¿Qué se necesita para escribir erótica? En primer lugar una dosis importante de amor a la verdad. Este es, por cierto, un prerrequisito absoluto para toda forma de arte, desde el "Viaje a Citerea" de Watteau al "Ulises" de Joyce y a "Persona" de Bergman. No lo es menos en lo que concierne a la
literatura erótica, desde "Trópico de Cáncer" de Miller a "Mi madre" de Bataille y a "La solución salina" de Marco Vassi. El arte es esencialmente búsqueda de la verdad, o, quizá, para ser más preciso: busca proveernos de algo que estimamos especialmente valioso, de la sensación de poseer una visión más realista de la realidad, una visión que atraviese y haga polvo los discursos al uso. Por supuesto, los caminos del realismo son infinitamente variados, y aquello que puede proveernos de la sensación de acercarnos a la real realidad cambia a la misma velocidad con que cambia el mundo, que es cada vez más acelerada. Pero, con todas las salvedades y objeciones que merezca la cuestión, lo sólido es que sin proveernos de la ilusión de tocar una verdad, de dar al traste aunque más no sea fugazmente con las apariencias y las conveniencias, no hay arte. Hay pasatiempo, hay excitación, hay regodeo esteticista, pero no hay arte. Estos son los términos en que, en primer lugar, evalúo mi propio esfuerzo literario.
En segundo lugar se necesita, para escribir erótica, una dosis importante de desprecio por la hipocresía sexual, especialmente cuando adopta la forma de santurronería. Desprecio por los abogados de la normalidad, el decoro y las buenas costumbres, que no hacen sino disimular su deseo secreto: deseo de ocultamiento y clandestinidad, es decir, de culpa y de castigo. La literatura erótica se nutre de las situaciones dementes en que nos embarca, con una cachetada inesperada, esa fuerza oscura, irresistible y absurda a la que llamamos Deseo, que nada quiere saber de los placeres de la estabilidad sentimental ni de los imperativos de la reproducción. En materia de erótica nunca se trató sino de sacar a la luz las insólitas verdades del Deseo, exponer sus mil caras, comprender hasta dónde puede llevarnos si tenemos el coraje de seguir su juego. Si no se está dispuesto a poner al Deseo en la picota para torturarlo hasta obligarlo a decir su verdad, es inútil pretenderse autor de erótica. Páginas desenfrenadas repletas de picardía o impudor las escribe cualquiera. Páginas en las que lleguemos a entrever la verdad que espera emboscada en los recodos de nuestra intimidad sólo las escriben los que son capaces de ignorar las apariencias y las conveniencias y las tonterías acerca del buen gusto y las buenas costumbres.
Lo tercero indispensable para escribir erótica es una verdadera incapacidad para incurrir en autocensura. Por supuesto que no alcanza con estos tres requisitos, pero sin ellos nada es posible en erótica. Que me lleve el Diablo si alguna vez censuré mi escritura en alguna medida, por mínima que sea. Nunca en todo lo que llevo escrito, veinticinco novelas, me detuve ni por un solo momento a considerar la inconveniencia de plasmar una idea o una situación, o de utilizar o no una palabra, por censurable que le pareciera a quien fuese. Para mí no existen palabras inaceptables, como no existen mujeres lindas o feas. Todas las palabras son bellas y todas las mujeres son bellas, cada una a su manera. El que rechaza en su escritura una palabra sin conocer su raíz y su historia, nomás porque ha interiorizado la idea según la cual esa palabra es inconveniente, es, desde el punto de vista del arte literario, técnicamente un idiota. El que rechaza a una mujer porque no se ajusta a los códigos de belleza al uso en la imbecilidad de los medios, sin comprender la belleza que espera en la tibieza de su lecho, es un idiota. No conozco palabras más justas, o sea más bellas, que las de Zorba cuando dice que una mujer que duerme sola es una vergüenza para todos los hombres del mundo. En mi opinión, un escritor que duda ante la conveniencia o inconveniencia de utilizar una palabra, o todo un sector del diccionario es una desgracia –por cierto que demasiado frecuente- para la literatura.
Finalmente, para escribir erótica es necesario aceptar que hay verdades que son del cuerpo, de la piel, de los tegumentos, las mucosas, los fluidos corporales, las gargantas, las caras interiores de los muslos, la fisonomía genital y el peso de las tetas. Son verdades que se disparan solas, ineludibles, atronadoras, pero que no tienen un lenguaje y que no son traducibles a ninguno de los lenguajes conocidos. Razón por la cual no es extraño que nos permitamos ignorarlas. Son verdades que se concentran de pronto, como si fueran a larvarse, pero que se dispersan apenas se trata de fijarlas. Hay que conformarse con atrapar de ellas algún rasgo fugitivo, algún gesto que se diluye sin llegar a expresar nada en concreto. Más que describirlas hay que cartografiarlas, señalar la particular topografía en la que a veces se animan a pesar, aunque no lleguen a pesar más que un fantasma. No queda sino señalarlas con el dedo y decir: “Vea, vea. Ahí, ahí”, y darse por satisfecho nomás con eso.
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¿Es aun necesario justificarse por escribir sobre la vida sexual con toda franqueza, por llamar a las cosas por su nombre, por dar cuenta de lo que realmente sucede en la intimidad? Quizá sí para los que tienen al pudor y la discreción por valores absolutos, o para los intensamente aquejados por ciertas convicciones religiosas. Pero por suerte ya no es necesario desde el punto de vista legal, que es, finalmente, el que cuenta, como lo era también cuando las reglas de juego eran otras.
Hace ya más de cuarenta años que fue derogada en Occidente la censura para la representación de la actividad sexual. El proceso de derogación comenzó en 1972, con la autorización para la exhibición comercial normal en los Estados Unidos del porno Garganta profunda. Pero no fue la presión causada por los intereses de los productores de pornografía lo que forzó la derogación. Lo que llevó al fin de la censura fueron, en primer lugar, los debates originados en los pleitos judiciales consecuencia de la acusación de pornografía contra obras valiosas –como Lolita, Trópico de Cáncer o El amante de Lady Chatterley-, y, posteriormente, en los años sesenta, el activismo de los movimientos en pro de la Liberación Sexual.
Sin embargo, fue la industria de la pornografía la que primero sacó provecho de la nueva permisividad. Su crecimiento, explosivo durante décadas, sólo fue frenado, en estos últimos años, por la multiplicación en Internet de los sitios que ofrecen pornografía amateur en forma gratuita. Durante décadas la industria del entretenimiento –cine, televisión, gran industria editorial- optó por la cautela, ateniéndose a representaciones de la sexualidad cada vez más evidentemente mojigatas y anacrónicas, y sólo muy recientemente decidió que era tiempo de ofrecer-a una sociedad ya profundamente pornografizada- una visión más realista de la sexualidad humana. La serie de TV Girls, o la exitosa trilogía Las cincuenta sombras de Grey ilustran esta nueva actitud.
Los artistas –escritores, plásticos, cineastas, etc.- que durante estos años de permisividad intentaron explorar a fondo la nueva situación vieron a menudo su obra recluida en una especie de ghetto cultural. Mi propia obra, cuya publicación comenzó en 1995, fue, en mi país de origen, a menudo denunciada como pornografía por críticos y comentaristas que manejaban la distinción entre arte erótico y pornografía en términos perfectamente anacrónicos, y que para nada habían tomado nota de la situación inédita en que el discurso erótico se encontraba debido a la nueva permisividad. Sólo cuando mis libros, hacia 2008, fueron distribuidos en Buenos Aires comenzaron a encontrar una recepción adecuada.
El notorio atraso que se verifica en los estudios de historia y estética de la erótica y de la pornografía resulta comprensible si se considera la represión que durante veinte siglos la Iglesia Católica impuso a cualquier esfuerzo de comprensión de la dimensión erótica de la experiencia humana. Hoy la censura en esa materia ya no existe. Varias generaciones ya se han formado con una visión realista de la sexualidad humana. Eso no significa que la censura no pueda regresar. La historia de ninguna manera es progreso continuo y sin marcha atrás. Tampoco significa que esta nueva permisividad no tenga sus límites: los tiene. Si el Estado se ha retirado de la función censora, ha sido para dejarla en manos de las corporaciones, que la aplican a su manera, discretamente, en nombre del buen gusto, de las buenas costumbres, y de la sensatez tal y como ellas la entienden.
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Me recuerdo escribiendo Horas-puente. Eso fue hace ya unos seis años. Estaba saliendo de una dura crisis de escritura. Lo peor no eran las acusaciones de pornografía: lo peor era que no había quien dijera algo interesante y útil respecto de mis libros. Fue ahí que comprendí que los buenos escritores necesitan de los críticos inteligentes. Las ideas justas retroalimentan sutilmente la praxis creativa. Especialmente cuando uno está recorriendo senderos nunca antes explorados, o poco menos. Para mí no había retroalimentación, sólo había denuncias de pornografía, que en aquellos tiempos y en aquel lugar, eran como llamar a la policía. Asumí entonces que cuando uno está jugando fuerte, en el límite, uno tiene que ser a la vez el boxeador y el mánager. Si no había un discurso mínimamente serio acerca del lugar de la erótica en la cultura de Occidente, entonces yo tendría que inventarlo. Lo hice. Recién publicado en Argentina por la Editorial Paidós, ese esfuerzo tiene la forma de un extenso ensayo y se llama La pasión erótica. Del sátiro griego a la pornografía en Internet.
Ese esfuerzo de pensamiento me liberó. Relanzó mi escritura. Hoy vivo de los intereses de ese capital. Horas-puente es la segunda novela que escribí después de ese re-nacimiento. La primera fue Los secretos de Romina Lucas, que sumada a la tercera, Ulisa, completan lo que se ha llamado Trilogía de la Infidelidad. Nunca fue mi intención escribir una trilogía. Yo escribo sin saber cómo sigue la historia que estoy escribiendo. Mucho menos soy capaz de planificar una trilogía. A posteriori, considerando el trío, que había escrito en no más de seis meses, comprendí que había un tema en común. En una la infidelidad era considerada en tanto complicidad, en la otra en tanto terapia, y en la tercera en tanto tabú. Por lo demás, de una a la otra, el tratamiento de ese tema es muy diferente: la primera funciona con paso de comedietta detectivesca, la tercera oscila entre el cinismo y el grotesco, y la segunda –Horas-puente- apela al tono menor, sin énfasis, a la observación naturalista de unos personajes completamente ceñidos a sus rutinas de vida, domésticas y laborales, que de pronto se encuentran atrapados, de manera más que inesperada, insólita, en las tiranías del Deseo.
Más allá de todo lo que he dicho respecto del contexto en que mi obra se produce debo agregar que, en el momento de la escritura, para nada lo tengo en cuenta. La escritura es para mí un ejercicio caprichoso hasta el autismo. No escribo libros de tesis, ni libros ideológicos, no trato de demostrar nada, ni de atacar o defender esta o aquella manera de pensar o de vivir. Escribo como en trance, tratando de conectarme con lo más profundo, con lo más primordial de la experiencia erótica, mimetizándome con mis personajes hasta padecer con ellos sus temores y sus epifanías. Mi literatura pretende, a partir de la profundización en sicologías y situaciones, hacer visibles las vetas ocultas de la experiencia erótica, su capacidad para hacer de nosotros a la vez ángeles y demonios. Mi tema es el Deseo, la manera en que se instala en nuestras vidas, en que cambia nuestras vidas, o en que nos las arreglamos para evitar que lo haga.
ErcoleLissardi, Junio 2013
Publicado a manera de postfacio en la edición en hebreo de Horas-puente.