En estos días comienza a circular en Buenos Aires mi novelita LOS DIAS FELICES, publicada por Santiago Arcos Editor.
Sí, en efecto, el título está tomado del homónimo –al menos en inglés- de Beckett: HAPPY DAYS. Creo, con todo respeto, que mi título ironiza tanto como el de Beckett, aunque en forma diferente.
Por supuesto que, al publicar un libro, lo primero que sucede es que se elimina definitivamente la posibilidad de no publicarlo, posibilidad siempre latente –hasta que la publicación se consuma- en la mente de todo autor capaz de identificarse con sus peores detractores, que es mi caso. En fin… LOS DIAS FELICES, para bien o para mal, ya no será objeto de “select all” y “delete”, ya no corre el riesgo de caer en el vacío y en la nada voraz de la pantalla en blanco de mi computadora. Su signo era existir. Existe.
No es cierto, por el contrario, que al publicar se alcance el alivio definitivo de la manía de seguir corrigiendo, como lo han pregonado, con un guiño cómplice, equivocadas eminencias. A menos de que se trate de un caso rarísimo, el ejemplar del autor, más pronto que tarde –pero de seguro antes de la segunda impresión-, queda cubierto de tachaduras. La corrección es infinita, no hay hueso al que se pueda llegar. Corregir sólo genera corrección, tal y como cuanto más uno se rasca, más le pica. Hay una sola manera de zafar del infierno de la corrección, y es absteniéndose del demonio de la escritura.
Lo que sí definitivamente abre la publicación de un libro es otra serie, tan irreprimible como la de las correcciones, que es la de las interpretaciones. Por natural modestia –uno debe presuponer que nadie se va a molestar en interpretar lo que uno escribe- me refiero aquí a las interpretaciones que, inevitablemente, tarde o temprano, el autor hace de su propia obra, las auto-interpretaciones, podríamos llamarlas.
Que el autor interprete la propia obra, y que lo haga una vez que se ha producido el distanciamiento implícito en el proceso de publicación, indica, claro está, que mientras escribía el autor no conocía el verdadero sentido de su obra, o, al menos, que sólo conocía un sentido parcial, restringido, o equivocado.
No sin saltarnos, temerariamente, algunos pasos en esta argumentación (que parece decidida a tornarse en un intrascendente, aunque esperemos que divertido, divagar), y no sin un cierto facilismo (de los que termina uno por lamentarse), podemos inferir, quizá, de lo dicho, que la condición misma de la posibilidad de la obra radica en que el autor, al producirla, sea incapaz -o al menos, no sea capaz- de atribuirle más que un sentido parcial, restringido, o equivocado.
En el caso concreto de este nuevo librito mío, LOS DIAS FELICES, recuerdo que, al escribirlo, me sentía imbuido de la convicción de que el sentido de mi esfuerzo era -¡vaya una pirueta!- hacer evidente ya no la legitimidad, sino la belleza del deseo de una jovencita por unos vejetes aplastados por el peso de un largo vivir. Me parecía necesario demostrar no sólo que ese deseo era posible, sino que, además, podía ser poderoso y bello –no hablemos ya de recíproco: nada desean más los viejos(as) que una buena transfusión de sangre joven.
Esa idea del sentido y la legitimidad de mi esfuerzo era lo que me servía de motor al escribir mi novelita.
No fue sino hasta que entregué al editor el manuscrito –concédaseme el placer de este anacronismo- que, consciente de que se presentarían las naturales circunstancias en las que tendría que defender mi engendro públicamente, comencé a padecer el flujo y reflujo de las interpretaciones.
La primera auto-explicación, parida aún en la tibieza de la intimidad con mi texto, fue que mi novelita no era sino un mensaje que, dentro de una botella, lanzaba yo a los océanos, mensaje que diría, poco más o menos: Venid, queridas jovencitas, amadme; este folletín os enseña el modo, la pasión y las maneras como quiero ser amado. En otras palabras: mi novelita me pareció una especie de declaración de mi deseo, acompañada por un detallado mode d’ emploi.
En fin… el tiempo no para, y la intimidad con mi texto –cada vez más borroso en mi memoria- se fue enfriando, y, como suele suceder, fui cayendo en la imperiosa necesidad (casi escribo, necedad) de mostrar que lo que hago –dado el caso, esta novelita- no sólo está bastante bien escrito sino que, además, es razonable (pasible de razonamiento) y –sí, también, por qué no- útil.
Con lo que llegué a la siguiente formulación interpretativa: LOS DIAS FELICES es una fantasía, pero no en el sentido de explicitación y representación de un deseo mío, sino en el sentido de algo fantástico, o sea, del orden de lo irreal, de lo fantástico, un constructo bastante extravagante que lanzo a los demás para provocarlos, para obligarlos a repensar esta cuestión omnipresente y molesta, la cuestión de la relación entre el sexo y la edad, la cuestión del sexo interetario.
Semejante formulación interpretativa, entiéndaseme bien, no me cayó del cielo. Siempre me interesó, por ejemplo, el pensamiento de Wilhelm Reich. No me cuesta imaginar a LOS DIAS FELICES como una consecuencia para nada inesperada de mis lecturas ya algo lejanas de los programas del Sexpol reichiano. ¡Qué demonios! Tan bien le queda el sayo reichiano a LOS DIAS FELICES que se me ocurre probárselo a otras novelitas mías ¡quizá a todas! Piénsese en LA EDUCACIÓN BURGUESA, en LA BESTIA, en UNA COMO NINGUNA, en LA VIDA EN EL ESPEJO. Al fin y al cabo bien puede leerse toda mi literatura como una consecuencia de las cuentas pendientes y las facturas impagas que nos dejó a muchos la Revolución Sexual –concepto reichiano si los hay- de los años sesentas.
Y aquí la paro porque tal y como voy rumbeando puede llegar a pasarme lo que a Sartre puesto a escribir un prólogo a las obras de Genet.