Leí Una pareja
de escritores de Raymond Chandler hace millones de años. Yo era joven e
impresionable, y eran los años en los que, en el orbe literario se canonizaba a Chandler, no tanto por las virtudes de su estilo como por el pesimismo
resignado y light que ofrecía como visión del mundo y por la falsa modestia con
que se negaba terminantemente a escribir algo que no fuera literatura de
género.
género.
El cuento venía incluido en un volumen de
correspondencia selecta, adjunto a una carta dirigida a un tal Carl Brandt –que
espero no fuera el médico de Hitler. La
lectura no fue sin consecuencias. Como en aquellos tiempos era cinéfilo con
aspiraciones a cineasta, el cuento me pareció perfecto para una adaptación
cinematográfica. Debo de haber estado dándole vueltas durante algunos días,
aunque –quizá contagiado por la impotencia creativa de Hank y Marion- no
escribí una línea.
Una consecuencia más profunda de esta lectura fue,
precisamente, reforzarme en la convicción –herencia deleznable de la Generación
del 45- de que el mundo es una mierda y de que todo es imposible. Chandler, el
nuevo santón literario universal, coincidía en esto –como dos chanchos
revolcándose en el mismo lodazal- con el santón literario local, Onetti.
Aplastantes autoridades. A Chandler, por lo demás –en combinación con Ross
Macdonald- lo hago responsable de mi convicción de que se puede ser un escritor
de talento sin grandes proyectos, transitando sin sobresaltos el modesto
sendero de la literatura de género.
Finalmente, la lectura de Una pareja de escritores –como se ve, una lectura cargadísima de
consecuencias- me dejó una especie de filosofía de vida: no es una buena idea
para un escritor elegir como compañera a una escritora. ¿Qué necesidad hay de
potenciar por contagio mutuo las angustias a que, según Chandler, al menos,
conduce la manía de la literatura? Cumplí con este discreto pero firme mandato
en mis primeros tres matrimonios.
·····
Cuando pienso en nuestro hogar y en la vida que
llevamos Ana y yo lo primero que se me ocurre es la expresión: The Factory. La
idea de Warhol de un entorno espacio-temporal idóneo para la absoluta y
exclusiva concentración en la creatividad, se hace realidad cada día desde las
ocho de la mañana y hasta el mediodía en nuestra casa.
Lo cual no deja de sorprenderme, dadas nuestras
abundantes disparidades. Por ejemplo: no porque haya embocado los pies en la
pantufla correspondiente y haya conseguido llegar a la cocina sin golpearme contra
algún mueble puede decirse de mí que estoy despierto. En cambio Ana,
normalmente se levanta de la cama arrebatada por un verdadero tsunami de ideas
claras y distintas que trata, sin éxito alguno, de comunicarme. Sin embargo
coincidimos, milimétricamente, en asuntos que son decisivos. Este es uno: nos
es imposible producir sino aislados y sin interrupciones.
Llevado el niño a la Escuela nada viene a interrumpir
nuestro rumiar creativo. Dos tormentas cerebrales estallan, una en cada extremo
de la casa. Ana se refugia en el altillo, yo me atrinchero en la mesa que he
puesto junto a la ventana de nuestro dormitorio. Ella tiene la ventaja del
acceso a nuestra gran azotea, en la que, para descansar, puede prestarle un
rato de atención a sus plantitas, pero yo tengo a mis espaldas la cama, en la
que me tiendo cuando ya me duele la espalda de teclear o cuando el vendaval de
ideas o de imágenes me supera y necesito un break hasta que se calmen.
Nada debe y nada puede interrumpirnos. Y nada nos
interrumpe durante esas horas. Sobre todo no nos interrumpimos mutuamente. Con
el correr de la mañana llegamos a estar tan sumergidos en nuestros mundos de
razonamientos e imaginaciones, que cualquier cosa que violentara nuestras
burbujas merecería la más aparatosa de las condenas. Nos cuidamos muy bien de
no ser responsables por cualquier fisura y pérdida de presión creativa en los
dominios del otro. Hemos aprendido que una mañana perfecta de escritura es el
mejor prolegómeno para las actividades vespertinas, normalmente compartidas.
La clave para la convivencia de dos escritores, hemos
comprendido, no está en ningún tipo de afinidad creativa. Me costaría imaginar
dos escritores más diferentes que Ana y yo. Ana se embarca en proyectos
complejísimos que a menudo le llevan meses o años y que implican deglutir
bibliotecas enteras. Yo, en cambio, tecleo o garabateo –y en este caso cambio
definitivamente el escritorio por la cama- una novelita en un mes, sin lectura
o investigación adicional alguna. La clave para la convivencia de dos
escritores está más bien en la coincidencia en cuanto al entorno necesario.
Durante toda la mañana nada sabemos del otro excepto
que, como uno, está absorto en la felicidad de la escritura. A media mañana
pasos en la escalera, ruidos en la cocina o la cisterna del baño son
indicadores de una escala técnica que no compartimos, por temor a que nos haga
perder el hilo la cháchara inevitable, que a menudo comienza con la pregunta
inevitable: ¿tenés alguna idea de qué vamos a almorzar hoy?
Me siento orgulloso y feliz de la Factory que hemos
sabido instalar en nuestra casa, en nuestras vidas. La productividad está a la
vista, no se cierra año sin libros nuevos. Y el resto de nuestras lucubraciones
engrosan semanalmente el blog, que también compartimos. Al anochecer,
escuchando música y bebiendo un trago, compartimos las experiencias del día de
escritura. Ana me cuenta en cuántas direcciones nuevas la ha disparado su
proyecto, yo le cuento como cuánto de extraño me parece lo que estoy
escribiendo –discurso que reelaboro incesantemente, porque todo lo que escribo
me parece extraño. O discutimos las peripecias que les han tocado a nuestros
productos una vez que han comenzado a circular –peripecias siempre peores,
naturalmente, que lo que esperábamos.
Muchos años me llevó zafar del pesimismo existencial
que mamé del medio cultural en el que nací. Muchos años me llevó comprender de
qué manera, literariamente hablando, podía encauzar la intensidad de la pulsión
erótica que siempre me ha dominado. Muchos años más me llevó dar con aquella
con la cual construir un espacio y un tiempo que fueran un santuario en el que
compartir el bien supremo de la beatitud creativa. No me muevan nada. Así como
está, todo está perfecto.
·····