parte, el azar hizo que dicha estadía coincidiera con mi descubrimiento del Manual de anfitriones y guía de golosos, de A.B. Grimod de la Reyniére.
Los libros de cocina tienen una magia particular, sean recetarios o tratados más abarcativos, como el aquí referido. Algunos remedan mapas del tesoro que recrean con fuego de artificio territorios antiguos, pertenecientes más a la imaginación que a la ciencia. Armonía Somers exploró el aura sobrenatural de los recetarios en Un retrato para Dickens. Por mi parte he adquirido ya varios recetarios gastronómicos de otras culturas, como para elaborar sus platos en una próxima vida en la que prometo ser mucho mejor ama de casa.
Almanaque de golosos
El imperio goloso es una república bastante libre en que chocarían leyes coercitivas y solo admite el gobierno de la persuasión.
La contratapa del libro de Grimod aporta información sobre el autor y la obra. Grimod es considerado “el primer periodista gastronómico de la historia” amén de “cronista agudo de su época”. Vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, experimentó la caída del Ancien Régime como la de su propia clase social, la nobleza, por lo que criticaba severamente las nuevas costumbres, nostálgico de la vida galante que la Revolución había cercenado.
Grimod de la Reyniére |
Esta primer edición en español presenta una selección de artículos escritos para almanaques y distintos periódicos donde Grimod explica la diferencia entre golosinería y glotonería, las leyes no escritas de la etiqueta, el complejo rol del anfitrión -rol cuyo ejercicio lo hizo famoso-, el sentido de cada comida, principios de imbricación de los distintos platos de un menú, formas de asar la carne, utensilios para su preparación y servicio, cómo conservar la salud de los gourmets pero también la de los cocineros, trato de los criados, elección de los vinos, efecto de los estimulantes, importancia de la masticación, recibir e invitar a comer, el origen de los actuales restaurantes, etc. etc. etc.
Amante del buen comer en tanto bisagra de una forma de vida dada a los placeres, la propia de los libertinos del siglo XVIII, Grimod disfruta describiendo un mundo de costumbres en vías de extinción. De ahí la necesidad de reforzar los consejos y las prescripciones, de rescatar recetas y modos de consumo que se están perdiendo aceleradamente, de recrear ese mundo antes de que el olvido lo termine de borrar. Muchas de esas costumbres, que hoy sobreviven como piezas sueltas de un antiguo orden, son mostradas en su funcionalidad original. Ejemplo de ello es la preferencia por la porcelana en la vajilla.
Tanto en el cambio del siglo XVII al XIX en Francia -apogeo de la burguesía- como ahora en Occidente -decadencia de la burguesía- sucede que la ansiedad del rico reciente o provisorio lo lleva a devorar en lugar de saborear los manjares de su conquista. La incitación al consumo masivo que desembocó en nuestra realidad actual empeoró las cosas. Solo los aristócratas, del espíritu antes que del bolsillo, pueden hoy permitirse el arte de gozar profundamente de la vida en su materialidad elemental. Grimod no duda, dado el dilema, siempre es preferible vivir para comer que comer para vivir.
Por otra parte, el deseo sexual y sus goces son mostrados en relación con el arte gastronómico en tanto prácticas sociales. En cuanto a las ”ventajas de la buena comida sobre las mujeres” se advierte que “solo placeres que procura la buena comida al rico goloso deben pasar al primer plano; que son mucho más largos y sabrosos que los que se disfrutan infringiendo el sexto mandamiento” pues “no acarrean ni postraciones, ni repugnancias, ni penas, ni remordimientos”, etc. La vieja filosofía de evitar la tentación es prohibida en el terreno sexual y promovida en el del comer y beber.
La prosa de Grimod posee una sencillez elegante, fruto de la pluma de un periodista, que allana toda distancia con el lector, ese hermano que puede escuchar y comprender tanta angustia; su cómplice. El humor también se sienta a la mesa. Así respecto de la cuchillería: “Como la disección de las gruesas piezas se practica en Francia en la misma mesa y en presencia de los invitados, muy atentos a esa importante operación, es necesario que se realice no solo con destreza, sino también con elegancia”. Para lo cual el empleo del cuchillo adecuado es fundamental.
Destellos de un pasado majestuoso
De nuestras habitaciones me cautivaron dos objetos. Un secreter con cajoncitos y espejos, especie de híbrido entre tocador y escritorio, junto a la puerta ventana por donde entraban los potentes rayos solar-marinos. Y tres veladoras, idénticas, en cuyo pie un fauno niño toca la flauta de Pan.
Defendiéndonos de la modorra, y más aún de la oferta de piscinas climatizadas, escapamos por la rambla hacia donde la civilización merma, deteniéndonos, de regreso al pueblo, en el puerto y otros puntos de atracción igualmente clásicos.
Más allá de su bizarra remodelación en la zona céntrica centro, la rambla de Piriápolis sigue siendo la de las postales que tantas vez tomamos o habríamos querido tomar. Y a un par de cuadras del hotel estaban abiertas ya las librerías de saldos, ofreciendo, a precios irrisorios, volúmenes que se agotarán apenas empezada la temporada.
Adquirimos en menos de veinte minutos la friolera de nueve títulos para la sección adultos de nuestra biblioteca. Entre ellos el Manual de anfitriones y guía de goloso, que resultó ideal para acompañar nuestra breve estadía en Piriápolis. Pese a su lujosa tapa talentosamente ilustrada y de fondo plateado, y sobre todo pese a que su fecha de publicación es marzo de 2018 -un año atrás- el libro no costó más que 133,33… pesos, lo cual para la voracidad intelectual forma parte de su brillo.
Recetas de un mundo perdido
La primera clave que dio lugar a esta entrada de blog fue la sensación física de sentirme perdida dentro del colosal edificio. Cierto es que los shoppings son mucho más grandes, pero en ellos, la saturación visual es tal que obtura cualquier sensación de amplitud, y por ende la angustia. Me sentía perdida porque era fácil perderse, y caminar un buen trecho sin encontrar un alma, experiencia por demás inhabitual en nuestra vida cotidiana. Ese lugar me quedaba grande, no estaba hecho para mí. Algunos indicios de insuficiente mantenimiento -manchas de humedad especialmente- me hicieron comprender que si yo podía estar ahí era porque el hotel estaba en decadencia -¡yo misma era la prueba!-.
A la hora de la cena descubrí, al verme parte de una multitud que llenó el comedor, hasta qué punto estaba en lo cierto. Mi decadencia es la de la clase media, siempre a medio camino entre un pasado radiante -real o imaginario- y un futuro desastroso. Futuro en el cual espera un hambre tan radical y destructivo que más vale pertrecharse para resistirlo, incluso incurriendo en excesos. Si uno cree que esta polarización entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada continuará avanzando a nivel mundial a paso agigantado, dado que en el vértice de la pirámide solo caben muy pocos, el lugar para la mayoría está en la base, dentro de la masa que se forma con los que van cayendo.
El hambre de los que todavía tienen recursos pero ya mañana posiblemente los pierdan, es atroz. De tal modo se llevan la comida al buche.
Marabunta
La noche del sábado caímos en la trampa que no hubiéramos podido evitar. Estaba montada también para nosotros. Y eso que nos resistimos a llevar en la muñeca la pulserita de papel que nos identificara como huéspedes con derecho a comida, cual suerte de prisioneros de horrendos lugares.
A poco de iniciada una cena-buffet que en principio prometía, una horda de comensales invadió en un par de oleadas sucesivas el salón. Ante el alimento es que la bestia muestra su ferocidad. No tenía el celular conmigo y me perdí la gran foto, la de la marea humana tomando por asalto la mesa del banquete. En filas de tres o cuatro se amuchaban ante cada uno de los manjares, con el plato pronto, apretado contra el pecho, como un ejército de cruzados. Por un momento temí que al entrechocar, cosa en algún grado inevitable, se produjera algún conflicto violento, como entre perros obligados a compartir el hueso. Si bien hubo un estallido de vajilla quebrada, rápidamente el servicio limpió lo necesario y no se dieron otros incidentes.
Afortunadamente ya habíamos terminado nuestra ingesta cuando la marabunta atacó, no tuvimos que meternos en ella. ¿Acaso llevados por la necesidad lo hubiéramos hecho? Es posible, pero no estoy segura. La imagen de la avidez presentifica el hambre, el descontrol, la bestia furiosa. Creo que de no estar ya saciados la presencia grotesca habiera obrado cual revulsivo. O tal vez habríamos emigrado a otro restaurante, incluso pagando dos veces por la misma cena. Pero no fue necesario.
También fue una suerte que no se alterara nuestra digestión a pesar de no tomar la infusión previa al sueño: a esas horas la cafetería estaba convertida en sala de baile. Seis o siete parejas de veteranos se movían con la gracia que podían al ritmo de los boleros más conocidos, bajo los chispazos de un globo de discoteca. Tampoco entonces pude tomar la foto -¡oh, inaccesible imago!-.
La foto del hambre desatado de la clase media es la imposible imagen de su realidad de clase social desesperada ante la amenaza de su probable descenso a las clases bajas.
Afortunadamente no bajé a las piscinas y no seguí viéndome reflejada en los otros huéspedes. Aunque un apartado entero de Grimod versa acerca de los baños en relación con el arte de comer incluido en el arte de vivir. “Cuando hay que entregarse con toda la plenitud a la función degustadora, conviene recurrir a las delicias del baño caliente y confiarle el cuidado de fortalecer el estómago.”
Postfacio
El buen prólogo de Xavier Domingo da cuenta de una característica personal de Grimod imposible de imaginar a partir de la lectura de sus páginas. “Nuestro goloso carecía de manos. Según ciertas versiones, desde su nacimiento. Según otras, siendo niño, un cerdo, en la granja paterna, le había devorado las manitos. Si esto explica la futura vocación de nuestro autor, es materia de psicoanalistas. Baste aquí señalar que Grimod utilizaba para comer y escribir unas complicadas prótesis metálicas. Inmundas, horribles pinzas con las que, durante toda su vida, este hombre refinado tuvo que atenazar tenedor y pluma.”
Hasta hace poco un libro sobre las costumbres del Ancien Régime no habría concitado mi atención, pero desde que el “Embarque a Citerea” de Watteau me regaló las llaves del reino de las Erotopías -viaje que dio como fruto un libro de próxima aparición- la decadencia de los pelucones dieciochescos agujereó la capa de mi indiferencia. Y lo que encuentro en el Manual de Grimod tiene mucho más que ver con nosotros de lo que se podría pensar.-
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Las citas y los dibujos son tomados de la edición de Tusquets del Manual. Se atribuye al autor la realización de al menos alguno de ellos.
Las fotos integradas fueron tomadas por Marcelo Bonaldi, Ercole Lissardi y la autora.