“Un personaje, caballero, puede preguntarle a un hombre ‘quién es’. Porque el personaje tiene una vida verdaderamente suya, con carácter propio, por lo cual siempre es ‘alguien’. Pero un hombre (…) puede ser un Don Nadie.” (1)
Los seis personajes que irrumpen en el teatro durante un ensayo habían sido abandonados por el novelista de cuya fantasía nacieron. En el director teatral buscan al autor que necesitan para tener efectivamente lugar en el mundo. A lo largo de la pieza discuten con él y se pelean con los actores. En ese diálogo se produce una puesta en cuestión de la función autor que se adelanta en más de cuarenta años a la discusión sesentista tal como aparece en los textos de Barthes y de Foucault referidos en anteriores entradas (2). El “autor” de Pirandello no ha muerto, pero no sabe qué hacer con sus personajes, por eso aceptará –hasta donde pueda- que ellos den las indicaciones.
Luigi Pirandello, escribiendo con sus dos dedos. |
El autor como director de obra y como mediador
Para dar vida a los personajes el director debe primero convertirse en espectador de sus dramas. No hay nada para crear, se le exige tomar una versión taquigráfica de los diálogos. Ya no se trata del auctor como auctoritas, sino como secretario, trabajador que registra cierto acontecer. Que los personajes sean fruto de su imaginación no le da ningún poder sobre ellos. Tampoco implica que los conozca, por el contrario, para conocerlos deberá seguirlos. El autor es un director de obra, en el mismo sentido que lo es un capataz en la construcción. Y también un mediador entre los personajes y el público.
Uno de los principales obstáculos para esta posición de autor consiste en que, quien se sitúa en ella, debe colocarse en suspenso a sí mismo para ponerse al servicio de la historia que habrá de tener lugar si, y sólo si, logra ser capaz de darle lugar. Ello implica también dejar fuera sus pretensiones y sus saberes, muy especialmente los referidos a ética y estética. Hace falta desafiar los límites que la época impone a la producción artística. El lenguaje de la obra debe ser el de los personajes, exactamente, moleste a quien moleste. Las escenas que protagonizan son las propias de su drama, con total fidelidad, por más aberrantes que puedan resultar.
Los personajes pueden conducir la obra en la medida en que el autor les siga el trote, aunque termine embarrado, que los acompañe a donde ellos tengan que ir. No tiene más remedio que, en cierta medida, correr sus riesgos, padecer sus miserias, cometer sus bajezas, perderse con ellos en el goce ilimitado de sus pasiones. Pero, sobre todo, estar pronto para empujar los límites del lenguaje, más allá de la buena educación, hasta donde la peripecia lo requiera y al costo que haya que pagar. De lo contrario, los personajes se le pierden y la trama del texto se corre como la de una media de nylon agujereada.
Al final de Seis personajes el director huye despavorido del teatro, espantado por la fuerza incoercible de los personajes, por la pasión con que cada uno abraza su drama. Esta fuga implica una derrota, la de cierta figura de autor ya obsoleta. Los personajes ganan la pulseada, permanecen en el centro de la escena. No importa que el director haya huido: la obra ya fue producida, a su pesar. Él ya no resulta necesario.
Escribir es sencillo
“Cuando los personajes han nacido de la mente del autor, éste no hace más que seguirlos, con las palabras y gestos que ellos le propongan. ¡Y tiene que aceptarlos como ellos quieran ser! ¡Ay del autor, si no lo hace! El personaje, en cuanto nace, adquiere tal independencia, que se libera de su autor y puede ser imaginado por los demás en situaciones que el autor no pensó jamás,
y hasta llegar a tener un significado que el autor no sospechó siquiera.” (3)
Mucho antes que Barthes, Pirandello concibe al público (espectadores/lectores) como lugar donde el texto continúa produciéndose. Los personajes son independientes de las convenciones artísticas, están profundamente vinculados con el mundo real o con algún mundo posible. Un personaje logrado genera efectos en el público. En esta posibilidad de afectar está cifrada su vida, y, eventualmente, la sobrevida que pueda alcanzar a lo largo del tiempo. La vida de los personajes no depende, ciertamente, de la valoración que la Crítica haga de la obra literaria.
Para un ciudadano del siglo XXI medianamente instruido y culto, con algo de talento y bastante tiempo, escribir es sencillo. Lo verdaderamente complicado es entregarse a la aventura de los personajes, aceptar la alienación de sustituir la propia persona por la existencia vicaria de esas criaturas, a menudo llenas de mañas y pésimas costumbres, que con frecuencia inopinada caen en situaciones que deberían evitarse en el nombre del buen gusto.
Impureza de género
Luigi Pirandello (Sicilia 1867 – Roma 1936, Premio Nobel de Literatura 1934) es un autor clásico, pero no se encuentra entre los clásicos de moda hoy en día –porque también para los clásicos existen modas, por más eternos que se los pueda pretender-. Si bien se lo ha reconocido especialmente como dramaturgo, escribió también importantes novelas, una enorme cantidad de cuentos, ensayos y poesía.
Seis personajes es una comedia que se deja leer como una novela y, sobre todo, es un texto que invita a reflexionar sobre qué cosa es el teatro, pero también sobre qué cosa es la literatura. Indaga las relaciones de fuerza que se establecen entre los componentes de la obra literaria, ese animal vivo construido mediantes pujas y tensiones. Además, Seis personajes es una obra pedagógica: enseña, muestra los mecanismos de la composición literaria.
Por otra parte, Seis personajes constituye una mélange de géneros literarios, se puede afirmar que tanto como una obra de teatro es una novela y también es un ensayo. Lo que la caracteriza, desde el punto de vista formal, es la impureza genérica. Esta impureza es una opción, a pesar de que Pirandello declarara que la obra comenzó como un proyecto de novela que no quiso desarrollar, porque lo atraían los personajes, pero no sus dramas.
¿Por qué no escribió su reflexión en forma de ensayo? ¿Le habrá resultado el ensayo un género poco flexible y permisivo para explayarse en sus ideas sobre las complejidades de la obra? ¿Acaso no quería dirigirse al público lector de ensayos y sí al público de la representación teatral? ¿Ficcionar le permitió acceder a formas de pensamiento más adecuadas al objeto de reflexión? ¿Se sentía más cómodo hablando como en broma que hablando como en serio? Chi lo sa!
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La próxima me ocuparé de los contenidos dramáticos de Seis personajes en busca de autor.
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(1) Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor, “Obras escogidas”, Aguilar, Madrid, 1958, p. 105.
(2) Cf. Roland Barthes, La muerte del autor (1968); Michel Foucault, ¿Qué es un autor? (1969).
(3) Pirandello, op. cit., p. 105.