La novela “La vida en el espejo”, de Ercole Lissardi (2009), organiza los avatares eróticos de sus personajes en torno a un secreto a voces: una pareja nunca va sola a la cama. Incluso a solas cada uno de los amantes está acompañado de algún personaje interno que lo mira, lo estimula o lo censura. Lissardi corporiza algunos de esos personajes, ubicándolos en la escena sexual con el
grosor que verdaderamente cobran. Pero además aplica la lupa de su ficción para hacer visible, y pasible de discurso, esa dimensión en la que cada amante copula consigo mismo al vincularse eróticamente con otro. Es decir: el autoerotismo, condición sine qua non del relacionamiento sexual intersubjetivo.
A tal punto el relato se entrama sobre esa multiplicación de personajes inherente al involucramiento erótico, y que implica una despersonalización respecto de la idea del yo como algo unitario y fuerte, que el protagonista de “La vida en el espejo” no tiene nombre. Es un montevideano de mediana edad, recién separado, que se muda a un apartamento con una característica demoníaca: la mayoría de sus paredes está recubierta de espejos que van desde el piso hasta el techo.
Esta situación se complementa a la perfección con el hecho de que él había vivido con total prescindencia del reflejo de su imagen. “Rareza” esta que se describe en ese tono de humor asordinado, contrastante con la relevancia del tema tratado, que recorre el libro: “Los teléfonos celulares y los automóviles –como los espejos- están en la lista bastante extensa de las cosas que me parecen superfluas y prescindibles. De hecho, como se sabe, cuando uno inicia una lista de prescindibles inevitablemente tiende a resultar extensa.”
A poco de habitar el apartamento el protagonista descubre que su imagen en el espejo es un personaje independiente de él. Si bien el hombre de carne y hueso no tiene para nosotros nombre su doble reflejado sí lo tendrá. “Simulacro” es como lo bautiza el “original”.
Puesto que además de retomar la tradición literaria del doble y el alter ego, la novela hace una serie de guiños al psicoanálisis, me permitiré recoger el guante y adoptar para su interpretación, en sentido lúdico, los significantes S y S’ para referir al sujeto (el hombre) y a su imagen especular respectivamente.
Yo no soy el otro…
S está convencido que él no es S’, puesto que ese otro respecto de sí mismo se le rebela y se le escapa. Lejos de someterse a realizar funciones de puro reflejo fiel se independiza y pone al sujeto en cuestión, volviéndose una figura altamente persecutoria. El otro es el opuesto, el inverso, el juez, el enemigo, el incontrolable, el lugar de la interrogación sobre el propio ser, es decir: de la incerteza, de la vulnerabilidad. La mirada que se le adjudica juega en las profundidades del sujeto con una fuerza que llega a resultar siniestra. Esta situación se agudiza en el terreno erótico, donde, para gozar, hay que entregarse.
S, que no tiene nombre, no escatima en nombres para S’, lo cual resulta significativo de la importancia que le da, incluso si se trata de nombres denigrantes como: patán, anormal, loco, demonio, monstruo, etc. S’ encarna todo lo que S rechaza en sí mismo. Pero la contracara de ese rechazo es la atracción, así como la angustia es la contracara del deseo. En el terreno sexual S’ es igual a S aumentado y mejorado, un S en más.
S’ seduce, domina, fascina a S. Su íntimo conocimiento de S le confiere un poder que le permite adivinar los deseos de S. Y no duda en poner lo que haga falta para cumplirlos. A través de la superioridad de sus proezas sexuales S’ multiplica el goce de S.
Pero la razón de la insoportable superioridad del otro se resume en la fuerza de su capacidad deseante: “Si me paro a pensarlo, a pensar en este tiempo en que estuvimos conviviendo enfrentados, no puedo sino aceptar que probablemente él esté mejor preparado para vivir una buena vida –en el mundo real quiero decir. Es más fuerte, quiere más cosas y las quiere con más ganas.”
El giro final demostrará que el sujeto es y no es el otro al mismo tiempo. Más lacaniano imposible. La narración recorre las idas y vueltas entre S y S’ cambiando de voz narrativa, permitiendo que ese otro, usualmente mudo, tome la palabra.
Uno de los aspectos más interesantes del relato es la exploración de esa relación erótica entre el sujeto y su otro, íntimo y extraño al mismo tiempo. Relación que alcanza sus momentos de mayor intensidad cuando S introduce en la escena, sin querer queriendo diría el Chavo, a sus partners sexuales. No habrá encuentro sexual que no sea un ménage à trois, o a quatre.
Auto-erotismo
El propio término autoerotismo implica una relación en la que uno se toma a sí mismo como objeto de amor, es decir: como otro. Desde el punto de vista de la realidad consensuada ese desdoblamiento no puede ser sino una ficción. Pero, en terrenos del Eros, incluso en la más normal de las existencias, la ficción actúa como vehículo para la realización deseante. En ocasiones, como sucede con “La vida en el espejo”, la literatura erótica da cuenta de maneras particulares en las que dichas ficciones tejen las peripecias que vinculan a las personas.
Por otra parte, la relación autoerótica encierra el viejo sueño del autoabastecimiento, una situación que niega la esencial incompletud del ser humano y su necesidad, con frecuencia desesperada, de los otros. En los siguientes términos se narra el remate de una escena de sexo oral entre S y S’: “Me di vuelta boca arriba para recibirla. Una lluvia de plasma nutritivo, enriquecido. Me cayó un goterón junto a la nariz y olí toda la riqueza de la vida, densa y perfumada. ‘Debe tener los huevos de un toro’ pensé, porque seguía lloviznando. Después se arrodilló y me ofreció las últimas gotas directamente sobre los labios. Abrí la boca y mamé. Al fin y al cabo, amigos o enemigos, él no era sino mi propia imagen en el espejo. En realidad, como una especie de faquir, yo estaba chupando mi propia pija.” Todo queda en casa.
La novela erótica como lente multifocal
Se ha dicho que las novelas de Lissardi ponen el lente en el breve espacio entre los amantes. En este caso se trata de un lente multifocal que permite la aparición de los varios personajes que, cual convidados de piedra, entran en escena en un encuentro entre dos.
Pero además de esta dimensión grupal subyacente a todo encuentro amatorio, se explora también la veta homosexual propia de la relación autoerótica. Si ese otro íntimo es igual a uno también pertenece al mismo sexo. “Normalmente, para estar solo y tranquilo, me sentaba a comer mirando hacia el ventanal. Esa noche, quien sabe por qué, me senté en la cabecera de la mesa de manera tal que cené cara a cara con mi simulacro. Simulaba él estar muy concentrado en la comida aunque más de una vez capté que me espiaba de reojo. Afuera el frío cortaba. La calefacción estaba al mango y estábamos cenando en calzoncillos y camiseta. Yo había descorchado un torrontés bien frío y entre los dos, ceñudos y cara a cara, nos lo habíamos terminado”.
“La vida en el espejo” es un ejemplo de obra literaria en la que la reflexión profunda sobre el funcionamiento humano y el entretenimiento forman una y la misma cosa. En tal sentido es posible ubicarla dentro del legado de la literatura fantástica del siglo XIX, en parentesco cercano con esa novela, también corta, que se ha convertido en sinónimo de personificación de la tormentosa lucha de uno consigo mismo en el plano del deseo que es “Dr. Jekyll and Mr. Hyde”. También el relato de Stevenson se ocupa tanto de entretener a lector como de brindarle algunos piques para pensarse a sí mismo en relación a sus zonas más oscuras.