palabras de una querida escritora mexicana que, unos días antes en el D.F., durante una conversación informal me advirtió que Celestún no era “ningún paraíso”. No me inquietó porque no pude calibrar, en ese momento, la sabiduría de sus palabras, pero, sobre todo, porque ya teníamos comprados los pasajes en avión hacia Mérida e incluso habíamos abonado el total de lo que iba a ser nuestra estadía en el Hotel Manglares de Celestún.
Además, no habíamos elegido visitar uno de los balnearios próximos a Mérida al azar, sino que buscamos y encontramos cuidadosamente ese pueblito de pescadores próximo al santuario de aves entre las que se destacan los flamencos. Nuestro error –si es que fue tal- resultó producto de una decisión largamente calculada. Decisión en la cual, más allá del inevitable azar, intervino la esencia misma de nuestra posición existencial. Es que nosotros no vamos a México como turistas; mi medio pomelo se siente locatario porque vivió diez años allá, y yo me solidarizo, y me enredo en cierta idea de la América profunda que me seduce a punto de estupidez –como se verá-. A nuestro pomelito no se le puede achacar culpa alguna, todavía es niño.
Como decía, dada nuestra condición de turistas mal asumidos, renegando de nuestra verdadera condición, a la hora de elegir playa en el sur nuestra consigna era: ¡Nada de lugares para gringos! Ni Cancún, ni Playa del Carmen, ni el resto de los sitios preparados para el turismo internacional. Nosotros queríamos la cosa al natural, y la tuvimos. Porque, como es sabido, el verdadero problema con los deseos es que, fatalmente, de una manera o de otra, se cumplen.
Celestún parecía el pueblito perfectamente tranquilo, seguro, donde se podía comer mariscos, y bañarse en un no revuelto mar de aguas cristalinas además de hacer largas caminatas. En nada de esto nos equivocamos, Celestún tiene la playa perfecta. La arena es tan blanca como en las mejores playas del mundo. Además, no hace falta permanecer en la arena, porque todos los hoteles y todos los restaurantes, contra la más elemental ecología, se asientan directamente sobre la playa.
A Celestún se llega desde Mérida. No detendré aquí mi relato, pero sí les comento que Mérida es una pequeña ciudad encantadora, llena de nórdicos jubilados pero saludables, en cuyo centro puede uno quedarse sin problemas hasta tarde en la noche. Aúna las cualidades de pintoresco pueblo latinoamericano y pacífica urbe europea, aldea campechana y cosmopolita. En lo álgido de su invierno tiene, para mi gusto, el clima ideal –veintilargos grados de temperatura pero sin la humedad pegajosa de Montevideo-.
Decía que a Celestún se llega por carretera desde Mérida, pero si uno no está, como no lo estábamos nosotros, comprendido dentro de uno de esos paquetes turísticos que te llevan y te traen, te suben y te bajan, los escasos cien kilómetros que separan la ciudad del pueblo pueden llevar, en ómnibus de línea, casi tres horas. Es que el ómnibus es como un tren lechero, que atraviesa lentamente los varios pueblitos que quedan en el trayecto hacia el mar. Al nene se le revuelve el estómago en esos viajes, pero a mí me entusiasmaba la idea de conocer, de paso, otros pueblitos. Y efectivamente, desde el ómnibus en movimiento se podía ver hasta las hamacas colgadas en el interior de las viviendas, muchas de las cuales no parecían en nada diferentes a los clásicos bohíos mayas. Durante los fines de semana las señoras visten los típicos vestidos blancos bordados en colores, con sus chalinas, igualitos a los que les venden a los turistas –y que yo, por supuesto, no compré, no porque no me parezcan bonitos, sino que están diseñados para lucir el cuerpo de las mujeres indígenas, muy diferente del mío-.
Finalmente el ómnibus nos depositó en la plaza de Celestún una tarde soleada del pasado febrero. Si tuviera mayor experiencia como viajera tal vez me animaría a decir que aquél era uno de los espacios públicos más descuidados y con menos vida por los que he transitado alguna vez. Ni siquiera había donde tomar un helado. Apenas arribados nos recibieron los cazadores de turistas –que no distinguen entre turistas asumidos y turistas renegados- al grito de ¡Flamingo, flamingo! Nos estaban ofreciendo una excursión a la Ría de Celestún, donde viven los emplumados color de rosa. Pero nosotros, por supuesto, no fuimos a visitar ningún flamingo, ni ese día ni los posteriores, puesto que eso era lo que se esperaba de nosotros.
Preguntamos a Filiberto, que así se llamaba el señor ¡Flamingo, flamingo!, dónde podíamos conseguir un taxi. Y nos señaló los moto-taxis esparcidos alrededor de la plaza –moto-taxi: triciclo con motor de motocicleta y espacio para llevar a dos personas atrás-. No pudimos conseguir uno en el que entráramos sentados los tres, el más pequeño de nosotros –que mide más de un metro y medio- tuvo que ir a upa y el equipaje por casualidad no se perdió por el camino. Tomamos por la calle de Celestún hacia el Hotel Manglares. El agua del Golfo de México apareció ante nuestra vista como una promesa de felicidad.
Demoramos menos de lo que esperábamos en llegar al Hotel Manglares, cuya recepción se sitúa entre cocoteros. Y allí nos dijeron que, debido a un problemita, estaban sin agua caliente por tiempo indeterminado, por lo que estaban dispuestos a hacernos un pequeño descuento. Huelga aclarar que no estábamos dispuestos a bañarnos con agua fría durante una semana. El dinero girado nos lo devolvieron al contado y, de muy mala gana, nos recomendaron otro hotel, situado en el centro: el Hotel Gutiérrez. Hacia allí nos dirigimos arrastrando nuestras maletas a lo largo de varias cuadras.
Apenas saliendo del Manglares la ilusión volvió en la forma de una iguana, la primera que, al menos dos de nosotros, veíamos personalmente en nuestra vida. Debía estar domesticada, porque no huyó ante mi cámara de fotos.
El Hotel Gutiérrez también estaba emplazado sobre la playa y tampoco era un paraíso, el mal humor del personal fue más que un presagio de la forma en que nos atenderían, pero el hotelito parecía contar con lo poco que necesitábamos y ya no queríamos dar más vueltas. A pesar de que los de Manglares habían confirmado que había lugar, lo primero que nos dijeron en el Gutiérrez fue que no lo había. Ojalá les hubiéramos tomado la palabra, pero insistimos y obtuvimos una habitación -frente al mar, eso sí-.
A la altura del centro de Celestún el mar es una piscina perfecta. Temprano en la mañana un tanto superpoblada por las embarcaciones que, de no conseguir turistas para los flamingos, parten a realizar la tarea más pesada de la pesca. Pero no ensucian la playa ni hacen ruido, son embarcaciones ecológicas –aunque no así los trasmallos con que barren la fauna marítima-. Por otra parte, casi no hay gente en la playa. Al menos no en invierno, sin importar que el invierno de Yucatán sea más caliente que los veranos de muchos lugares del mundo. Aparte de algún otro turista despistado en la playa sólo vimos un grupo de preescolares en actividad con madres y maestras y, por la noche, una barrita de adolescentes fumando marihuana. Da la impresión que el pueblo de Celestún vive de espaldas al mar, extrayendo de él lo necesario para sobrevivir, y escaso o nulo placer. Por nuestra parte, no sólo estuvimos de cara al mar sino también al cielo. Y pude volver a ver, después de varios años, el trayecto de una estrella fugaz en la bóveda del hemisferio norte.
Tres días fue lo máximo que soportamos el destrato en el Hotel Gutiérrez. Porque, a fin de cuentas, los turistas –incluso los no asumidos- somos personas sensibles y merecemos respeto. Lo mejor del Gutiérrez fue la lagartija extra-plana que nos acompañó, jugando a las escondidas entre nuestra ropa, durante toda la estadía. El hotel, como la mayoría de los hoteles medio-pelito mexicanos, no contaba con servicio de desayuno. Pero, en el mismo predio, y del mismo dueño, había un comedero en el que la primera mañana pudimos tomar y comer algo, sencillo pero bueno. Al día siguiente esperamos en balde que el desayunadero abriera. Preguntamos en el hotel dónde podríamos desayunar y nos indicaron un lugar en la plaza. Era el único lugar que ofrecía desayuno en todo el pueblo, no había mucho que pensar si pretendíamos un café caliente.
El anciano que oficiaba de mozo y también de cocinero no debía tener menos de ochenta años. En la cocina había también una anciana, que debía ser su esposa. En el dizque restorán estábamos presentes todos los turistas de Celestún; los únicos que hablábamos español y que no teníamos el pelo rubio éramos nosotros. Que las moscas se pegaban en los manteles de nylon es lo mínimo que se puede decir. Lo máximo fue cuando, al cabo de unos cuarenta minutos, el señor trajo los huevos revueltos y volteé la cabeza para mirarlo. La mugre que tenía en la ropa y en las manos sólo podía compararse con la de un bichicome –así llamamos los uruguayos a la gente que vive en la calle-. Ignoro el extraño sentido que nos hizo permanecer y hasta ingerir el alimento que nos sirvió. Tomamos todo menos el café, que cuando llegó la comida ya se había enfriado. Más tarde nos lo confesamos, tanto mi medio pomelo como yo pensamos que si no nos enfermábamos en aquella oportunidad volveríamos de México sanos y salvos. Y así fue.
Cuando llegamos a la conclusión de que un turista, por menos asumido que sea, debe tener un mínimo de dignidad, decidimos abandonar el Hotel Gutiérrez y, con él, el centro de Celestún. Un nuevo moto-taxi, en el que nuestro pomelito también cabía sentado, nos condujo a lo largo de seis kilómetros por un camino lleno de baches hasta el nuevo destino: Playa Maya Hotel. Y, cual anuncio de este nuevo paraíso, en el monte divisé por primera vez un cardenal rojo, de esos que están en peligro de extinción.
Evidentemente íbamos en ascenso. Del bungalow que ocupamos hacia un lado se divisaba el mar y hacia el otro la piscina. Y alrededor de la piscina se agrupaban unos pájaros naranja y negro -conocidos como bolsero encapuchado- y otros gris moteado, hasta entonces desconocidos para mí, y de agradabilísimo canto. Además, había una familia de iguanas que cotidianamente se acercaba al inmenso bebedero. No les afectaba el cloro a ninguno de ellos. Y las plantas y flores que había allí, no tenían parangón en toda la iconografía occidental del Edén. Hasta vimos una mariposa monarca, o dos. Y un zorrito que pasó corriendo por la playa.
A la altura del Playa Maya la costa no tenía fin. Y al cabo de un viento del norte la arena quedó regada de caracoles y estrellas de mar gigantes. Pero las estrellas estaban recién muertas, por lo que constituyeron un tesoro que, con dolor en el alma, tuve que abandonar –carecía del tiempo necesario para curarlas y poder pasarlas por la aduana-. De los caracoles traje algunos, que, comparados con todos los que tuve que dejar, son como los huesitos del enorme pez que finalmente le quedan de muestra al pescador de El viejo y el mar.
Del Hotel Playa Maya omitiré los varios aspectos negativos, molestos e insuficientes, porque la amabilidad del personal se lo merece. Pudimos al fin disfrutar tranquilamente del mar de Yucatán a tal punto que, en las primeras mañanas que desperté en el D.F., lo primero que pensé fue que ya no tenía a unos pasos la playa.
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Las fotos son de mi autoría.-