jueves, 14 de agosto de 2014

Ana Grynbaum - Mi jardín imposible

Cuando Chance the Gardener es obligado a abandonar el jardín donde había transcurrido toda su vida y abre la puerta, sale directamente a un barrio atestado de mugre, con gente que vive en la calle y pandillas de adolescentes resentidos. El contraste entre el mundo del jardín y la realidad exterior no puede ser mayor.

El jardín privado es un espacio de espaldas al mundo, que encarna la paradoja de una naturaleza artificializada. El cuidado del jardín constituye tanto una operación de control como el ejercicio de una utopía, que coloca al jardinero en posición de Creador. Chance no necesitaba nada más que su jardín, aparte de la pantalla del televisor.

La Real Academia Española enseña que “jardín” es un término tomado del francés “jardin”, que a su vez proviene del francés antiguo “jart” (huerta), y éste del franco “gard” (cercado).  El jardín es el espacio delimitado no ya para fines productivos sino para regocijo del alma. Su existencia responde al deseo de un goce estético. La propia idea de jardín remite en primer lugar a la naturaleza humana, a la cultura.

Yo también me crié en un jardín, aunque no tan al pie de la letra como Chance. Y quise criar a mi hijo en un jardín. Pero al cabo de diez años de luchar, infructuosamente, por convertir el terreno del fondo en un jardín florido, me declaro vencida. Soy tan incapaz de erigirme en la jardinera de mi jardín como los burgueses de “El ángel exterminador” de cruzar el umbral de la habitación en que se pudren sus buenas costumbres. Tan incapaz como el personaje kafkiano de abrir las puertas –abiertas- de la ley.

Pero… ¿qué es ese jardín que me rehúye? El jardín perfecto es la cosa acabada. Simboliza una idea –propia de la pequeña burguesía poco imaginativa- acerca de la felicidad. Es sorprendente la regularidad e insistencia con que una buena porción de uruguayos cortan y riegan el césped de sus casitas de balneario –incluso durante los períodos de sequía, cuando se exhorta a la población al ahorro de agua…-. El jardín prolijo, la casa ordenada, la conciencia tranquila…

El jardín es un espacio de materia vegetal cuyo sentido surge de la contradicción con el cemento circundante. Es una suerte de transacción, producto de cierta represión. Las excepciones lo demuestran con claridad: mi padre llevaba su jardín en un estilo sauvage. Dejaba que las plantas pelearan unas contra otras por la tierra y el sol. Pero el jardín funcionaba de acuerdo con las reglas de su jardinero, como sucede en todos los casos.

No hay jardín cuidado que no implique una lucha contra las fuerzas de la naturaleza: las especies que amenazan desde el reino animal, el crecimiento del follaje, la sequía, el sol rajante, los vientos arrasadores. E incluso contra la naturaleza humana: los transeúntes que roban y rompen tus plantas –hasta los malvones me han arrancado de cuajo en el frente de casa- y, lo peor de todo: la pereza del jardinero que no se dedica al jardín como debería.

Hay una épica en juego. La conquista del jardín, como en el mítico Edén, tiene como condición sine qua non la expulsión de sus habitantes originarios. Es menester emprender la cruzada, usando armas químicas de ser necesario, contra toda suerte de gusanos –especialmente los bichos peludos-, babosas y caracoles, hormigas, y una diversidad de pestes imperceptibles excepto por sus efectos. Hasta los pájaros se vuelven enemigos si uno pretende llevar adelante un huerto –la única frutilla que alcanzó a madurar en nuestro malogrado huerto desapareció como por arte de magia-.

El jardín es una forma de disciplinamiento de la vida vegetal, la realización de nuestra ilusión de control de esos seres vivos que difieren radicalmente de nuestra animalidad. Hacer un jardín implica manipular, mutilar, estimular y efectuar otras operaciones sobre unos seres que poco o nada se parecerían a lo que pretendemos de ellos, si dejáramos al curso de su naturaleza manifestarse libre de nuestra intervención.

Diseñar y mantener un jardín, responde a cierta ideología de lo bello y lo bueno, que obliga a discriminar unas plantas de otras: estos son despreciables yuyos a exterminar, aquellas las especies elegidas para conservar. Desde cierto punto de vista, hacer un jardín constituye un acto violento; violencia más solapada cuanto más efectivo sea el resultado, más prolija la apariencia conseguida. Pero una violencia que –a fin de cuentas- se debe asumir, porque ¿cómo vivir sin espacios verdes!

En otra dimensión, el jardín es la desmentida de que la naturaleza vegetal fue desterrada de nuestras ciudades. Es un intento frustro de “reintegrarla” a nuestras construcciones. Pero dicho reintegro requiere vigilancia. Apenas nos descuidamos, nuestro amable jardín evoluciona hacia otra cosa.

En las ciudades hay plantas que nacen sin permiso, entre las grietas de los muros y sobre los techos. Son brotes rebeldes.

Una de las cosas que más me gustan de mi barrio en Montevideo es que casi todas las casas tienen espacios verdes. Asunción del Paraguay es un gran jardín, de cada rincón sale una planta. En los balcones de Buenos Aires, aunque estén a la intemperie, las plantas son como de interior.

El primer apartamento de mis abuelos tenía un balconcito inaccesible a la gente. Allí sólo cabían plantas. Yo estaba autorizada a destruir parte de ellas. Las flores de azúcar se aplastaban muy bien entre pulgar e índice.

Cuando aún creía en la posibilidad de tener mi jardín, algunas noches de verano organizábamos verdaderas expediciones para oler las flores de la novia de la noche. Llegaron a abrir media docena al mismo tiempo. El año pasado contraté a un jardinero para que organizara el fondo; por descuido, taló la planta.

Hay que asumirse como el jardinero del propio jardín. O renunciar a él.

Estoy decidida a vender el fondo a mi vecina y terminar con los problemas de conciencia. El “pasto” tiene más yuyos que gramilla. Las calas llegan al jarrón picadas por los caracoles. En el huerto, el perejil crespo –único sobreviviente- pide a gritos que lo salve de la invasión de vegetales no deseados. En tanto yo permanezco en casa, tomando mate y escribiendo.

Si me deshago del fondo, igual me queda la azotea, en la que se pueden construir canteros. E incluso es posible colocar césped. No, mejor no. Porque entonces todo comenzaría de nuevo...

Peter Sellers como Chance The Gardener en “Being there”,
 película basada en la novela de Jerzy Kosinski 



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