provocador sádico y misógino, cuyos pestilentes productos debieran de reservarse para la consideración de especialistas en degeneración y perversiones. Asumiendo ese lugar el espectador se pierde lo que de nuevo en von Trier trae “La casa…”: un humor ya no negro sino ácido, tan jodido que da vergüenza disfrutarlo.
Como en Ninfómana, von Trier recurre a segmentos narrativos
diversos y autónomos, cuya fuerza centrífuga somete a la unidad del conjunto,
en Ninfómana por medio del discurso autobiográfico de Joe, y en “La casa…”
gracias a la extraordinaria performance de Matt Dillon.
Poco importa que, con la variedad anecdótica de que se nos
provee, sea imposible confeccionar un perfil de asesino serial mínimamente
convincente. No es la verosimilitud lo que aquí está en juego, aunque Dillon
con increíble versatilidad la sostenga, contra viento y marea. De lo que se
trata es de la convicción de von Trier de que el acto de matar puede ser
tratado como muy otra cosa que como el más horrendo abismo de la experiencia
humana, que puede ser tratado, por ejemplo, como un gag, o como un ejercicio
estético, como sugería De Quincey hace ya casi dos siglos. Así sacado del
natural patetismo a que invita la íntima interacción implícita en el acto de
matar, se revelan facetas insospechadas de la condición humana.
En La casa… el conjunto narrativo está dividido en cinco
incidentes. ¿Por qué incidentes y no partes, capítulos o episodios? Porque
subraya que se trata de situaciones imprevistas que eventualmente pueden derivar
en algo serio o grave. Que es lo que efectivamente sucede con las peripecias de
Jack. Hay, por supuesto, mucho de eufemístico en llamar incidentes a los
encuentros del asesino con sus víctimas, pero en todo caso el término sirve
para subrayar el carácter errático de la conducta de Jack.
El primer incidente muestra como un fulano, a priori
paciente y tolerante con su tiempo, acaba por aplastar como a una cucaracha a
una fulana que parece como si se dedicara a fomentar las ganas de matarla, con
tanto éxito que consigue que el espectador mismo experimente ese deseo,
segundos antes de que quien podía pasar a los hechos, lo hiciera.
En el segundo incidente presenciamos cómo una vecina de
barrio suburbano perfectamente informada de lo inseguro que se ha vuelto el
mundo, se deja engañar y le abre su puerta al más inconvincente de los
extraños. No menos estúpido es el policía que atrapa a Jack casi con las manos
en la masa, y que lo deja ir engañado por las más improbables explicaciones.
Quien recuerde Los monstruos, de Dino Risi, reconocerá en el trabajo de von Trier el mismo recurso a
la fragmentación y al humor ácido.
El tercer incidente es quizá el más absurdo. Una madre con
cara de sufrida, de frustrada y de víctima propiciatoria, lleva a sus dos hijos
pequeños a pasear al bosque con Jack, al parecer su amante, bravucón como
siempre y llevando al hombro el estuche inequívoco de un rifle. Despliegan el
picnic junto a una torre de guardabosques, desde la cual el tipo puede hacer
excelente puntería en un amplio radio.
El cazador de von Trier recuerda inevitablemente al
guarda-bosques de Gastón Modot en La Edad de Oro, de Buñuel, que dispara con su
carabina a su hijo porque le apagó el cigarrillo. Recuerda también a los nazis
de La lista de Schindler, de Steven Spielberg, haciendo puntería al azar sobre
los prisioneros de los Campos. Von Trier remata su versión del tema con una
naturaleza muerta (europeo, al fin) en la que ordena simétricamente las piezas
cobradas de caza menor (codornices, patos) y de caza mayor (madre e hijos).
A esta altura de las cosas von Trier ha dejado en claro, con
un par de sketches como de comedia bufa, que si algo caracteriza a la
convivencia humana es que nadie ve ni oye nada, ni cuando la víctima lanza
gritos de terror, ni cuando el asesino se lleva los despojos mortales al hombro
para disponer de ellos quién sabe dónde. Una percepción de la solidaridad
humana que coincide con la que hemos aprendido durante nuestras dictaduras.
Así lanzado a desacreditar a la Humanidad en su conjunto, y
por no quedarse corto, von Trier exige que se reconozca el valor del Arte
Extravagante, o sea, aquel producido por íconos (los peores genocidas) que han
tenido un impacto sobre el mundo. Y para ilustrar el punto nos ofrece imágenes
–icónicas, por cierto- de los Campos de Concentración.
El cuarto incidente tiene que ver con el primero y con el
segundo. En efecto, aquí se aplica que es la estupidez de la víctima lo que la
pone en manos de su asesino, y que nada excita más al asesino que descubrir en
su víctima el deseo de muerte. La mujer que tiene de novio al asesino serial es
tan incapaz de ver lo que tiene delante y lo que le va a pasar, que es por
demás obvio, que (¡gulp!) se merece lo que le pasa. Hipnotizada, como el conejo
frente a la serpiente, es incapaz de la menor resistencia. “Abrí los ojos,
estúpida” pensamos, entre angustiados –como ella- y despectivamente divertidos
–como el asesino.
El quinto incidente sobreviene en el contexto de un
experimento que se quiere tributo a la inventiva asesina de las huestes nazis.
Jack quiere saber si con una sola bala calibre 36, Full Metal Jacket, es
posible atravesar diez cráneos de sujetos vivos, adecuadamente colocadas las
víctimas, sien contra sien. Ya tiene a punto su rifle de caza, montado sobre un
trípode cuando uno de los morituri –en un gag digno de los Monty Python- le
hace notar que las balas que tiene no son Full Metal Jacket.
Desconcertado el asesino serial se disculpa asegurándole a
sus víctimas que solucionará el tema en pocos minutos. Comienza entonces una
carrera como de slapstick, con Jack desesperada y desprolijamente en busca de
la bala que necesita, y con la policía en sus talones. Cuando finalmente está
pronto para el tributo, otra vez –como en un film de Buñuel- el placer se
interrumpe, se frustra y se pospone.
Esta vez es un verdadero deus ex machina el que lo
interrumpe: el mismísimo Virgilio –Virg lo llama Jack-, en el rol que le dio
Dante de ujier de los Infiernos, viene a buscarlo para llevarlo al círculo en
el que habrá de padecer el castigo eterno por sus maldades. Virg es Bruno Ganz,
obvia e inevitablemente subutilizado en este bolito de prestigio y dólares, y se
presenta ataviado con un traje de etiqueta del siglo XIX, a saber por qué.
Pero antes de partir, por pura compasión Virg le da a Jack
la oportunidad de cerrar el círculo de su locura homicida –ochenta víctimas que
guarda congeladas en una gran cámara de refrigeración-, si no dándole una
explicación o un sentido, por lo menos aportándole un punto final. Le recuerda
que toda su vida estuvo tratando de construir una casa absolutamente adecuada a
su persona y personalidad –como la que Wittgenstein se construyó, según
Bernhard-, obedeciendo en esto al mandato materno de ser un arquitecto. El
proyecto, ya en obras, fue una y otra vez interrumpido y destruido. Virg le
hace notar que los cadáveres congelados de sus víctimas podrían ser los
materiales que finalmente le dicten la construcción de su casa. Jack cierra su
ciclo homicida utilizando los cadáveres para construir una casa, que resulta,
por supuesto, tan horrorosa y contrahecha como se pueda imaginar.
Me parece que una lectura de este tipo, parafraseando
irónicamente, es la adecuada para poner en evidencia el espíritu del proyecto
de von Trier en “La casa…” No se trata de causarnos horror o repugnancia ante
los crímenes de Jack: el cable vomita todos los días toneladas de violencia
sobre nuestros hogares. Más bien se trata de mostrar cómo las brutalidades de
Jack resultan insignificantes frente a la marea de abyección y estupidez que se
traga irremediablemente al asesino y a sus víctimas.