la cultura se enlaza? ¿Cuáles son las costumbres con que dialoga? ¿Qué preceptos morales desafía para develar?
Especialmente necesario es cometer la violencia de romper
esa tersura estilística que hace parecer a los textos de Lissardi tan
naturales, simples, incuestionables, si se quiere revelar los mecanismos con
que operan. Atravesar algunas de las varias napas que conforman “Una como
ninguna” es el objetivo de este escrito.
Él y ella
Ninguno de los co-protagonistas de “Una como ninguna” tiene
nombre, ni se conoce de ellos datos particulares muy precisos. Lo que se puede
decir, sin faltar el respeto a la opción por la ambigüedad, es que una joven
asciende un cerro con vista al mar, junto a un pueblito, a unos cien kilómetros
de Montevideo, en reiteradas ocasiones, para conversar con un escritor que, al
borde de la vejez, pretende haberse exiliado del mundo. (La atracción inter-etária
aparece también en otros libros de Lissardi, particularmente en “Los días
felices”.)
Él es una “leyenda”, “un grande”, “un faro”, pero también
un escritor que abandonó la escritura –o eso aparenta. Y ella asume, en tanto
miembro de la comunidad, el compromiso de rescatarlo. (“Tenemos nuestras
obligaciones hacia aquellos de los que hicimos una leyenda. Tenemos la
obligación de considerarlos sub especie aeternitatis. Tels qu’en eux mêmes
l’eternité les change. Debemos honrar a los que vencen a la muerte.”) La cita en
latín refiere a Spinoza, la cita en francés al poema que Mallarmé dedicó a Poe.
En esas alturas se mueve nuestra eminencia de marras.
Junto con el abandono de la escritura él se ha entregado
al abandono de sí, deslizándose peligrosamente del bohemio hacia el bichicome,
ebrio y desencantado de la humanidad, en primer lugar de la escoria humana que
él mismo encarna, en su ranchito inhóspito. Hasta allí, en alas de la aventura,
llega ella, durante los días de un otoño que avanza hacia las hostilidades del
invierno, especialmente hostil en la costa uruguaya. (También en “El amante
espléndido” de Lissardi, la joven protagonista encuentra a su dios en el cuerpo
de un hediondo marginal que habita una casucha perdida.
Discurriendo
Ella se propone rescatar al ídolo decadente mediante una
“talking cure”, suerte de psicoterapia silvestre, cuyos engranajes chirrían en
tono socarrón. Deportivamente él le va lanzando unos rollazos de auto-culpabilidad
(sobre la adolescencia, la relación con su madre, con su hermana, con dos de
sus mujeres), con los que evidente y morbosamente goza, y de los cuales espera
que ella saque su tajada.
Pero en lugar de tragar el anzuelo (tómese en cuenta que
en el pueblito él ha devenido pescador) ella irá descubriendo lo que esos
rollazos en verdad son: adivinanzas, acertijos. Es decir, juegos de lenguaje. Una
práctica literaria que se inscribe en el género de la confesión. Confesiones
verdaderas o falsas, tanto da, si están bien escritas y abren paso a una
historia.
En el transcurso de las entrevistas, previsiblemente,
pasan cosas. Entre ellas, la joven y el viejo emprenden un peculiar reto de
seducción que llega a proveerles jugosas escenas sexuales, linderas entre la
erótica y la literatura fantástica. Menos esperables: que compartan comidas (se
despliega una carta de pescados autóctonos), cama, vino y secretos. O supuestos
secretos. ¿Quién puede, en la era post-psicoanalítica, tomar al pie de la letra
las emisiones del animal que habla?
Acusar una erótica de la auto-conmiseración
La erótica del fracasado que ironiza respecto de sus
desgracias como forma de mantenerse a salvo, por encima del mundo cruel, a
distancia, es recurrente entre los uruguayos. Debido a su poder salvador, responde
a una necesidad profunda; antagónica, aunque emparentada con la de sumergirse
en el goce de la propia desgracia. (Podría uno preguntarse en qué medida los
numerosos suicidios que tienen lugar en Uruguay se deben a un exceso de
auto-conmiseración.)
La protagonista femenina describe a su novio en estos
términos: “Lolo tiene ese tipo de actitud catastrofista muy uruguaya, que
heredó de sus padres. Este país se va a la mierda, el mundo se va a la mierda,
el fútbol uruguayo se va a la mierda. Etcétera.” El propio escritor no ahorra
en observaciones por el estilo. Pero el texto que resulta, lejos de obedecer la
condena, escapa a ella.
Ella, la Escritura
Ella es una como ninguna, pero no es ninguna, porque no
es en realidad una mujer sino un producto de la imaginación erótica. Un
producto acabado, para total satisfacción de su creador.
Ella es la mujer ideal, conjuga la belleza fresca de la
juventud con la sabiduría de una mujer madura. Deportista (juega al fútbol),
estudiosa, aplicada, corajuda, voluntariosa, inteligente. No le faltan los allí
celebrados atributos de la mujer criolla.
Su sabiduría de vida, traducida en la capacidad de
comprender y amar a los otros, evidentemente supera su corta edad. El
vocabulario que emplea está lleno de anacronismos locales (“cambiar los
troles”, “bichicome”, “fanfarronería”, “mondo y lirondo”, “el que quiera
celeste que le cueste”, “los de afuera son de palo”). Ella llega a conclusiones
que solo la edad enseña, como la de que “somos bestias cultas” (proposición que
Lissardi lleva al extremo en otra de sus novelas, “Interludio, interlunio”.
Ella es un desdoblamiento de él, un ser hecho a medida
para cumplir sus deseos. En primer lugar, el de rescatarlo de sí mismo, del
exceso de sí mismo al que se encuentra sometido en el inicio de la narración. (“Quizá
lo que su extrañamiento implica –tanto más cuanto más radicalmente se ha
extrañado- es el deseo de que alguien venga a rescatarlo del desierto de sus
convicciones demostrándole un amor sin límites ni condiciones, demostrándole
que él es lo único que le importa a ese alguien.”)
Ella no compite con las otras mujeres, las que
co-protagonizan los cuentos que él le hace. Ella está fuera de concurso, su
naturaleza es diferente. De una parte del cuerpo del hombre (no una costilla,
sino el cerebro) crece la mujer, la compañera. Ella es perfecta, no por sus
atributos personales, sino porque ocupa exactamente el lugar para el cual es
concebida.
Ella cumple con su función milagrosa, rescata al genio de
la auto-destrucción. Destrucción que opera como destino habitual en tierra de
mediocres, incluso en los márgenes a los que él apela en su distanciarse de
Montevideo.
Tal vez, si ella tuviera un nombre, debiera llamarse
Escritura. Escritor, él. Es a la escritura a quien el artista brinda el don del
relato. Ella es la condición de posibilidad de todos los relatos, capaz de sostener
al narrador, más allá de su humana debilidad, para que realice la proeza.
Es entre Escritor y Escritura la relación que se teje, la
relación que contiene la serie infinita de las relaciones posibles (todos los
relatos). La literatura consiste en el acto de narrar, con prescindencia de
cualquier aparataje externo que la sociedad brinde o niegue. En su ranchito él
no tiene ni una birome, pero conserva intacto lo esencial, su ser narrador, una
piel que nada ni nadie puede arrancarle, porque muta en criaturas inmortales
(sus personajes).
Poderes de la máquina literaria
El chiste de la pseudo-psicoterapia, esas entrevistas en
las que él habla de sí y pone en juego sus escenas angustiantes, termina por
revelarse como un mero recurso literario. Artilugio eficaz para subrayar la capacidad
ficcionadora del ser humano, más allá de utilidades y adecuaciones morales. Máquina
artística, lúdica y placentera, autosuficiente. No depende de referentes
exteriores, aunque pueda jugar con tantos insumos de la vida real como le
apetezca (la culpa, la soledad, el insuficiente reconocimiento, el sexo, el
amor, e incluso el mar).
Los discursos no son más que discursos, literatura. Pero
la literatura tiene un poder sanador, o al menos analgésico, no tanto en la
medida en que absorbe los fantasmas del escritor sino en tanto conjura los deseos
y las angustias de los lectores, mediante el placer estético.
Por detrás -por debajo, o por encima- de las relaciones
eróticas narradas en esta novela, de lo que se trata es de la escritura como
una erótica en sí misma. Del deseo de crear y del placer de narrar. Del goce,
algo masoquista, que encuentra el narrador en entregarse a la danza de sus
demonios. Del verdadero partner del artista literario, la escritura, la única
que no puede faltar a la cita. (“bastaba con sacarle el capuchón a la Mont-Blanc
y entraba como en trance. Había que atarme las manos para que no escribiera.
Era un deseo puro. El deseo de escribir el deseo.”)
---
(1Sobre
el significado y los usos del término “bichicome”: ¡Adiós, bichicome!, Ana Grynbaum
(2Sobre
“El amante espléndido” de Lissardi: Dios anida en lo más íntimo, Ana Grynbaum
(3Sobre
las dos ediciones de “Interludio, interlunio” de Lissardi: