La condición para la inminencia del beso es la cercanía de los rostros.
La cercanía de los rostros es la consecuencia de un movimiento de acercamiento.
El movimiento de acercamiento puede ser la consecuencia de un pedido o una orden (en ambos casos “Acercate”, y la diferencia, de haberla, estaría en el tono de voz o en el gesto que acompañara a la palabra), o la consecuencia de ceder a un impulso (el de acercarse), ceda a ese impulso uno o cedan ambos.
A partir de determinada distancia (muy variable según las circunstancias, pero de seguro a partir del metro de separación entre las puntas de las narices) el acercamiento de los rostros (a menos que haya en uno o en ambos la voluntad de evitarlo) cierra progresivamente el campo visual (de ambos), restringiéndolo al rostro, y más concretamente a los ojos (del otro).
Asimismo, a partir de determinada distancia (también muy variable según las circunstancias) el acercamiento de los rostros conlleva la conciencia (de uno al menos, pero habitualmente de los dos) de que en el horizonte temporal inmediato va a suceder un beso.
La conciencia de la inminencia del beso no es sin consecuencias, y no me refiero aquí a las consecuencias derivadas, a mediano o a largo plazo, del saber, propio del sentido común, de que un beso no es nunca solamente un beso, consecuencias estas que llevan desde ya a predisponerse, o no, según el caso, a ulterioridades que, seguramente, pueden implicar a otras partes del cuerpo, o al cuerpo en su conjunto.
Me refiero aquí a consecuencias mucho más inmediatas al advenimiento de la conciencia de la inminencia del beso que trae aparejado el acercamiento de los rostros.
Por ejemplo: los labios se entreabren, como para acoger adecuadamente los labios del otro, o como para disponerse a la penetración de la boca de uno por los labios, la lengua y hasta los dientes del otro.
Este entreabrirse de los labios es una señal de aquiescencia, infaltable, porque lo contrario, o sea el no entreabrirse de los labios, el mantener la boca cerrada, los labios pegados, configura una señal de rechazo, mínima por cierto, pero inequívoca.
Otra consecuencia más o menos inmediata de la conciencia de la inminencia del beso es que uno (y en ese caso normalmente es el varón) o ambos levantan la o las manos para tomar contacto con los hombros, los brazos, los antebrazos o directamente las espaldas o la cintura del otro.
Esta maniobra, aparentemente una expresión más de aquiescencia, tiene en realidad por finalidad asegurar la precisión en la última fase del acercamiento de un cuerpo al otro. Es como cuando los remolcadores aseguran el correcto acercamiento al muelle de la nave de gran calado.
A partir de determinada distancia entre los rostros (para ser gráficos digamos que del orden de los cincuenta centímetros) la persistencia de la mutua mirada a los ojos confirma ya no la aquiescencia sino la ansiedad que ha desencadenado el acercamiento de los rostros, o sea, la inminencia del beso.
Si bien esta ansiedad sanciona al beso ya no como inminente sino como definitivamente urgente, no necesariamente implica la aquiescencia para ulterioridades, más allá del beso, que impliquen a otras partes del cuerpo o al cuerpo en su conjunto.
Lo normal, cumplido este intercambio concluyente de señales de aquiescencia, es que uno, y luego el otro cierren los ojos (rara vez tal cosa sucede al unísono, siendo más bien como si uno lo hiciera y entonces el otro, persuadido de la conveniencia o de la oportunidad del momento, lo imitara).
Para que esta mutua renuncia a continuar mirándose acontezca es necesario que el acercamiento entre los rostros (considerando la distancia entre las puntas de las narices) sea ya inferior a los cincuenta centímetros, y que continúe reduciéndose más o menos ininterrumpidamente.
A menudo sucede que en esta fase final del acercamiento de los rostros el varón (normalmente es el varón) tome la iniciativa de asegurar definitivamente la precisión del contacto inminente de los labios colocando sus manos a ambos lados de la cabeza o del cuello de la mujer.
Esta señal de inminencia (equivalente si se quiere al descenso del tren de aterrizaje en las aeronaves) puede darse que sea lo que induzca en la mujer la decisión de cerrar los ojos, sea para concentrarse en las sensaciones o (detalle de coquetería extrema) para evitar el bizqueo, decisión en la que el varón de inmediato la imita.
Acercándose los rostros a velocidad más o menos constante, establecidos los contactos de manos para asegurar la precisión del contacto de labios, cerrados los ojos para mayor concentración en la maniobra de aproximación, será el roce de las puntas de las narices (por razones obvias de topografía facial, primer accidente del rostro que avanza al encuentro del rostro del otro) lo que dé comienzo a la maniobra de ajuste que precede inmediatamente al beso.
En efecto: al rozarse las puntas de las narices, las cabezas muy lentamente se inclinan (la del varón hacia la derecha, la de la mujer hacia la izquierda), pero a la vez rotan, de manera de mantener fija la distancia, ya de pocos centímetros, entre los labios del uno y los labios del otro.
Esta doble maniobra simultánea de declinación y de rotación implica la mayor de las precisiones. La distancia entre los labios de uno y del otro debe mantenerse constante para no entrar en colisión, o, peor aún, para no tener la desagradable sensación de que uno está dando palos a ciegas en el vacío (como en el conocido juego “la gallinita ciega”).
El dispositivo que permite mantener estable la distancia es el siguiente: el aliento que escapa de las bocas entreabiertas toca los labios del otro, permitiendo ese contacto, con total precisión –a la manera de un radar o un sonar- saber, sin ver, a qué distancia está la piel del otro.
Hasta aquí lo que concierne a la inminencia del beso, a menos que se quiera incluir (cuestión a debate pero que es el punto de vista que sostenemos) en la fase de inminencia a los primeros contactos intermitentes (roces, caricias indecisas, blandas invitaciones o provocaciones, etc.) de los labios, dejando para el inicio de la fase del beso propiamente dicho el momento en que los labios se unen para ya no despegarse mientras dure la maniobra completa del beso propiamente dicho.
Esos primeros contactos intermitentes de los labios, más allá de los placeres del jugueteo, tienen por finalidad profunda confirmar lo que a esta altura de las cosas no debiera de necesitar confirmación alguna, a saber: la mutua aquiescencia al beso (lo cual no implica aquiescencia a eventuales ulterioridades, mismas que en realidad, normalmente van de suyo).
Estos primeros contactos de las mucosas labiales, roces interrumpidos y retomados sucesivas veces, asumen la forma de un diálogo mudo, cuyo contenido, reiterativo y redundante, se reduce a afirmaciones puramente retóricas y, stricto sensu, prescindibles a no ser por el mero placer que causa su repetición, siendo ese intercambio o dialéctica del orden del “Voy a besarte, voy a comerte la boca” y del “Sí, hacelo, hacelo”, o también del “Voy a cogerte como nunca te cogieron” y del “Sí, papito, lo que quieras, pero besame de una vez” (intercambio este último que, aunque parezca absurdo –así de zorros son los amados y las amadas-, no necesariamente implica aquiescencia para ulterioridades que, inevitablemente, implicarían a otras partes del cuerpo o al cuerpo en su conjunto).
En resumidas cuentas: en su fase final y definitoria, la inminencia del beso está hecha del aleteo de mariposa de los labios al rozarse, a esta altura todavía asombrados por la mutua confirmación de la mutua aquiescencia, y del deseo ya irresistible de devorarse mutuamente las mucosas, y de beberse mutuamente las humedades, de la boca.