soy tan ingenuo como para no sospechar que si me entrego a esta declaración de influencias es, precisamente, porque calculo que si yo no las declaro, nadie las va a notar.
Por lo demás, hago este elogio de la verbosidad por la verbosidad misma para cubrirme, porque si los disfraces y las digresiones son la marca de fábrica de la literatura de Cabrera Infante, que oculta sus verdades bajo innúmeras capas de citas, más difíciles de pelar que una cebolla que hace llorar pero de la risa, por el contrario, el texto en que me voy a ocupar, La ninfa inconstante, si se lo encara tal y como lo exige el autor (que asegura que en esta historia “la verdad es suficiente invención”), menos tiene de cómico que de patético, y hasta nos parecen las artes del encantador de palabras un poco fatigadas.
La ninfa inconstante es de publicación póstuma. Letras vivas (noviembre de 2008) aporta el siguiente testimonio de su génesis: “Las páginas del manuscrito de esta novela corta fueron garabateadas por un autor que no podía sentarse ya, deprimido y consciente de que el final estaba próximo. Su viuda ha confesado que cada hoja llena era arrancada del cuaderno e iba a parar a un cubo del cual ella terminaría salvando todo el libro. Por fortuna, aquellas páginas habían sido escrupulosamente numeradas. El autor dejó escrito, incluso, un prólogo”. Semejante circunstancia terminal bastaría por cierto para garantizar la voluntad de “verdad” en la que insiste el autor desde el prólogo.
Ignoro si alguna vez Cabrera Infante se analizó, pero puedo imaginar la tortura que sería para un analista la labilidad de su expresión oral. A falta de tal instancia el testimonio de Letras vivas nos propone una parodia razonable: en su lecho de muerte/diván el analizante deja caer (a un cubo) en cada sesión de escritura un nuevo segmento de su discurso hecho de voluntad de verdad; atrincherado detrás del diván el analista /Miriam, la viuda, recoge cada segmento de discurso y lo prepara (pela lo que sobra) para la interpretación. Puestos, nosotros los lectores, en tal predicamento, no nos queda sino aceptar el reto.
DECIR LA VERDAD
La ninfa inconstante cuenta la relación erótica que une brevemente a G, o Gecito, periodista de treinta años, casado y con hijos, con Stella Morris, Estela, Estelita, adolescente de quince años, justo por debajo de la edad de consentimiento en Cuba. Se fugan de sus respectivos hogares y viven su relación hasta que G la abandona, instalada en un hotel de baja categoría, iniciando una carrera de mujer “fácil”. Corre el año de 1957, estamos en los prolegómenos de la Revolución Cubana.
La referencia a Lolita de Nabokov es casi inevitable, pero Cabrera (quien, según Miriam cuenta “en 1955 compró el primer ejemplar de Lolita que llegó a la librería belga de La Habana, una semana después de publicarse en París”), maniático como era de la cita, no hace referencia alguna en La ninfa inconstante. La referencia a Carroll (maestro del pun y de la seducción de nínfulas) también era inevitable y también la desechó Cabrera. Para suplir a ambos no le faltaban referentes, como veremos.
Como todos sus textos, éste está saturado de citas literarias y cinematográficas, pero que así sea no es razón para que desoigamos lo que Cabrera intenta dejar más que claro desde el prólogo. Este libro es “volver a mis culpas, revisar la persona que fui por un momento”. “Es todo menos un cuento de hadas”. “Ahora que ella está muerta es más fácil recordarla”. “Ella para mí fue siempre inolvidable”, aunque en realidad “nunca la conocí”. “Podría escribir mentiras, pero la verdad es suficiente invención”.
Recordar culpas, o sea, confesar. ¿Qué quiere confesar Cabrera en su lecho de muerte? Una relación ética y legalmente prohibida, en la que como adulto pudo haber dañado a una adolescente, sacándola de su hogar, utilizándola sexualmente y abandonándola luego en una situación que prefiere no nombrar pero que se llama prostitución. Esto es aquello “inolvidable”, es decir, angustiante, que quiere confesar in extremis. Y que confiesa mediante el gesto ambiguo de arrugar y echar en la papelera cada página que escribe, de manera tal que sea Miriam, su viuda la responsable final de que aquel decir la verdad sea plenamente oído.
¿Cómo es éste decir la verdad de Cabrera? Es algo que viene envuelto, disimulado en un amasijo de juegos de palabras y de citas chistosas, es algo además que a menudo y a pesar del esfuerzo es sólo dicho a medias, es algo a lo que se pretende quitar toda excepcionalidad, y es algo –gesto típico del abusador- de lo que pretende en última instancia pasar la responsabilidad a la víctima. Pero es algo, por sobre todas las cosas, que implica, para tener éxito, despersonalizar a la víctima.
Y efectivamente, si algo es evidente en La ninfa inconstante es que nada nos dice de concreto respecto de Estelita. Cabrera se vale de su “nunca la conocí” para mantenerla en total opacidad. Tonta y sosa, plana como personaje, Estelita no nos produce compasión ni identificación. ¿Qué puede importarnos un personaje que no es nadie, que no sirve más que de compañía para que el hábil declarante nos arranque sonrisas y complicidades? Si pudiéramos, mediante no poco esfuerzo, abstraer al personaje del vértigo verbal que lo disimula ¿qué quedaría? La típica adolescente razonablemente conflictuada, ensayando poses de adulta, indiferente a los autoritarismos de profesorete de su triste amante.
De la confesión in extremis de Cabrera lo menos que puede decirse es que está saturada de mala conciencia. Si renuncia de antemano a la prestigiosa compañía de sus (y nuestros y de todos) admiradísimos Nabokov y Carroll no es porque tema que lo aplasten con su genialidad sin atenuantes, sino porque, en la medida de lo posible, quiere evitar que lo alcance el aura pedófila que, pese a toda su genialidad, los ha alcanzado.
Cabrera Infante a los treinta años de edad |
¡YO NO LO SABÍA!
Alegar inocencia en un asunto de esta índole es más bien ridículo, G de todas maneras lo intenta, y si no es creíble, es por lo menos divertido: “Ella me miró de abajo arriba como si me mirara de arriba abajo.
-O tú eres un tonto. O te haces el tonto, que es peor. ¿No te das cuenta que no tengo dieciséis?
Dios mío. Dieciséis años es el límite del consentimiento en las mujeres. Ella era una menor y nunca me lo había dicho hasta ahora. ¡Ella no tenía dieciséis años! Estupor, estupro. Eso quiere decir un año, ocho meses y veintiún días en la cárcel más cercana. ¿Cómo no me había enterado? ¿Cómo ella no me lo había dicho antes? ¿Cómo lo declaraba ahora y se quedaba tan tranquila? Estupro, estupor.
-No te asustes –dijo ella en la misma voz altisonante-, nadie se va a enterar”.
Un poco más adelante, cuando ya las urgencias eróticas se precipitan G vuelve al tema de su supuesta reticencia. Por si alguien dudara de que el autor está consciente de que su pecado es un crimen y que como tal merece un castigo, aquí está este pasaje, especie de exculpación de último minuto:
“-Pero tú eres menor.
-No ahora, ya cumplí dieciséis.
-¿Cuándo?
-Esta mañana cuando me fui de casa, ahora soy ya mayor.
¡Esa sí era una noticia! Era, en realidad, como una especie de indulto antes de cometer el crimen”.
DICHO A MEDIAS
Moroso para la acción G no cesa de propinar a la damisela su verborrea seudoerudita y jactanciosa para la cual la blanda indiferencia de Estela no conoce respuestas ni antídotos. Pero cuando llega el momento inaplazable todo sucede fugazmente y sin aportarnos información alguna que nos permita ahondar en la naturaleza de su relación.
Difícil encontrar un narrador más derivativo. Cuando finalmente tiene a Estelita desnuda en la cama ¿qué le viene a la mente? Ruskin, que en su noche de bodas, asqueado por el sexo de su esposa, cubierto de vello al contrario que el de sus amadas esculturas griegas y latinas, cae en la impotencia, en la imposibilidad de consumar el matrimonio que será disuelto al cabo de cinco años. G, al ver la aun monda vulva adolescente de su amiguita, se congratula pensando que podrá darse el gusto de “vengar a Ruskin”.
Después de lo cual, para dar cuenta de los hechos, G apenas esboza un raquítico monólogo interior, à la Joyce pero más abstracto, precedido por la indicación de que la cosa es de parados, y que hay dolor –porque es virgen-, y seguido por la constatación de que según la geometría euclidiana una línea “se puede prolongar hasta el infinito, pero no el orgasmo, que es mi instrumento favorito”.
Este punto de inflexión, punto de decepción, decir a medias, fue lo que primero me llevó a dudar de la naturaleza auténticamente erótica del relato y me hizo comenzar a sospechar su carácter confesional, entendida la confesión como un decir que preferiría callar.
El segundo y último abrazo sexual de que da cuenta el relato aporta aún menos. Apenas unas pocas líneas de pastiche erótico: “El papo (en sexología el penil) es una protuberancia delante del hueso púbico formada por una almohada adiposa cubierta de una piel espesa que se cubre de vellos en la pubertad. En la comisura vulvar, casi el comisario del sexo, aparecen los grandes labios que ocultan a los pequeños labios –o ¡ninfas! Más que la coniunctio membrorum conseguí la inmissio penis. Por supuesto, no hubo violación sino amor mutuo, una fuga a dos voces”. Como dedos acusadores dos palabrejas se cuelan en esta presentación del momento más significativo del encuentro erótico: pubertad y violación.
¿Es pudor esta parquedad que parece querer eludir una censura que ya hacía tiempo que no existía cuando el Cabrera desfalleciente escribía esta memoria? No, nomás voluntad de decir a medias, de borronear el retrato, de evitar que se concentre en él la compasión del lector.
JUICIO SUMARIO
A continuación de estos parcos himeneos G descarga sus culpas con un juicio sumario que nada en el personaje desabrido de Estela justifica. Resulta que Estela no tiene conciencia, sólo tiene subconsciente. Es infiel a todo, no sabe qué es el pecado. Y nada de esto es pose, sino que es auténtico. Y su sexo no sólo está entre sus piernas sino que se extiende por todo su cuerpo. No es posible conocerla porque no es posible ir más allá de su piel.
G considera que por correr detrás de las jovencitas se encuentra ahora en manos del pecado y que habrá de pagar por ello. A efectos de negociar su castigo argumenta, por ejemplo, acerca de lo módico que fue el abuso de que hizo objeto a Estelita: “Estela tenía en su cuerpo otro tesoro: su lindo culo. Sus nalgas de algas no era sino de una arena de oro firme: breves y paradas. Ah, si yo fuera sodomita”. Descargo sobre el que insiste más adelante: “…podía ver su cuerpo corito atravesar el cuarto, llegar hasta la cama, central, tirarse en ella boca abajo, sin moverse más. Nunca he sido sodomita, pero pensé en sodomizarla inmediatamente”. Cosa de la cual se abstuvo, conste.
Otro argumento, central para la disminución del castigo que merece consiste en proporcionar ejemplos ilustres de pasión por las jovencitas. Como dije para mostrar que el asunto no es en absoluto algo excepcional prescinde de Nabokov y de Carroll, pero recurre, a manera de ejemplo, a la Murphy, venus de trece añitos, en decúbito prono pintada, presuntamente por Boucher, para presentarla a Luis XIV, que de inmediato la incluye en su serrallo, tal y como lo relata Casanova. Y recurre a Jonathan Swift, quien con una misma diferencia de edad -30 a 15- se enamora de Stella.
Cabrera Infante en su biblioteca |
INCONSTANCIA DE LA NINFA
Como bien se sabe, agotados todos los argumentos y las justificaciones lo que queda es desacreditar a la víctima hasta convencer al jurado de que se merecía lo que recibió. G da entonces detalles de la alarmante promiscuidad de la adolescente, probando así que no fue él el único adulto seducido por la ninfa.
Fulanos desconocidos que la esperan en el lobby del sospechoso hotel en el que G la ha instalado, músicos de boliche que le dan lecciones de música a horas dudosas, parientes lejanos a los que recibe en paños menores en su habitación. “Hay en los celos un sexo, un sexto sentido” filosofa G “que nos hace penetrar la trama más espesa”.
G comienza a redactar el parte de defunción de la relación. El cuerpo de Estelita ya no le era “hosco sino simplemente, desde la primera noche, hostil”. “Toda nuestra relación fue un largo coitus interruptus”. Estelita no le resultaba ya “irresistible”. “Ella, como todo territorio inexplorado, atraía y daba miedo a la vez. Fui yo quien la descubrió, pero su exploración fue costosa. Sólo me salvó mi instinto de conservación”. “Era una poupée y había dejado de interesarme. Decidí olvidarla”.
La vida sexual de Estelita, según G, se descontrola. Se acuesta con el hermano y con los más cercanos amigos de G, y luego con las lesbianas más notorias del circuito. “Si no la destruía, ella me destruiría a mí”.
Pero cómo hacerlo, cómo abandonarla. Los escrúpulos se lo impedían. Su madre (la madre de Gecito) le sacó las castañas del fuego. No dice cómo. Aquí sí que el pudor gana la partida. Se limita a citar una película y un cuento en los que la madre salva al protagonista de una amante malévola. Y agrega lacónicamente: “El cronista había triunfado sobre su amante esa noche lluviosa de mediados de agosto”.
Al dejarla, al irse para no volver G murmura: “Abandonarla. Sálvese el que pueda. Abandon her now”, así, en inglés, como si aquello fuera uno de los melodramas gringos con los que por entonces se intoxicaba, y no la vida. Es consciente de que “la abandoné a su suerte que en otro tiempo hubiera sido peor que la muerte” refiriéndose, claro está, a que Estelita se dedicaría a ganarse la vida prostituyéndose. “Abandoné mi decisión al azar” declara pomposo e hipócrita. “Todo está escrito por el azar, no por mí”.
Una gota de cinismo redondea la peripecia, que le sirvió para comprobar que, como dijo Wilde, “la diferencia entre una gran pasión y un capricho es que el capricho dura más”. Tanto como para dar testimonio de culpa cuarenta años después.