Para el Tío Toté, habitué ilustre
Visitar la Feria de Tristán Narvaja es como volver a tomar el té con la bisabuela fallecida y todas sus amigas empolvadas y bigotudas que no paran de hablar en lenguas extranjeras. Ningún mercado de
pulgas se compara al de mi ciudad: acá hay objetos que alguna vez vi o toqué en algún lugar, real o eventual. Están las cosas que perdí, las que me robaron, las que tiré, mezcladas con las que siempre quise tener pero nunca habré de adquirir, y también las que simplemente voy y me compro. La Feria está repleta de objetos familiares para los montevideanos, imposible permanecer indiferente a todos los elementos de su oferta. Basta lanzarnos en ella para que aparezca algo que nos haga saltar algún resorte íntimo y oxidado, pero inopinadamente vivo y anhelante.
No existe montevideano tan pobre como para no encontrar lo que en Tristán Narvaja puede comprar, ni tan rico como para que nada de lo que hay pueda no hacerle falta. La Feria es abundancia, multiplicidad, una serie discontinua y virtualmente infinita de objetos que reverberan ante el paseante para evocarle todo tipo de vivencias, deseos, fantasías. Un espacio de coexistencia para materiales plásticos nuevos de la peor calidad, piezas únicas de artesanía en materiales nobles, verdaderas antigüedades en bronce y cristal, meros vejestorios destartalados, long-plays cuyas canciones todavía no llegaron a youtube, copias de videojuegos recién estrenados, frutas y verduras, vestidos de novia usados hace mucho tiempo, juguetes que pasaron por las manos de niños que ya murieron de viejos, cosas útiles y otras inservibles de nacimiento, etc. Y es en ese etcétera donde late lo que uno espera.
Tristán Narvaja es el terreno de lo imprevisible. Al cabo de una visita, alta es la chance de irnos con las manos llenas de cualquier cosa menos lo que buscábamos. Recorrer la Feria es ir al encuentro de algo, de alguien –conocido o por conocer-. Aún sin comprar nada, inevitablemente uno se carga de impresiones, recuerdos, ideas. Esa inmensidad de mercaderías que rechazan su destino de materia desechable, que han conquistado una nueva oportunidad de existir antes de convertirse en basura, está ahí para regalar su mensaje.
En primer lugar: que cada cosa –por ínfima que sea, por más deteriorada que esté- tiene su valor, su destinatario, un momento y un lugar para ser descubierta y volver a florecer. La existencia de la Feria niega a la cultura del descarte; produce, en su desparramo de materia, una peculiar síntesis -mutante- entre pasado y presente, historia y cultura, individuos y sociedad. De lunes a sábado el reino del consumir y tirar gobierna a los citadinos; el domingo emerge otra realidad que resucita los desperdicios de los otros días. Meterse en la Feria es atravesar el espejo de esa rutina ciudadana de sujetos y objetos ordenados según una lógica que se pretende fija y se experimenta como ajena, en la cual se incluyen ciertas cosas para excluir todas las demás. Tristán Narvaja es el reverso del shopping center. Acá todo vale, si aparece el comprador que el muñeco o la pieza, la herramienta o la planta, estaban esperando. Como en los cuentos de hadas, cuando se rompe el maleficio vuelve la vida.
Los sentidos encuentran la bullente cantidad y variedad de formas, colores, texturas, música en vivo y aroma de chorizo parrillero entremezclado con olor a marihuana. Consumir adquiere, en cada paseo, nuevos significados, más subjetivos y más poéticos. La Feria abre la posibilidad de un consumo placentero, diferente al del consumidor alienado, insatisfecho, culposo, que apurado atraviesa la ciudad durante los días hábiles. Porque en este paisaje los objetos habitualmente desvalorizados son recuperados en función de su puro valor subjetivo, desafiando al sistema mercantil imperante –desde un margen y en cierta medida-. En el territorio de Tristán Narvaja lo que unos descartan se transforma en lo que otros necesitan. Economía de reciclaje, renovación perpetua. El espacio abierto de la Feria no es sólo el de las calles que le sirven de escenario -y son transformadas por ella-, sino especialmente el de su propia naturaleza: móvil e inagotable.
Todas las fotos son mías, excepto la última, que muestra al grupo La caterva, gentileza de Marcelo Bonaldi Grynbaum.