domingo, 15 de enero de 2017

Ana Grynbaum – Vulnerabilidad del rostro

La novela de Oscar Wilde The picture of Dorian Gray se articula sobre una paradoja esencial del ser humano: el rostro propio, que expresa la íntima verdad del ser, se encuentra respecto del sujeto, en una posición de alteridad tal que resulta imposible de controlar. Como superficie expuesta a la mirada de los otros es un territorio en riesgo. En cada cultura y época existe alguna parte del cuerpo, o la
cara, que debe mantenerse en una zona de intimidad. Es lógico sentir pudor al mostrarse, incluso cuando no hay nada reprobable que ocultar. La timidez es más natural que la extroversión.

Francis Bacon, Retrato de Lucian Freud 

El riesgo de que el semblante revele involuntariamente las verdades del ser se agrava con el paso del tiempo. A partir de cierta edad, diferente para cada quien, la cara muestra sin misericordia lo que cada uno es. A menos que, como Dorian, se haya establecido algún pacto con el Diablo.

Es comprensible que a partir de cierta edad las personas se nieguen a ser fotografiadas. Los rasgos faciales tienden a endurecerse con los años. Algunos semblantes evidencian la lucha del individuo por contener la representación de sus emociones, y su derrota. Los dientes apretados, el ceño fruncido contra las fuerzas que desde el interior empujan. La mueca es una máscara que al tiempo da salida y frena los impulsos del sujeto. La sonrisa es uno de los pocos antídotos contra la formación de rictus, aún a riesgo de adoptar una apariencia infantil o tonta.

Pero la negativa al registro y circulación de la imagen de sí se debe no tanto a la voluntad de esconder algo concreto, como pueden ser los signos del envejecimiento, sino a un pudor semejante al que previene de mostrar el cuerpo desnudo.

El rostro muestra al alma en un grado de desnudez que ningún cuerpo sin ropa puede igualar. De allí que el arte del retrato tenga su lugar preeminente en nuestra cultura. Y de allí que los lentes de sol y el maquillaje puedan ser empleados, más que como armas de coquetería, cual escudos que ocultan de la mirada de los otros.

La imposibilidad de controlar por completo el propio rostro y la intención de desviar el poder de la mirada dan sentido al empleo del diván en la práctica psicoanalítica –aunque la imaginación popular atribuya a dicha pieza de mobiliario razones mucho más divertidas y esotéricas-.

Las facciones no sólo hablan, peor aún: dicen exactamente lo que deberían callar. Afortunadamente, no todos los eventuales espectadores tienen igual capacidad para descifrar su lengua, pero el peligro subsiste en acto o en potencia.

En cuanto a Dorian, la ficción literaria convierte su rostro en una figura muda. Su imagen, congelada, permanece invariablemente joven y hermosa hasta el final de la vida. En vez de mostrarlas su rostro encubre las verdades del alma. Y la pureza que refleja su apariencia valdrá como prueba irrefutable de su inocencia, aunque la sociedad londinense disponga de profusos testimonios acerca de su conducta perversa. El hecho de que la cara de Dorian no acuse recibo de transformación alguna es tan fantástico como el hecho de que la imagen del cuadro envejezca y se corrompa en lugar del hombre de carne y hueso.

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¿Cómo es que nuestro rostro, suerte de inconsciente superficial y a la vista, exhibe las fuerzas que dominan nuestro espíritu? ¿Por qué ofrece a los otros ese mapa que enseña las rutas de nuestra alma acaso para que se pierdan en ellas? ¿Cuáles son las funciones del rostro humano? ¿Será este afán por desnudarnos, por dejarnos vulnerables y en peligro, efectivamente obra del Diablo? ¿Se podría desarrollar un arte de la lectura facial sin caer en ideologías tan nefastas como la fisiognomía decimonónica al servicio de la discriminación racial?

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En cuanto a los artilugios para contemplar el propio rostro son varios. Todos ellos constituyen espejos, aunque algunos se llamen pinturas, fotografías, filmaciones, etc.

Todos los espejos son deformantes, reflejan siempre una imagen artificial, una construcción condicionada por las particularidades del aparato. Los espejos oscuros, habituales en la antigüedad greco-latina, destacan los rasgos principales de la figura y dan lugar a un sugestivo espacio de sombras. Los espejos de Versailles expanden la grandeza del lujo al mundo entero. Los espejos sobre-iluminados por tubos lux en las pizzerías nos multiplican para reducirnos a la dimensión plana del consumidor-masa perdido en el mar de las fauces abiertas. El espejo del hotel de alta rotatividad, con su tenue e indirecta iluminación, nos sumerge en la escena sexual del paraíso de los deseados. El espejo del botiquín del baño es el más domesticado, enfoca sólo aquello que le pedimos. Colabora en el enderezamiento de la raya en el peinado, de la línea sobre el borde del párpado, del contorno de los labios. Y cuando hace falta señala el grano a tapar o dónde hay para extirpar un pelo o un punto negro.

Dorian Gray está lleno de sí mismo, repleto y colmado. No vive más que para experimentar placeres. Su rostro es una máscara que mantiene los peligros del mundo a distancia. Ninguna de sus acciones tiene consecuencias visibles, lo cual, en una sociedad que privilegia absolutamente la apariencia, es garantía de impunidad. Me refiero a la sociedad victoriana, pero ello no deja de aplicarse también a la nuestra.

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