(Hirschbiegel, Alemania, 2004), traducida al español como “El hundimiento” o “La caída”, que muestra los últimos días del Tercer Reich y cuenta con Bruno Ganz en el papel del Führer.
Me llevó apenas quince años decidirme a verla. No es una
ironía, otras decisiones me llevan mucho más. Y la cuestión del tiempo en
cuarentena, de cómo lo encaramos y de luchar para convertir este tiempo
“muerto” en un lapso con sentido, es central. El frenazo en el movimiento proliferante
de la producción audio-visual colabora para que nuestro deseo de películas se re-dirija
de lo por venir a lo realizado. La programación de la televisión por cable en
mi país ayuda a recurrir a internet en busca de films que valgan la pena, y
afortunadamente la piratería -o el shareware, como prefieran- es generosa en
materia de cultura.
Por lo general no miro películas de guerra –me basta con
la épica de la vida cotidiana-, ni de nazis –conocí en mi infancia las primeras
fotos tomadas dentro de los campos de concentración. Todavía se mezclan en mis
pesadillas las escenas de una persecución que terminó más de un cuarto de siglo
antes de mi nacimiento –nacer Grynbaum tiene sus consecuencias. Por otra parte,
las películas sobre el nazismo de hechura frívola y taquillera, al estilo de
“La ladrona de libros” (“The Book Thief”, Percival, Alemania-USA, 2013), me
indignan hasta el vómito. Sin embargo el confinamiento contra el coronavirus, y
el riesgo real de totalitarismo que implica este nuevo orden mundial
prevencionista, que para nuestro supuesto bien estamos padeciendo, me ha
llevado una vez más a tratar de desentrañar la lógica de ese aparato de
horrores llamado nazismo. En esta oportunidad a través de ciertos objetos
culturales que parecían estar aguardando un arranque de valor por mi parte.
CRIMEN, FILICIDIO Y SUICIDIO
Tal como temía, mirando “Der Untergang”, tuve que tragar litros
de bilis. Varios litros ante los pedazos de cuerpo volando entre los escombros
de Berlín, mientras Hitler promovía la masacre de la población civil alemana por
parte del ejército ruso. Cuando ya no le quedaban hombres recurre a las mujeres
y a los niños. Y más litros de bilis ante el fusilamiento de los ancianos
acusados de traición por pretender salvar sus vidas. Sentí tanta piedad que
acaricié la posibilidad de visitar la Berlín reconstruida en cuanto los
turistas podamos volver a pisotear la superficie del planeta.
Preciso es aclarar que no se trata de una película sádica,
es una obra política. Por eso la cámara sigue detenidamente y en primer plano a
Magda Goebbels cuando, asistida por el médico Ludwig Stumpfegger, narcotiza a
cada uno de sus seis rubios hijos para luego introducir en sus boquitas el
veneno fatal. Y en cada caso ella -absolutamente segura de estar dándoles lo
que merecen, porque de ninguna manera podría dejarlos vivos en un mundo sin
nacional-nacionalismo- después de apretar las mandíbulas de cada uno de los seis
ariecitos para hacer reventar la ampolla de cianuro, observa, con el cuidado
que solo una madre puede tener, en sus angelicales rostros el momento en que
expiran y luego se cerciora de que sus piecitos estén tan rígidos como deben.
Acto seguido, besa la frente de cada uno de ellos, incluso de la hija mayor,
que se había resistido al operativo, y cubre a cada cual con su sabanita. El
filicidio es más que una anécdota, es una metáfora del hitlerismo.
Entre las muchas escenas criminales que muestra la película,
un particular énfasis está puesto en los suicidios. No solo el glacialmente
planificado suicidio de Hitler, su vieja amante y flamante esposa Eva Braun, y
la plana mayor de la organización nazi –incluido, el matrimonio Goebbels, por
supuesto-, sino también de un gran número de allegados al Führer, más o menos
involucrados en la criminalidad nazi. Hitler prodiga capsulitas de veneno con
una beatífica sonrisa, como un abuelito tierno que reparte caramelitos u
hostias, a quien los quiera recibir para su absolución en el Cielo. Pero
también se muestra el suicidio como un recurso desesperado en el ciudadano del común.
Este señalamiento de la promoción del suicidio fue uno de
los aportes mayores que, a nivel de información, me brindó la película. Cuando escribí
“El coloquio de los suicidas (2019)”, por mero rechazo decidí prohibir el
ingreso a Bahvia a todos los suicidados nazis. Ignoraba la magnitud de la corte
excluida… Volvería a dejarlos fuera, de todos modos, aunque más no fuera porque
incluirlos me obligaría a escribir otro libro.
El mensaje del film es nítido, el nazismo fue un fenómeno
no solo criminal hacia quienes eligió como víctimas (en primer lugar los
judíos) sino filicida y suicida. Su odio hacia la humanidad y su deseo de
destruirla no tuvo límites. En su totalitarismo aspiraba a que nadie ni nada
quedara en pie. Speer confiesa a Hitler haber evitado la destrucción de las
muchas construcciones edilicias que este, ante la inminencia de la derrota, le
había ordenado. El plan de destrucción no se detenía en la carne humana.
El testimonio, ya anciana, de Traudl Junge, que de joven
fue la secretaria de Hitler en el bunker, y que se incluye a manera de apertura
y epílogo del film, señala, sin ambages, el objetivo de esta película política.
Va dirigida a los alemanes jóvenes, esos que pueden llegar a dudar que el
horror de los nazis tuvo efectivamente lugar. En su última intervención Traudl
evoca a su coetánea Sophie Scholl, asesinada por su militancia anti nazi en
1943, para concluir: “Yo debí haber sabido lo que estaba pasando. La juventud
no es motivo de excusa.”
Inmediatamente antes de los créditos finales se resume el
destino de los personajes supervivientes. Se comunica que en la guerra murieron
50 millones de personas, 6 millones de judíos en los campos. Seguramente el
director comparta la opinión de Arendt acerca de que los judíos fueron, en el
plan devastador, una excusa, el enemigo inicial, necesario para poner en marcha
los engranajes antihumanos medulares del proyecto asesino. El objetivo final de
la maquinaria nazi era la humanidad toda, la vida humana en cada una de sus manifestaciones.
Coda
Dormí bien después de ver “Der Untergang”, increíblemente.
La vi en el momento que me era indicado. Por lo demás, debo confesar que aunque
la película no se proponga ningún nivel del humor, me reí en varias
oportunidades –el adolescente de la casa no perdió la ocasión de censurar mi
“incorrección”. La actuación de Ganz, en los momentos de histeria confusa y
convulsa del Führer, es comparable a Chaplin en “El gran dictador”. Solo por
eso valdría la pena ver el film. Por otra parte, después de haber visto la
comedia “One, Two, Three” (Wilder, 1961), el atomizante taconeo nazi puede
convertirse -paradójicamente- en una suerte de campana de Pavlov que nos
permite abandonar la posición de firmes. El arte es capaz no solo de expresar
lo inenarrable y de proveernos de placer estético, sino incluso de
beneficiarnos con el estertor relajante de la risa. Además de, mediante sus
torsiones significantes, colaborar en el milagro de ayudarnos a curar traumas
anteriores a nuestro propio nacimiento, no por ello menos determinantes.