explicada en absoluto por lo que debemos deducir que expresa la insatisfacción sexual de Margot –misma que quizá, probablemente, la ha llevado a la decisión de divorciarse. Boca abajo en su cama, el camisón deliciosamente corto, Margot se masturba con movimientos rápidos, tensos, nerviosos. Más que placer lo que busca es la descarga. Su respiración agitada suena como una mezcla de esfuerzo físico y de gemidos de disgusto –como los de una nena caprichosa haciendo un berrinche. Con semejante ajetreo la crisis sobreviene rápidamente y con ella se rompe la tensión rígida de su cuerpo. Sus caderas ondulan ahora acompañando la caricia, que se enlentece. La carga de tensión que hay en el sexo solitario de Margot se subraya cuando, en lugar de llevar la descarga hasta el total apaciguamiento, la corta, soltando la presa y dándose vuelta en la cama. Un oportuno corte a primer plano nos muestra en su rostro una expresión de crispación si no de irritación. 

La manera en que Baumbach soluciona la escena es acorde con el sencillo naturalismo que inspira su cine. Su cámara no participa, no genera sentido, se limita a observar lo que sucede frente a ella, a una distancia más o menos adecuada. La cámara está fija al costado de la cama. Un  poco hacia los pies de la cama, alejándonos de la expresión facial del personaje, pero permitiéndonos observar de la mejor manera el delicioso ondular del celebrado posterior de la Kidman. Ciertamente que la escena expresa la tensión y la insatisfacción exigidas por la construcción del personaje. Pero en sí, tomada aislada, en tanto mero pedazo de cine, podría perfectamente ser un segmento de un porno. Ni por error podríamos decir lo mismo de la escena comparada de El silencio, aunque ninguna de las dos es más o menos explícita que la otra. 

En esa diferencia sutil entre ambas escenas no pesa la calidad de la actuación. Sin duda que Thulin, que ingresó en el Real Teatro Dramático de Estocolmo a los 22 años, llegó a ser una consumada artista, cortejada por los mejores directores europeos. Pero Kidman, una profesional absoluta cuya carrera demuestra además que no teme asumir riesgos, sabe que con tesón y decisión siempre se puede salir adelante dignamente. Lo que pesa es la calidad de la dirección y la ambición del proyecto. El naturalismo de Baumbach, que vuela bajito, no está exento de caer, en un momento de distracción, en el voyeurismo. La coreografía para cámara con la que Bergman recoge su escena es la caligrafía en la que podemos leer las dimensiones de trascendencia de la peripecia humana.

Ciertamente que ninguna de las dos escenas constituye un elogio de la masturbación, como lo son por ejemplo "El silfo" de Crébillon hijo, o –a su sardónica manera– ciertas páginas de" El libro de Manuel" de Cortázar. Baumbach carga la masturbación en la cuenta de las neurosis de Margot. Bergman, por su parte, nos advierte, por si no lo sabíamos, que el demonio del deseo piensa acompañarnos hasta nuestro mismísimo lecho mortuorio. 

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Publicado originalmente en El diario de un erótomano, Montevideo Portal, el 28 de mayo de 2008. 

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